Herencia.
La noción bíblica de herencia desborda el sentido jurídico de la palabra en nuestro idioma. Designa la posesión de un bien a título estable y permanente: no ya de un bien cualquiera, sino del que permite al hombre y a su familia desarrollar su personalidad sin estar a merced de otro.
En concreto, en una civilización agrícola y pastoril será un mínimo de tierras y de ganados. En cuanto a la manera de entrar en posesión de esta herencia, variará según los casos: conquista, don, repartición regulada por la ley, y en particular herencia en sentido estricto (cf. I Re 21,3s). Tal es la experiencia humana, a partir de la cual el AT y el NT expresan con su vocabulario religioso un aspecto fundamental del don de Dios al hombre.
AT.
I. ORIGEN DEL TEMA.
Desde los orígenes la noción de herencia está estrechamente ligada con la de alianza. Caracteriza en el plan divino una relación triple: Israel es la herencia de Yahveh, la tierra prometida es la herencia de Israel, y con ello viene a ser la herencia de Yahveh mismo.
1. Israel, herencia de Yahveh.
De estas tres relaciones, la primera es la más fundamental: Israel es la herencia de Yahveh (cf. Éx 34,9; 1Sa 10,1; 26,19; 2Sa 20,19; 21,3). Esta expresión sugiere una relación de intimidad entre Dios y su pueblo, que es su “bien particular” (Éx 19,5). La fórmula de la alianza, “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Jer 24,7; Ez 37,27) quiere decir prácticamente lo mismo; pero la noción de herencia le añade la idea de una pertenencia especial, que hace que Israel pase de la esfera de lo profano (la de los otros pueblos) al mundo de Dios.
2. La tierra prometida, herencia de Israel.
Esta segunda relación está igualmente ligada con el tema de la alianza, como lo muestra el relato de la alianza patriarcal en Gén 15. En este pasaje la promesa de Dios a Abraham tiene un objeto doble: un heredero, Isaac y su descendencia; una herencia, la tierra de Canaán. Naturalmente, los herederos de Abraham heredarán también la promesa (Gén 26,3 35,12; Éx 6,8). Notemos que Canaán no se da todavía en herencia a Abraham, sino únicamente se promete a sus herederos. Esta promesa y la espera de Israel que de ella resulta ayudarán a profundizar progresivamente el tema de la herencia: las decepciones consecutivas, junto con esperanzas materiales desmentidas por los acontecimientos contribuirán a elevar el nivel de la espera de Israel, hasta hacerle desear la verdadera herencia, la única que puede colmar el corazón del hombre.
3. La tierra prometida, herencia de Yahveh.
De las dos primeras relaciones se desprende una tercera: la tierra prometida es herencia de Yahveh. La fórmula no expresa un nexo de naturaleza entre Yahveh y Canaán, y en esto se distingue Israel de los pueblos circundantes, que ven en los diversos países dominios propios de ciertos dioses. En realidad, toda la tierra es de Yahveh (Éx 19, 5; Dt 10,14); si Canaán ha venido a ser su herencia con un título especial, es porque él ha dado este país a Israel y, a manera de consecuencia, ha decidido establecer allí su residencia (cf. Éx 15,17). De ahí el sentido profundo de la repartición de la tierra santa, en que cada tribu de Israel recibe su lote. su parte de herencia (Jos 13,21). De Dios es de quien la recibe; así los límites de cada parte son intangibles (cf. Núm 36); en caso de venta forzada, el año jubilar permitirá que cada tierra retorne a su propietario primitivo (Lev 25,10): “La tierra no se venderá con pérdida de derecho, pues la tierra me pertenece y vosotros no sois para mí más que extranjeros y huéspedes” (Lev 25,33). Israel es en la tierra el aparcero de Dios; para Dios, no para sí, debe vivir en ella.
II. DESARROLLO DEL TEMA.
El desarrollo del tema en el AT comporta dos aspectos: su referencia a un contexto escatológico y su espiritualización.
1. Herencia escatológica.
La conquista de Canaán podía parecer una realización de la promesa de Gén 15. Ahora bien, a partir del siglo vtii la herencia de Yahveh cae parcela por parcela en poder de los paganos. No ya que Dios haya faltado a su promesa; pero los pecados de Israel han comprometido provisionalmente el resultado, Sólo en los últimos tiempos el pueblo de Dios, reducido al resto, poseerá la tierra en herencia para siempre y disfrutará en ella de felicidad perfecta (Dt 28,62s; 30,5). Esta doctrina deuteronómica se descubre también en los profetas del período del exilio (Ez 45-48; nótese en 47,14 la alusión a Gén 15) y de después del exilio (Zac 8,12; Is 60,21): sólo los justos serán finalmente beneficiarios de la herencia (cf. Sal 37,9.11.18.22.34; 25,13: 61,6; 69,37).
En esta transformación de la esperanza de Israel cabe mencionar el lugar especial que se reserva al rey, ungido de Yahveh. Es posible que en un primer tiempo prometiera el salmista al monarca en vida “las naciones como herencia, y como posesión las extremidades de la tierra” (Sal 2,8). Pero la promesa, releída después del exilio, se entendió del rey futuro, del Mesías (cf. Sal 2.2).
Herencia de la tierra, herencia de las naciones: esta escatología no se sale siempre de las perspectivas terrenas. Este último paso se dará en época tardía, cuando haya tomado cuerpo la doctrina de la retribución de ultratumba. Entonces se situará después de la muerte, en el “mundo venidero”, la entrada en posesión de la herencia, prometida por Dios a los justos (Dan 12,13; Sab 3,14; 5, 5). Pero entonces se tratará de una herencia transfigurada.
2. Herencia espiritualizada.
El punto de partida de la espiritualización de la herencia es la condición de los levitas que, según la fórmula de Dt 10,9, “no tienen herencia con sus hermanos, pues Yahveh es su herencia”. En un principio se entiende esta fórmula en un sentido bastante material: la herencia de los levitas está constituida por las ofrendas de los fieles (Dt 18,1s). Pero progresivamente adquiere mayor densidad y acaba por aplicarse al pueblo entero: Yahveh es su parte de herencia (Jer 10,16; cf. el nombre Hilqiyah, “Yah es mi parte”). Convicción que adquiere todo su sentido en el momento en que la herencia material, la tierra de Canaán, es retirada al pueblo de Dios (cf. Lam 3,24).
A partir de este momento la noción de herencia se espiritualiza completamente. Cuando los salmistas dicen: “Yahveh es mi parte” (Sal 16, 5; 73,26) muestran en él el bien perfecto, cuya posesión colma el corazón. Se completa que esta herencia completamente interior se reserve al resto fiel: la herencia no es ya una recompensa extrínseca otorgada a la fidelidad, sino el gozo mismo que fluye de esta fidelidad (cf. Sal 119). En esta nueva perspectiva la vieja fórmula “poseer la tierra” viene a ser cada vez más una expresión convencional de la dicha perfecta (cf. Sal 25,13), un preludio de la segunda bienaventuranza evangélica (Mt 5, 4; cf. Sal 37,11 LXX). Se comprende también que la posesión de Dios por el corazón creyente anticipe para él, en cierto modo, la herencia que recibirá en el “mundo venidero”.
NT.
EL HEREDERO DE LAS PROMESAS.
1. Cristo, heredero único.
El AT había reservado la calidad de heredero de la promesa, primero a sólo el pueblo de Dios, luego al resto de los justos. En el NT se comprueba en primer lugar que este resto es Cristo. En él se ha concentrado la descendencia de Abraham (Gál 3, 16). Siendo el Hijo, poseía por derecho de nacimiento el derecho a la herencia (Mt 21;38 p), había sido constituido por Dios “heredero de todas las cosas” (Heb 1,2), porque había heredado un nombre superior al de los ángeles (1,4), el nombre mismo de Yahveh (cf. Flp 2,9).
Sin embargo, para entrar Jesús en posesión efectiva de esta herencia, debió pasar por la pasión y por la muerte (Heb 2,1-10; cf. Flp 2,7-11). Con esto mostró qué obstáculo se ponía al cumplimiento de las antiguas promesas: el estado de esclavitud en que se hallaban los hombres (Gál 4,3.8; 5,1; Jn 8,34), el régimen de tutela a que Dios los sometía (Gál 3,23; 4,lss). Con su cruz puso Jesús fin a esta disposición provisional para hacernos pasar del estado de esclavos al de hijos, y por tanto de herederos (Gál 4,5ss). Gracias a su muerte podemos ahora recibir la herencia eterna prometida (Heb 9,15).
2. Los creyentes, herederos en Cristo.
Tal es, en efecto, el estado actual de los cristianos: hijos adoptivos de Dios por estar animados por el Espíritu de Dios, son por este título herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8,14-17). La promesa hecha a los patriarcas la heredan ellos (Heb 6,12.17), como en otro tiempo Isaac y Jacob (11,9), porque ellos son la verdadera descendencia de Abraham (Gál 3,29). La sumisión a la ley mosaica no tiene nada que ver con ello, como tampoco la pertenencia a Israel según la carne, sino únicamente la adhesión a Cristo por la fe (Rom 4,13s). De ahí resulta que en el misterio de Cristo “los paganos son admitidos a la misma herencia, son beneficiarios de la misma promesa” (Ef 3,6; cf. Gál 3, 28s). En torno a Cristo, heredero único, se construye un pueblo nuevo, al que se da por gracia el derecho a la herencia (Rom 4,16).
II. LA HERENCIA PROMETIDA.
La herencia que “Dios procura a los hombres con los santificados” (Hech 20, 32), “la herencia entre los santos” en la luz (Ef. 1,18) revela por lo mismo su verdadera naturaleza. La tierra de Canaán no era el objeto adecuado de las promesas; no era sino una figura de la ciudad celestial (Heb 11,8ss). La herencia “preparada” por el Padre a sus elegidos “desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34), es la gracia (1Pe 3,7), es la salvación (Heb 1,14), es el reino de Dios (Mt 25,34; 1Cor 6,9; 15, 50; Sant 2,5), es la vida eterna (Mt 19,29; Tit 3,7),
Estas expresiones subrayan el carácter transcendente de la herencia. No está al alcance “de la carne y de la sangre”, exige un ser que esté transformado a imagen de Cristo (iCor 15,49s). En cuanto es reino, es una participación en su realeza universal (cf. Mt 5,4; 25,34; Rom 4,13, comp. con Gén 15 y Sal 2,8). En cuanto es vida eterna, es participación de la vida de Cristo resucitado (cf. 1Cor 15,45-50), y consiguientemente de la vida de Dios mismo. Tendremos perfectamente acceso a ella más allá de la muerte, cuando nos reunamos con Cristo en su gloria. Actualmente sólo lo tenemos en esperanza (Tit 3,7); sin embargo, el Espíritu Santo, que nos ha sido dado, constituye ya sus arras (Ef 1,14) en espera de que en la parusía nos procure Cristo su posesión perfecta.
FRANÇOIS DREYFUS y PIERRE GRELOT