Generación.
La palabra generación, partiendo del sentido de engendramiento, de procreación, tiende a expresar la solidaridad que une a los hombres entre sí. Como entre nosotros, esta solidaridad puede agrupar a los que viven en una misma época (los contemporáneos); pero el hebreo añade a esta significación sociológica un matiz de historia: es la solidaridad de los que descienden de una misma familia o de una misma raza (descendencia, linaje). Con esta palabra y con el uso de las genealogías quiere subrayar la Biblia la solidaridad de los hombres en la bendición o en el pecado, y esto desde Adán hasta Cristo y hasta el fin de los tiempos.
1. Comunidad de raza.
Todo hombre nace en una generación; esto es lo que marcan las toledot (de la raíz yalad, engendrar), o listas genealógicas (Gén 5,1; 11,10; 1Par 1-9).
Participa de las bendiciones y promesas divinas concedidas a los antepasados. Cuando se trata de Jesucristo, hijo de Abraham e hijo de Adán, promesas y bendiciones hallan en él su realización o cumplimiento (Mt 1,1-17 p). Estas generaciones constituyen la historia, que por consiguiente no tiene nada de un marco vacío que habría que llenar con las acciones de los hombres; deben cantar a Dios y sus obras (Sal 145,4) y proclamar bienaventurada a la madre de Jesús (Lc 1,48).
2. Solidaridad libre.
El hombre es heredero de la bendición, pero también del pecado de las generaciones precedentes (Mt 23,35s); existe una “generación perversa y extraviada” (Dt 32,5), a la que Jesús reconoce en la de sus contemporáneos (Mt 12,39; 17,17), y especialmente en los fariseos, a los que califica de engendros de víboras (Mt 12,34; 23, 33); tiene al diablo por padre (Jn 8, 44-47), su endurecimiento provoca el hastío la ira de Dios (Heb 3, 7-19; Sal 95,8-11). Pero la pertenencia a esta generación perversa no es ya fatal desde que Cristo envió el Espíritu para la remisión de los pecados: uno puede “salvarse de ella” (Hech 2,40) y pertenecer a la generación de Abraham, el creyente (Rom 4,lls), ser la “generación elegida” (1Pe 2,9; cf. Is 43,20) de los que creen en el Hijo de Dios y han nacido de Dios (Jn 1,12s; 1Jn 5,1). Hay, pues, dos generaciones o dos “mundos”, que no carecen de conexión, y el deber de los cristianos está en “hacerse irreprochables y puros, hijos de Dios en medio de una generación extraviada y pervertida, de un mundo en el que brillen como focos de luz presentándole la palabra de vida” (Flp 2,15; cf. Lc 16,8).
ANDRÉ BARUCA