Fruto.
La palabra fruto, ya signifique en sentido propio la fecundidad (p.e., el fruto del vientre: Lc 1,42), o en sentido figurado el resultado obtenido (p.e., el fruto de las acciones: Jer 17,10), designa lo que es producido por un ser vivo, más precisamente por una criatura, pues si Dios planta y siembra como un hombre, no por eso se dice que lleva frutos: Dios recoge (mies) los frutos que deben manifestar su gloria.
1. EL DEBER DE FRUCTIFICAR.
El acto creador, que puso en todo ser una semilla de vida, es una bendición triunfante. La tierra debe producir árboles frutales que den fruto según su especie (Gén 1,11s): los animales y el hombre reciben la orden: “¡Fructificad y multiplicaos!” (Gén 1,22. 28). La vida, sembrada en la tierra, es fecundidad sobreabundante. Ahora bien, una de las señales de la vida es que el que planta recoja los frutos (Is 37,30; 1Cor 9,7; 2Tim 2,6). Así Dios exige frutos a su viña: toda inercia es condenable (Jds 12), los sarmientos improductivos se arrojan al fuego y arden (In 15,6; cf. Mt 3,10); la viña será confiada a otros viñadores (Mt 21,41ss). La higuera estéril no tiene ya derecho a ocupar la tierra (Lc 13,6-9). Finalmente, según una vieja institución oriental concerniente a los negocios comerciales, el propietario tiene derecho a castigar al que no ha observado el contrato: “Haced que fructifiquen (mis talentos) hasta que yo venga” (Lc 19,13).
II. COOPERACIÓN DEL HOMBRE CON DIOS.
1. Dios, dueño de la vida.
Pero Dios no exige frutos a sus criaturas sin proporcionarles los medios. El hombre, cooperando a la fructificación con su trabajo, debe reconocer que la fructificación es en primer lugar obra de Dios. Adán recibe el encargo de recoger los frutos de los árboles del huerto del Edén, en el que Dios lo ha situado. Pero se le prohibe alargar la mano al fruto del árbol de vida (Gén 3,22), como si con ello se le quisiera significar que Dios es la fuente de la vida. Efraím (cuyo nombre significa “el que hace fructificar” a José: Gén 41,52) deberá comprender que si da fruto, es gracias a Yahveh, ciprés verdegueante, verdadero árbol de vida (Os 14,97). Israel debe, pues, ofrecer las primicias de sus frutos en señal de reconocimiento (Dt 26,2); debe sobre todo recurrir a la sabiduría divina, cuyas flores anuncian frutos maravillosos (Eclo 24,17).
2. El agua vivificante.
En el mismo huerto del Edén hacía falta, para que hubiese vegetación, que Dios hiciera también llover y que modelara a un hombre para cultivar la tierra (Gén 2,5). Según la simbología bíblica, la tierra sólo puede producir frutos, con la acción del hombre, si el agua hace germinar la semilla. Sin agua, la tierra permanece estéril; en el desierto, como en Sodoma, “los arbustos dan frutos que no maduran” (Eclo 10,7). Sin Yahveh, que es la única roca fiel, el hombre no puede llevar fruto, “sus racimos son venenosos” (Dt 32,32); debe por tanto orar, como Elías, para que, gracias a la lluvia, “la tierra dé su fruto” (Sant 5,17s). Entonces ésta acoge la bendición de Dios y produce plantas útiles (Heb 6,7s), y el justo, como “un árbol plantado al borde del agua” (Jer 17,8; Sal 1,3), “produce fruto hasta en su vejez” (Sal 92,14s).
3. Papel que desempeña el hombre.
Si el agua depende ante todo de Dios, la elección y el cuidado del terreno están confiados al hombre. El grano sembrado en las espinas no llega a madurez (Lc 8,14); y produce más o menos frutos según el terreno en que cae (Mt 13,8). Pero de todos modos el crecimiento no depende en primer lugar de los esfuerzos del hombre: “por sí misma” (gr. automate) produce la tierra su fruto (Mc 4,26-29). Sin duda hay que fatigarse para cultivar la sabiduría, pero se puede contar con sus excelentes frutos (Eclo 6.19). Lección de trabajo en las faenas y lección de paciencia en la espera del fruto.
III BUENOS Y MALOS FRUTOS.
Adán, no habiendo querido recibir de Dios el único fruto de vida que le había sido destinado, se ve obligado a cultivar un suelo maldito que, en lugar de los árboles del huerto “agradables a la vista y buenos para comer” (Gén 2,9), producirá espinas y cardos (Gén 3,18). Adán, habiendo probado el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, pretende determinar por sí mismo lo que es el bien y lo que es el mal; sus actos resultan ambiguos, incluso a sus propios ojos. Pero Dios, que escudriña las entrañas y los corazones, juzga a su viña Israel por los frutos que lleva: esperaba de ella uvas y sólo halla agraces (Is 5,1-7). El fruto manifiesta la calidad del huerto; así la palabra revelad los pensamientos del corazón (Eclo 27,6). Juan Bautista denuncia también la ilusión de los que se jactan de ser hijos de Abraham y no llevan buenos frutos (Mt 3,8ss). Jesús proclama: “Por el fruto se conoce el árbol”, y revela tras la corteza farisaica una savia maligna (Mt 12,33s); enseña a sus discípulos a distinguir a los falsos profetas: “por sus frutos los conoceréis. ¿Se recogen uvas de los espinos?, ¿o higos de los cardos?” (Mt 7,16). Así pues, más generalmente, hay cierta ambigüedad en el corazón del hombre, que puede “fructificar para la muerte” cuando debiera “fructificar para la vida” (Rom 7,4s).
IV. LA SAVIA DE CRISTO Y EL FRUTO DEL ESPÍRITU.
Pero Cristo quitó esta ambigüedad. Vivió la ley de la fructificación que enunciaba a la faz del mundo: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, se queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (In 12,24); aceptó la hora del sacrificio y fue glorificado por el Padre. La ley de naturaleza vino a ser por mediación de Cristo la ley de la existencia cristiana. “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará” (Jn 15,1s), pues para fructificar hay que permanecer en la vid (15,4), es decir, ser fiel a Cristo. La unión con Jesús debe ser fecunda, generosa: “Todo sarmiento que dé fruto, lo podará para que dé más fruto” (15,2): tal es la manera divina, la sobreabundancia, que supone la purificación continua del discípulo, y su paciencia (Lc 8,15). Entonces llegará “a plena madurez el fruto de justicia que llevamos por Jesucristo para gloria y alabanza de Dios” (Flp 11,11; cf. Jn 15.8).
Entonces se cumple la profecía escatológica. La viña de Israel, en otro tiempo magnífica (Ez 17,8), luego desecada (19,10-14; cf. Os 10,1; Jer 2,21), da de nuevo su fruto, y la tierra su producto (Zac 8,12); uno puede embriagarse de la sabiduría (Eclo 1,16), e incluso convertirse en fuente de vida: “del fruto de la justicia nace un árbol de vida” (Prov 11,30). El NT ayuda a precisar en qué consiste exactamente el fruto del Espíritu llevado por la savia de Cristo: no es múltiple, pero se multiplica, es la caridad que florece en toda clase de virtudes (Gál 5,22s). Y el amor no es sólo un “fruto suave al paladar” de la esposa (Cant 2,3); el amado mismo puede “entrar en su huerto y gustar sus frutos deliciosos” (Cant 4,16). El profeta había previsto que al final de los tiempos se renovaría la regularidad de lás estaciones (Gén 8,22; Hech 14, 17): cada mes darían sus frutos los árboles que bordean el torrente que brota del lado del templo (Ez 47, 12); el Apocalipsis, enlazando esta visión con la del paraíso, contempla ya un solo árbol de vida, el que ha venido a ser el árbol de la cruz, capaz de curar a los mismos paganos (Ap 22,2).
CESLAS SPICQ y XAVIER LÉON-DUFOUR