Anatema.
La raíz semítica de donde viene herem, anatema, significa “poner aparte”, “sustraer al uso profano”. En la Biblia designa esencialmente una consagración a Dios.
AT.
En los textos más antiguos, el uso del anatema, que Israel comparte con sus vecinos, por ejemplo Moab, no es la simple matanza del enemigo vencido, sino una de las reglas religiosas de la guerra santa. Israel, que emprende las guerras de Yahveh, a fin de obtener la victoria, condena el botín al anatema; con otras palabras: renuncia a apropiarse el botín de la guerra y se compromete con voto a consagrarlo a Yahveh (Núm 21,2s; Jos 6). Esta consagración implica la destrucción total del botín, seres vivos y objetos materiales; su no ejecución es castigada (1Sa 15), así como su violación sacrílega, que es causa de la derrota (Jos 7).
En la práctica, la aplicación parece haber sido bastante rara; la mayoría de las ciudades cananeas fueron ocupadas por Israel (Jos 24, 13; Jue 1,27-35), como Gezer (Jos 16,10; 1Re 9,16) o Jerusalén (Jue 1. 21; 2Sa 5,6ss). Algunas concluyeron incluso alianzas, como Gabaón (Jos 9) y Siquem (Gén 34).
Los escritores deuteronómicos sabían que el anatema no había sido aplicado a la sazón de la conquista (Jue 3,1-6; 1Re 9,21). Sin embargo, formularon la ley general para reaccionar contra la seducción ejercida por la religión cananea sobre Israel y reafirmar la santidad del pueblo elegido (Dt 7,1-6). De ahí una presentación muy sistemática de la historia de la conquista: se transpuso al pasado una reacción religiosa cuyo objeto era la soberanía exclusiva de Yahveh sobre la tierra santa y sus habitantes.
La evolución de la palabra serem parece haber disociado sus dos elementos: por un lado, la destrucción y el castigo que castigan sobre todo la infidelidad a Yahveh (Dt 13,13-18; Jer 25,9); por otro, en la literatura sacerdotal, la consagración a Dios de un ser humano o de un objeto, sin posibilidad de rescate (Lev 27,28s; Núm 18,14).
NT.
En el NT no es ya el caso de emprender la guerra santa ni de entregar a enemigos al anatema. Pero la palabra subsiste para expresar la maldición (y, en Lc 21,5, tocante a las ofrendas votivas en el templo de Jerusalén).
En labios de los judíos, en las fórmulas de juramento (Mc 14,71 p; Hech 23,12) designa la maldición que uno lanza contra sí mismo, caso que cometa perjurio.
En Pablo es una fórmula de maldición que expresa el juicio de Dios sobre los infieles (Gál 1,8s; 1Cor 16, 22). Es imposible que un cristiano la pronuncie contra Jesús (1Cor 12,3).
Cuando el Apóstol dice que desearía ser anatema si con ello pudieran sus hermanos de raza obtener la salvación, puntualiza que esto sería para él verse separado de Cristo (Rom 9, 3). Esta fórmula paradójica define así la maldición por excelencia.
PIERRE SANDEVOIR