Incredulidad.

La incredulidad concierne al pueblo de Dios, a diferencia de la idolatría, que caracteriza a las naciones paganas y requiere una conversión a la fe en Dios. La existencia de incrédulos en su seno ha sido siempre un escándalo para todos los hombres de fe; la incredulidad de Israel frente a Jesucristo debe causar al corazón de todo cristiano un dolor incesante” (Ram 9,2).

La incredulidad no consiste meramente en negar la existencia de Dios o en rechazar la divinidad de Jesucristo, sino en desconocer los signos y los testigos de la palabra divina, en no obedecerle. No creer, según la etimología de la palabra hebrea “creer”, es no decir “amén” a Dios; es rechazar la relación que quiere Dios establecer y mantener con el hombre. Esta negativa se expresa diversamente: el impío pone en tela de juicio la existencia de Dios (Sal 14,1); el escéptico, su presencia activa a lo largo de la historia (Is 5,19); el pusilámine, su amor y su omnipotencia; el rebelde, la soberanía de su voluntad, etc. A diferencia de la idolatría, la incredulidad admite grados y puede coexistir con cierta fe: la línea de demarcación entre fe e incredulidad pasa menos entre diversos hombres que por el corazón de cada hombre (Mc 9,24).

1. LA INCREDULIDAD EN ISRAEL.

Para no tener que referir toda la historia de la fe, cuyo reverso tenebroso es la incredulidad, bastará con poner delante dos situaciones mayores del pueblo elegido, que caracterizan una doble manera de ser incrédulo: en el desierto porque no se tienen, en la tierra prometida porque se tienen ya en figura los bienes de la fe.

1. Las murmuraciones de los hebreos.

Para designar la incredulidad del pueblo en el desierto utilizan los historiadores diversas expresiones: “rebeldes” (Núm 20,10; Dt 9,24) que se resisten y son recalcitrantes (Núm 14,9; Dt 32,15), “hombres de dura cerviz” (Éx 32,9; 33,3; Dt 9,13; cf. Jer 7,26; Is 48,4), y sobre todo la murmuración; Juan reasumirá esta última expresión para caracterizar a los judíos y discípulos que se niegan a creer en Jesús (In 6,41.43, 61). Dos pasajes hablan principalmente de ella: Éx 15-17 y Núm 14-17. El pueblo piensa que en aquel desierto inhospitalario va a morir de hambre (Éx 16,2; Núm 11,4s) y de sed (Éx 15,24; 17,3; Núm 20,2s) y echa de menos las buenas ollas de carne consumidas en Egipto; o bien siente hastío del maná y pierde la paciencia (Núm 21,4s); o también tiene miedo de los enemigos que le obstruyen la entrada en la tierra prometida (Núm 14,1; cf. Éx 14,11); olvida los signos prodigiosos de que había sido testigo (Sal 78; 106). Murmura contra Moisés y Aarón, pero en realidad contra Dios en persona (Éx 16,7s; Núm 14,27; 16,11), cuya bondad y poder pone en duda (cf. Dt 8,2). La incredulidad, uno de los rostros del miedo, consiste en exigir a Dios que realice inmediatamente lo que ha prometido, en practicar una especie de chantaje con el que ha hecho alianza: es “despreciar a Yahveh”, “no creer” en él (Núm 14,11), “no obedecer a su voz” (14,22), “tentarle y levantarle querella” (Éx 17,7).

Otra forma de murmurar contra Yahveh consiste en hacerse una imagen de él con el “becerro de oro” (Éx 32; Dt 9,12-21): los hebreos esperaban así dominar al que no quería estar a su medida y a su merced. El mismo pecado de incredulidad caracterizará al reino del Norte, “el pecado de Jeroboán” (1Re 12,28ss; 16,26.31). A un mismo deseo de poseer el misterio de Yahveh se refieren las prácticas de adivinación, magia, hechicería, que duran hasta el exilio (1Sa 18,3-25; 2Re 9,22; 17,17; cf. Éx 22,17; Is 2,6; Miq 3,7; Jer 27,9; Ez 12,24; Dt 18,10ss), así como el recurso a los falsos profetas (cf. Jer 4,10).

2. Israel de corazón dividido.

En realidad, cuando el pueblo se estableció en Palestina, la incredulidad había adoptado otra forma, no menos culpable: pactar con los dioses del país o con las naciones vecinas. Ahora bien, Yahveh no tolera componendas; es lo que proclama Elías: “¿Hasta cuándo cojearéis de las dos piernas? Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle” (1Re 18, 21). Igualmente, los profetas luchan contra el “corazón doble”, dividido (Os 10,2), que busca en las naciones un apoyo que sólo Yahveh puede otorgarle (Os 7,11s). La incredulidad es prostitución de la esposa consagrada (Os 2; Jer 2-4; Ez 16), que debiera tener un corazón perfectamente fiel (Dt 18,13; Sal 18,24), “enteramente” para Dios (1Re 8.23; 11,4), siguiendo a Yahveh sin desfallecer (Dt 1,36; Núm 14,24; 32,11).

Este ideal se mantiene, aunque es imposible de realizar por las solas fuerzas del hombre. Isaías muestra claramente al pueblo que “si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9): la fe es la única existencia posible del pueblo elegido, y excluye cualquier otro recurso (28,14s; 30,15s). Para Jeremías consiste la incredulidad en “fiarse”, en “poner la confianza” en criaturas (Jer 5,17; 7,4; 8,14; 17,5; 46,25; 49,4). Ezequiel manifiesta la consecuencia de la incredulidad: “Sabréis que yo soy Yahveh cuando muráis” (Ez 6,7; 7,4; 11, 10). La incredulidad se convierte en el endurecimiento que profetizaba Isaías (Is 6,9s): el pueblo, exiliado se ha hecho sordo y ciego (Is 42, 19; 43,8). Pero Yahveh debe suscitar un siervo, al que “cada mañana le despierta el oído” (50,4s): por él se realizará la gran esperanza de los profetas: la incredulidad cesará el día en que “todos serán enseñados por Yahveh” (Jer 31,33s; Is 54,13: Jn 6,45): entonces todos reconocerán que Yahveh es el único Dios (Is 43,10).

II. LA INCREDULIDAD FRENTE A JESUCRISTO.

Sin embargo, Jesús debía antes realizar por su cuenta la profecía relativa al siervo: “¿Quién ha creído en lo que se ha anunciado?” (Is 53.1: cf. Jn 12,38; Rom 10,16). La incredulidad parece triunfar, rechazar la encarnación del Hijo de Dios y su obra redentora.

1. Jesús de Nazaret.

En otro tiempo los profetas hablaban en nombre de Yahveh y se les debía creer; Jesús, en cambio, pone su propia palabra en el mismo plano que la palabra de Dios; no ponerla en práctica es edificar sobre arena, carecer de todo apoyo (Mt 7,24-27). Semejante pretensión parece exorbitante: “bienaventurado aquel para quien no sea yo ocasión de escándalo” (Mt 11,6). En realidad, a su predicación y a sus milagros no responden sino la hipocresía de los fariseos (15,7; 23,13...) y la incredulidad por parte de las ciudades de las orillas del lago (11,20-24), de Jerusalén (23,37s), de la masa de los judíos (8,10ss). El poder de Jesús está incluso ligado por esta incredulidad (13,58) hasta tal punto que Jesús se asombra de su falta de fe (Mc 6,6). Pero esta falta de fe puede ser vencida por el Padre, que es la fuente de la fe: tiene oculto a los ojos de los sabios el misterio de Jesús (Mt 11,25s), pero lo comunica a los muy pequeños que hacen su voluntad y constituyen el resto de Israel, la familia de Jesús (12,46,50).

Pero también entre los creyentes se insinúa la incredulidad, en diferentes grados: algunos se muestran “de poca fe”. Así cuando los discípulos tienen miedo de la tempestad (8,26) o sobre las olas agitadas (14,31); cuando ellos no pueden hacer un milagro, a pesar de haber recibido tal poder (17,17.20; cf. 10,8); cuando se preocupan (cuidado) por el pan que les falta (16,8; cf. 6,24). La oración puede remediar estas flaquezas (Mc 9,24), y Jesús garantiza así la fe de Pedro (Lc 22,32).

2. En presencia del misterio pascual.

La incredulidad llega a su colmo cuando el espíritu debe ceder ante la sabiduría divina, que escoge la cruz como camino para la gloria (1Cor 1.21-24). Al anuncio de la suerte de Jesús, redro cesa de seguir a su maestro para convertirse en un “escándalo” delante de Jesús (Mt 16,23); y cuando llega la hora, lo reniega escandalizado, como lo había anunciado Jesús (26,31-35.69-75). Sin embargo, el discípulo debe llevar esta misma cruz (16,24) si quiere dar testimonio de Jesús ante los tribunales (10,32s). Su testimonio versa, en efecto, sobre la resurrección, cosa apenas creíble (Hech 26,8), que los mismos discípulos no llegaban a creer: hasta tal punto está arraigada la incredulidad en el corazón del hombre (Lc 24,25.37.41; Mt 28,17; Mc 16,11. 13.14).

III. LA INCREDULIDAD DE ISRAEL.

Jesús había anunciado que los constructores habían de desechar la piedra angular (Mt 21,42); la Iglesia naciente lo recuerda con energía (Hech 4,11; 1Pe 2,4.7), atribuyendo la repulsa de Israel unas veces a ignorancia (Hech 3,17; 13.27s), otras a culpabilidad (2,23; 3,13; 10,39). Pero comprueba rápidamente que su predicación, lejos de convertir a Israel, no es acogida por la masa de los judíos. Esta situación nueva es misteriosa, y los teólogos Pablo y Juan van a intentar justificarla.

1. San Pablo y el pueblo incrédulo.

Al comienzo de su predicación, Pablo, heredero del fogoso Esteban (Hech 7,51s), entrega a la ira divina a los judíos incrédulos y perseguidores (1Tes 2,16) considerando que no son ya del resto fiel. Posteriormente, cuando se apacigua el conflicto, cuando los gentiles entran en masa en la fe, examina Pablo el misterio de la incredulidad de su pueblo. Sufre de ella profundamente (Rom 9, 2; 11,13s). Sobre todo, esta negativa global del pueblo elegido parece poner en contingencia a Dios y sus promesas (3,3) y poner en peligro la fe; resuelve el problema en Rom 8-11, no ya en un plano humano, sino ahondando en el misterio de la sabiduría divina. Dios no ha desechado a su pueblo y se mantiene fiel a sus promesas (9,6-29); Dios no ha cesado de “tender las manos a este pueblo rebelde” (10,21) bajo la forma de la predicación apostólica; son los judíos los que se han negado, a fin de hallar la justicia a partir de la ley (9,30-10,21). Pero Dios es quien dirá la última palabra, pues un día cesará el endurecimiento de Israel; así la desobediencia habrá manifestado a todos la infinita misericordia de Dios (11,1-32).

2. San Juan y el judío incrédulo.

Pablo y la Iglesia entera no habían tardado en llamar “incrédulos” o “infieles” no sólo a los paganos, sino probablemente también a los judíos que no compartían la fe en Jesús (1Cor 6,6; 7,12s; 10,27; 14,22s), a los que el dios de este mundo había cegado (2Cor 4,4), con los cuales no hay trato posible (6,14s). Existían, sin embargo, testigos vivos de lo que podía llegar a ser un cristiano si renegaba su fe; “peor que un infiel” (1Tim 5,8). Al paso que Pablo mostraba en Israel incrédulo un testigo de la severidad de Dios (Rom 11, 21s) y de la elección primera (11,16), Juan presentará en el judío que rechazó a Jesús el tipo del incrédulo, el precursor del mundo malo. El pecado de incredulidad consiste en no confesar que Jesús es el Cristo (Jn 2,22s; 4,2s; 5,1-5), en sacar a Dios mentiroso (5,10). El cuarto Evangelio centra la incredulidad en el hecho de negarse a acoger en Jesús de Nazaret la palabra encarnada (Jn 1,11; 6,36) y al redentor de los hombres (6,53); no creer es estar juzgado (3, 18), entregarse a la mentira y al homicidio (8,44), estar abocado a la muerte (8,24). El incrédulo, huyendo así de la luz porque sus obras son malas (3,20), se sume en las tinieblas, se entrega a Satán: una especie de determinismo lleva al endurecimiento. “no puede ya escuchar [la] palabra” de Jesús, es de la raza del maligno (8,43s). Por otra parte Jesús, compensando esta aparente fatalidad de la incredulidad, revela el misterio del atractivo ejercido por el Padre (6.44), el cual se ejercerá con éxito por aquel que, “elevado de la tierra, atraerá a todos los hombres a [sí]” (12.32). Como para Pablo, también para Juan debe ser dominada un día la incredulidad: “Si nosotros somos infieles, [Dios] es fiel” (2Tim 2,13): la existencia cristiana es un descubrimiento renovado cada día, del misterio de Jesús resucitado: “No seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20,27).

XAVIER LÉON-DUFOUR