Hijo del hombre.
En los Evangelios se designa Jesús habitualmente a sí mismo con el título de Hijo del hombre, expresión enigmática que sugería, aunque velándolo a la vez, el aspecto más trascendente de su fisonomía. Para comprender su alcance hay que tener en cuenta sus empleos en el AT y en el judaísmo.
AT.
1. EL LENGUAJE CORRIENTE DE LA BIBLIA.
La expresión hebrea y aramea “hijo de hombre” (ben-'adam, bar-'enás) aparece con mucha frecuencia como sinónimo de “hombre” (cf. Sal 80,18). Designa un miembro de la raza humana (“hijo de humanidad”). Pensando en el que es el padre de toda la raza humana y lleva su nombre, se podría traducir por “hijo de Adán”. El uso de la expresión subraya la precariedad del hombre (Is 51,12; Job 25,6), su pequeñez delante de Dios (Sal 11,4), a veces su condición pecadora (Sal 14,2s; 31,20), abocada a la muerte (Sal 89,48; 90,3). Cuando Ezequiel, hombre de la adoración muda, postrado delante de la gloria divina, es interpelado por Yahveh como “hijo de hombre” (Ez 2,1.3, etc.), el término subraya la distancia y hace presente al profeta su condición mortal. Tanto más admirable es la bondad de Dios para con los “hijos de Adán”: multiplica para ellos sus maravillas (Sal 107,8) y su sabiduría se complace en morar con ellos (Prov 8,31). Causa extrañeza el que un ser tan débil haya sido coronado por Dios como rey de la creación entera: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de hombre para que te cuides de él?” (Sal 8,5; cf. Gén 1). En esto se cifra toda la antropología religiosa del AT: el hombre no es delante de Dios más que un soplo; sin embargo, Dios lo ha colmado de sus dones.
II. EL LENGUAJE DE LOS APOCALIPSIS.
1. El libro de Daniel.
El apocalipsis de Daniel 7, tratando de representar en forma concreta la sucesión de los imperios humanos que se van a derrumbar cediendo el puesto al reino de Dios, se sirve de una imaginería impresionante. Los imperios son bestias que surgen del mar. Son despojadas de su poder cuando comparecen ante el tribunal de Dios, al que se representa con los rasgos de un anciano. Entonces llega sobre (o con) las nubes del cielo “un como hijo de hombre”; avanza hasta el tribunal de Dios y recibe la realeza universal (7,13s). El origen de esta concepción es incierto. El “hijo del hombre” de los Salmos o de Ezequiel no basta para explicarlo. Algunos invocan el mito iranio del hombre primordial que vendrá como salvador al fin de los tiempos. Quizás haya que buscar del lado de las tradiciones que suponen la sabiduría divina personificada o el Adán de Gén 1 y Sal 8, creado a imagen de Dios y “algo inferior a Dios”. En Dan 7, hijo de hombre y bestias se oponen como lo divino a lo satánico. En la interpretación que sigue a la visión, la realeza cabe en suerte al “pueblo de los santos del Altísimo” (7,18.22.27); a éste, pues, representa sin duda el hijo de hombre; no ciertamente en su condición perseguida (7,25), sino en su gloria final. Sin embargo, las bestias figuraban tanto a los imperios como a sus jefes. No se puede, pues, excluir completamente que se haga alusión al jefe del pueblo santo, al que será entregado el imperio, como participación en el reino de Dios. De todos modos, las atribuciones del hijo de hombre rebasan las del Mesías, hijo de David: todo el contexto lo pone en relación con el mundo divino y acentúa su trascendencia.
2. La tradición judía.
La apocalíptica judía posterior al libro de Daniel reasumió el símbolo del hijo de hombre, pero interpretándolo en forma estrictamente individual. En las parábolas de Henoc (la parte más reciente del libro), es un ser misterioso, tenido en reserva para el fin de los tiempos; entonces se sentará sobre su trono de gloria como juez universal, salvador y vengador de los justos, que vivirán cerca de él después de su resurrección. Se le atribuyen algunos de los rasgos del Mesías real y del siervo de Yahveh (él es el elegido de justicia, cf. Is 42,1), pero en su caso no se trata de sufrir, ni es de origen terrenal.
Aun cuando se discute la fecha de las parábolas de Henoc, éstas representan un desarrollo doctrinal que debía ser ya cosa hecha en ciertos ambientes judíos antes del ministerio de Jesús. Por lo demás, la interpretación de Dan 7 ha dejado huellas en el libro Iv de Esdras y en la literatura rabínica. La creencia en este salvador celestial pronto a revelarse prepara el uso evangélico de la expresión “Hijo del hombre”.
NT.
1. LOS EVANGELIOS.
En los Evangelios la expresión “Hijo del hombre” (calco griego de un arameo que hubiera debido traducirse “Hijo de hombre”) aparece setenta veces. A veces no es más que un equivalente del pronombre personal “yo” (cf. Mt 5,11 y Lc 6,22; Mt 16,13-21 y Mc 8, 27-31). El grito de Esteban que ve “al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios” (Hech 7,56) puede indicar que esta concepción estaba viva en ciertos medios de la Iglesia naciente. Pero su influjo no puede explicar todos los empleos evangélicos de la expresión. El hecho de que aparezca exclusivamente en labios de Jesús supone que se ha retenido como una de las expresiones típicas, ya que la fe pospascual lo designó preferentemente con otros títulos. Se da el caso de que Jesús no se identifica explícitamente con el HdH (Mt 16,27; 24, 30 p); pero otras veces resulta claro que habla de sí mismo (Mt 8,20 p; 11,19; 16,13; Jn 3,13s; 12,34). Es posible que escogiera la expresión por razón de su ambigüedad: susceptible de un sentido trivial (“este hombre que soy”), contenía también una alusión neta a la apocalíptica judía.
1. Los sinópticos.
a) Los cuadros escatológicos de Jesús enlazan con la tradición apocalíptica: el HdH vendrá sobre las nubes del cielo (Mt 24,30 p), estará sentado sobre su trono de gloria (19, 28), juzgará a todos los hombres (16,27 p). Ahora bien, durante su proceso, interrogado por el sumo sacerdote para saber si es “el Mesías, hijo del bendito”, responde Jesús indirectamente a la pregunta identificándose con el HdH sentado a la diestra de Dios (cf. Sal 110,1) y que viene sobre las nubes del cielo (cf. Dan 7,13; Mt 26,64 p). Esta afirmación hace que se le condene por blasfemo. De hecho Jesús, descartando toda concepción terrenal del Mesías dejó aparecer su trascendencia. Según estos antecedentes, el título de HdH era apto para esta revelación.
b) En cambio, Jesús atribuyó también al título de HdH un contenido que la tradición apocalíptica no preveía directamente. Viene a realizar en su vida terrena la vocación del siervo de Yahveh, desechado y entregado a la muerte para ser finalmente glorificado y salvar a las multitudes. Ahora bien, este destino debe sufrirlo en calidad de HdH (Mc 8, 31 p; Mt 17,9 p.22s p; 20,18 p; 26,2.24 p.45 p). El HdH, antes de aparecer con gloria el último día habrá llevado una existencia terrenal, en la que su gloria habrá estado velada en la humillación y en el sufrimiento, al igual que en el Libro de Daniel la gloria de los santos del Altísimo presuponía su persecución. Así Jesús, pala definir el conjunto de su carrera prefiere el título de HdH al de Mesías (cf. Mc 8,29ss), demasiado implicado en las perspectivas temporales de la esperanza judía.
c) En el rebajamiento de esta condición oculta (cf. Mt 8,20 p; 11,19), que puede excusar las blasfemias que se profieren contra él (Mt 12, 32 p), Jesús comienza, no obstante, a ejercer algunos de los poderes del HdH: poder de perdonar los pecados (Mt 9,6 p), señorío del sábado (Mt 12.8 p), anuncio de la palabra (Mt 13,37). Esta manifestación de su dignidad secreta anuncia en cierto modo la del último día.
2. El cuarto Evangelio.
Los textos joánnicos sobre el HdH acusan a su manera todos los aspectos del tema que hemos notado en los sinópticos. El aspecto glorioso: precisamente como HdH el Hijo de Dios ejercerá el último día el poder de juzgar (Jn 5,26-29). Entonces se verá a los ángeles subir y bajar sobre él (1,51), y esta glorificación final manifestará su origen celestial (3,13), puesto que “volverá a subir allí adonde estaba antes” (6,62). Pero antes de esto el HdH debe pasar por un estado de humillación, en el que los hombres tendrán dificultad en reconocerlo para creer en él (9,35). Para que puedan “comer su carne y beber su sangre” (6,53) será preciso que su carne “sea dada por la vida del mundo” en sacrificio (cf. 6,51). Sin embargo, en la perspectiva joánnica la cruz se confunde con el retorno al cielo del HdH, para constituir su elevación. “Es preciso que sea elevado el Hijo del hombre” (3,14s; 12,34); esta elevación es paradójicamente su glorificación (12,23; 13,31), y por ella se realiza la revelación completa de su misterio: “entonces sabréis que yo soy” (8,28). Se comprende que, por anticipación de esta gloria final, el HdH ejerza desde ahora algunos de sus poderes, particularmente el de juzgar y de vivificar a los hombres (5,21s.25ss) por el don de su carne (6,53), alimento que sólo él puede dar porque el Padre lo ha marcado con su sello (6,27).
II. LOS ESCRITOS APOSTÓLICOS.
El recurso al símbolo del HdH es muy raro en el resto del NT, si se exceptúan algunos pasajes apocalípticos. Esteban ve a Jesús en gloria, a la diestra de Dios (cf. Sal 110,1), en la situación del HdH (Hech 7,55s). Asimismo el vidente del Apocalipsis joánnico (Ap 1,12-16), que contempla por adelantado su parusía para la mies o recolección escatológica (Ap 14,14ss). Quizá también san Pablo recuerda el tema de HdH cuando describe a Jesús como el Adán celestial, cuya imagen revistirán los hombres resucitados (1Cor 15,45-49). Finalmente, aplicando a Jesús el Sal 8,5ss, la carta a los Hebreos ve en Jesús al “hombre”, al “Hijo de hombre”, rebajado antes de ser llamado a la gloria (Heb 2,5-9). Llegada a este punto la reflexión cristiana, establece el empalme entre el “hijo de Adán” de los salmos, el Hijo de hombre de los apocalipsis y el nuevo Adán de san Pablo. Como hijo de Adán compartió Jesús nuestra condición humillada y doliente. Pero, como desde este momento era el Hijo de hombre de origen celestial, llamado a retornar para el juicio, su pasión y su muerte le conducían a su gloria de resucitado, en calidad de nuevo Adán, cabeza de la humanidad regenerada. En él se realizan las dos figuras de Adán contrastadas en Gén 1 y 3. Así, cuando sea manifestado el último día, nos extrañaremos de haberlo ya encontrado, misteriosamente oculto en el más pequeño de sus hermanos necesitados (cf. Mt 25,31ss).
JEAN DELORME