Hermano.

La palabra “hermano”, en el sentido más fuerte, designa a los hombres nacidos de un mismo seno materno (Gén 4,2). Pero en hebreo, como en otras muchas lenguas, se aplica por extensión a los miembros de una misma familia (Gén 13,8; Lev 10,4; cf. Mc 6,3), de una misma tribu (2Sa 19,13), de un mismo pueblo (Dt 25, 3: Jue 1.3). por oposición a los extranjeros (Dt 1,16; 15,2s), y finalmente a los pueblos descendientes de un mismo antepasado, como Edom e Israel (Dt 2,4; Am 1,11). Al lado de esta fraternidad fundada en la carne conoce la Biblia otra, cuyo vínculo es de orden espiritual: fraternidad por la fe (Hech 2,29), la simpatía (2Sa 1,26), la función semejante (2Par 31,15; 2Re 9,2), la alianza contraída (Am 1,9; 1Re 20,32; 1Mac 12,10)... Este uso metafórico de la palabra muestra que la fraternidad humana, como realidad vivida, no se limita al mero parentesco de sangre, aun cuando ésta constituya su fundamento natural. La revelación no parte de la reflexión filosófica sobre la “comunidad de naturaleza” que hace a todos los hombres hermanos. No ya que rechace el ideal de fraternidad universal, sino que sabe que es irrealizable y considera engañosa su prosecución mientras no se lo busca en Cristo. Además, en éste pone ya la mira el AT a través de las comunidades elementales, familia, pueblo, religión; y finalmente el NT comienza a realizarlo en la comunidad de la Iglesia.

AT.

HACIA LA FRATERNIDAD UNIVERSAL.

1. En los orígenes.

Al crear Dios el género humano “de un solo principio” (Hech 17,26; cf. Gén 1-2), depositó en el corazón de los hombres la aspiración a una fraternidad en Adán; pero este sueño no se hace realidad sino a través de larga preparación. En efecto, para comenzar, la historia de los hijos de Adán es la de una fraternidad rota: Caín mata a Abel por envidia; no quiere ni siquiera saber dónde está su hermano (Gén 4,9). Desde Adán era la humanidad pecadora. Con Caín se desenmascara en ella un rostro de odio, que ella misma tratará de velar tras el mito de una bondad humana original. El hombre debe reconocer que el pecado esta agazapado a la puerta de su corazón (Gén 4,7): tendrá que triunfar de él si no quiere que él lo domine.

2. La fraternidad en la alianza.

Antes de que Cristo asegure este triunfo, el pueblo elegido va a pasar por un largo aprendizaje de la fraternidad. No ya de golpe la fraternidad con todos los hombres, sino la fraternidad entre hijos de Abraham, por la fe en el mismo Dios y por la misma alianza. Tal es el ideal definido por la ley de santidad: “No odiarás a tu hermano..., amarás a tu prójimo” (Lev 19,17s). ¡Nada de disputas, de rencores, de venganzas! Asistencia positiva, como la que exige la ley del levirato a propósito del deber esencial de fecundidad: cuando un hombre muere sin hijos, el pariente más próximo debe “suscitar posteridad a su hermano” (Dt 25,5-10; Gén 38,8.26). Las tradiciones patriarcales refieren hermosos ejemplos de esta fraternidad: Abraham y Lot evitan las discordias (Gén 13,8), Jacob se reconcilia con Esaú (33,4), José perdona a sus hermanos (45,1-8).

Pero la puesta en práctica de tal ideal tropieza siempre con la dureza de los corazones humanos. La sociedad israelita, tal como la ven los profetas, dista bastante de esta meta. Nada de amor fraterno (Os 4,2); “nadie tiene consideraciones con su hermano” (Is 9,18ss); la injusticia es universal, ya no hay confianza posible (Miq 7,2-6); no puede uno “fiarse de ningún hermano, pues todo hermano quiere suplantar al otro” (Jer 9,3), y Jeremías mismo es perseguido por sus propios hermanos (Jer 11,18; 12,6; cf. Sal 69,9). A este mundo duro hacen presentes los profetas las exigencias de la justicia, de la bondad, de la compasión (Zac 7,9s). El hecho de tener a su creador por padre común (Mal 2,10), ¿no confiere a todos los miembros de la alianza una fraternidad más real todavía que su común descendencia de Abraham (cf. Is 63,16)? Igualmente los sabios ensalzan la verdadera fraternidad. Nada más doloroso que el abandono de los hermanos (Prov 19, 7; Job 19,13); pero un verdadero hermano ama siempre, aunque sea en la adversidad (Prov 17,17); no se lo puede cambiar por oro (Eclo 7. 18), pues “un hermano ayudado por su hermano es una plaza fuerte” (Prov 18,19 LXX). Dios odia las querellas (Prov 6,19), ama la concordia (Eclo 25,1). “¡Oh!, ¡qué bueno y agradable es vivir los hermanos juntos!” (Sal 133,1).

3. Hacia la reconciliación de los hermanos enemigos.

El don de la ley divina no basta, sin embargo, para rehacer un mundo fraterno. A todos los niveles se echa de menos la fraternidad humana. Más allá de las querellas individuales ve Israel disolverse el vínculo de las tribus (cf. 1Re 12,24), y el cisma tiene como consecuencia guerras fratricidas (p.e., Is 7,1-9). Al exterior tropieza con los pueblos hermanos más próximos, como Edom, al que tiene el deber de amar (Dt 23,8), pero que por su parte no tiene la menor consideración con él (Am 1, 11; cf. Núm 20,14-21). ¿Qué decir de las naciones más alejadas divididas por un odio riguroso? En presencia de este pecado colectivo, los profetas se vuelven a Dios. Él solo podrá restaurar la fraternidad humana cuando realice la salvación escatológica. Entonces reunirá a Judá y a Israel en un solo pueblo (Os 2,2s.25), pues Judá y Efraím no se tendrán ya envidia (Is 11,13s); reunirá a Jacob entero (Miq 2,12), será el Dios de todos los clanes (Jer 31,1); los “dos pueblos” caminarán de acuerdo (Jer 3,18), gracias al rey de justicia (23,5s), y ya no habrá sino un solo reino (Ez 37,22).

Esta fraternidad se extenderá finalmente a todas las naciones: reconciliadas entre sí, recobrarán la paz y la unidad (Is 2,1-4; 66,18ss).

NT.

TODOS HERMANOS EN JESUCRISTO.

El sueño profético de fraternidad universal se convierte en realidad en Cristo, nuevo Adán. Su realización terrena en la Iglesia. por imperfecta que sea todavía, es el signo tangible de su cumplimiento final.

1. El primogénito de una multitud de hermanos.

Con su muerte en la cruz vino a ser Jesús el “primogénito de una multitud de hermanos” (Rom 8,29): reconcilió con Dios y entre ellas a las dos fracciones de la humanidad: el pueblo judío y las naciones (Ef 2,11-18). Juntas tienen ahora acceso al reino, y el hermano mayor, el pueblo judío, no debe tener celos del pródigo, regresado por fin a la casa del Padre (Lc 15,25-32). Cristo, después de su resurrección, puede llamar a sus discípulos (Jn 20,17; Mt 28,10). Tal es ahora la realidad: todos los que lo reciben se convierten en hijos de Dios (Jn 1, 12), en hermanos, no por razón de la filiación de Abraham según la carne, sino por la fe en Cristo y el cumplimiento de la voluntad del Padre (Mt 12,46-50 p; cf. 21,28-32). Los hombres vienen a ser hermanos de Cristo, no en sentido figurado, sino por un nuevo nacimiento (Jn 3,3). Han nacido de Dios (1,13), teniendo el mismo origen que Cristo, que los ha santificado y que “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Heb 2,11). En efecto, Cristo ha venido a ser semejante en todo a nosotros, para que nosotros seamos hijos con él (2,10-17). Hijos de Dios en sentido pleno, capaces de decirle “Abba”, somos también coherederos de Cristo porque somos ya sus hermanos (Rom 8,14-17), mucho más ligados a él de lo que pudiéramos estarlo a hermanos según la carne.

2. La comunidad de los hermanos en Cristo.

Jesús mismo, mientras vivía, echó los fundamentos y enunció la ley de la nueva comunidad fraternal: reiteró y perfeccionó los mandamientos concernientes a las relaciones entre hermanos (Mt 5.21-26), dando un lugar importante a la corrección fraterna (Mt 18,15ss). Si este último texto deja entrever una comunidad limitada, de la que se puede excluir al hermano infiel, en otro pasaje se puede ver que está abierta a todos (Mt 5,47): cada uno debe ejercitar su amor para con el más pequeño de sus hermanos desgraciados, pues en ellos encuentra siempre a Cristo (Mt 25,40). Después de la resurrección, una vez que Pedro ha “fortalecido a sus hermanos” (Lc 22,31s). los discípulos constituyen, pues, entre ellos una ((fraternidad” (1Pe 5,9). Al principio continúan, sí, dando el nombre de “hermanos” a los judíos, sus compañeros de raza (Hech 2,29; 3,17...). Pero Pablo no ve ya en ellos sino a sus hermanos “según la carne” (Rom 9,3) En efecto. una nueva raza ha nacido a partir de los judíos y de las naciones (Hech 14, ls), reconciliada en la fe en Cristo. Nada divide ya entre sí a los miembros, ni siquiera la diferencia de condición social entre amos y esclavos (Flm 16); todos son uno en Cristo, todos hermanos, fieles muy amados de Dios (p.e., Col 1,2). Tales son los verdaderos hijos de Abraham ((Sál 3,7-29): constituyendo el cuerpo de Cristo (1Cor 12,12-27) han hallado en el nuevo Adán el fundamento y la fuente de su fraternidad.

3. El amor fraterno.

El amor fraterno se practica en primer lugar en el seno de la comunidad creyente. Esta “filadelfia sincera” no es una mera filantropía natural: no puede proceder sino del “nuevo nacimiento” (1Pe 1,22s). No tiene nada de platónico, pues si trata de alcanzar a todos los hombres, se ejerce en el interior de la pequeña comunidad: huida de las disensiones (Gál 5,15), apoyo mutuo (Rom 15,1), delicadeza (1Cor 8,12), limosna (2Cor 8-9; 1Jn 3,17). Este amor fraterno es el que consuela a Pablo a su llegada a Roma (Hech 28,15). En su carta parece Juan haber dado a la palabra “hermano” una extensión universal que otras veces se reserva más bien a la palabra “prójimo”. Pero su enseñanza es la misma y el autor sitúa netamente el amor fraterno en los antípodas de la actitud de Caín (1Jn 3,12-16), haciendo de él el signo indispensable del amor para con Dios (Jn 2,9-12).

4. Hacia la fraternidad perfecta.

Sin embargo, la comunidad de los creyentes no se realizó jamás perfectamente ya aquí en la tierra: en ella pueden hallarse indignos (1Cor 5,11), pueden introducirse falsos hermanos (Gál 2,4s; 2Cor 11,26). Pero sabe que un día el diablo, el acusador de todos los hermanos delante de Dios, será derrocado (Ap 12,10). La comunidad, en tanto llega esta victoria final, que le permitirá realizarse con plenitud, da ya testimonio de que la fraternidad humana está en marcha hacia el hombre nuevo, por el que se suspira desde los orígenes.

ARMAND NÉGRIER y XAVIER LÉON-DUFOUR