Justicia.

La palabra justicia evoca en primer lugar un orden jurídico: el juez dicta justicia haciendo respetar la costumbre o la ley. La noción moral es más amplia: la justicia da a cada uno lo que le es debido, aun cuando esto debido no esté fijado por la costumbre o por la ley; en derecho natural, la obligación de justicia se reduce en definitiva a una igualdad que es realizada por el cambio o la distribución. En sentido religioso, es decir, cuando se trata de las relaciones del hombre con Dios, el vocabulario de la justicia no tiene en nuestras lenguas sino aplicaciones limitadas. Es corriente, desde luego, evocar el nombre de Dios como justo juez y llamar juicio a la última confrontación del hombre con Dios. Pero este empleo religioso de las palabras de justicia parece singularmente restringido en comparación con el lenguaje de la Biblia. La palabra, aunque próxima a otros diferentes términos (rectitud, santidad, probidad, perfección, etc.), se halla en el centro de un grupo de vocablos bien delimitado. que en nuestra lengua se traduce regularmente por justo, justicia, justificar, justificación (hebr. sdq: gr. dikaios).

Según una primera corriente de pensamiento que atraviesa toda la Biblia, la justicia es la virtud moral que nosotros conocemos, ampliada hasta designar la observancia integral de todos los mandamientos divinos, pero concebida siempre como un título que se puede hacer valer en justicia delante de Dios. Correlativamente, Dios se muestra justo en cuanto que es modelo de integridad, primero en la función judicial de conducir al pueblo y a los individuos, luego como Dios de la retribución, que castiga y recompensa según las obras. Tal es el objeto de nuestra primera parte: la justicia en la perspectiva del juicio.

Otra corriente del pensamiento bíblico, o quizás una visión más profunda del orden que Dios quiere hacer reinar en la creación, da a la justicia un sentido más amplio y un valor más inmediatamente religioso. La integridad del hombre no es nunca más que el eco y el fruto de la justeza soberana de Dios, de la maravillosa delicadeza con que conduce el universo y colma a sus criaturas. Esta justicia de Dios, que el hombre alcanza por la fe, coincide finalmente con su misericordia y designa como ella unas veces un atributo divino, otras los dones concretos de la salvación que derrama esta generosidad. Esta ampliación del sentido ordinario de nuestra palabra justicia es seguramente perceptible en nuestras versiones de la Biblia, pero este lenguaje hierático no desborda el lenguaje técnico de la teología; al leer Rom 3,25 ¿sospecha el cristiano culto que la justicia revelada por Dios en Jesucristo es exactamente su justicia salvífica, es decir, su misericordiosa fidelidad? En la segunda parte se expondrá esta concepción específicamente bíblica: la justicia en la perspectiva de la misericordia.

A. LA JUSTICIA Y EL JUICIO.

1. LA JUSTICIA HUMANA.

AT.

1. La justicia en la nación.

Ya la antigua legislación israelita exige a los jueces integridad en el ejercicio de su función (Dt 1,16; 16,18.20; Lev 19, 15.36). Igualmente los más antiguos proverbios celebran la justicia del rey (Prov 16,13; 25,5). En textos análogos el “justo” es el que tiene derecho (Éx 23,6-8), o bien, raras veces el juez íntegro (Dt 16,19); éste debe justificar al inocente, es decir, absolverlo o rehabilitarlo en su derecho (Dt 25,1; Prov 17,15).

Los profetas antes del exilio denuncian con frecuencia y vigorosamente la injusticia de los jueces y de los reyes, la opresión de los pobres, y por estos desórdenes anuncian infortunio (Am 5,7; 6,12; Is 5,7.23; Jer 22,13.15). Hacen adquirir con-ciencia de la dimensión moral y religiosa de la injusticia: lo que se percibía como mera violación de reglas o de costumbres se convierte en ultraje a la santidad de un Dios personal. Por eso las injusticias acarrean mucho más que las sanciones habituales: un castigo catastrófico preparado por Dios. Así pues, en los reproches proféticos el justo es todavía el que tiene derecho, pero casi siempre se lo evoca en su condición concreta y en su medio: este inocente es un pobre y un oprimido (Am 2,6; 51,2; Is 5,23; 29,21).

A sus reproches añaden con frecuencia los profetas la exhortación positiva: “practicad el derecho y la justicia” (Os 10,12; Jer 22,3s). Sobre todo, conscientes de la fragilidad de nuestra justicia, aguardan el Mesías futuro como el príncipe íntegro, que ejerce la justicia sin flaquear (Is 9,6; 11,4s; Jer 23,5; cf. Sal 45,4s. 7s; 72,1ss.7).

2. La justicia, fidelidad a la ley.

Ya desde antes del exilio la justicia designa la observancia integral de los preceptos divinos, la conducta conforme a la ley; así aparece en buen número de proverbios (Prov 11,4ss. 19; 12,28), en relatos diversos (Gén 18,17ss) y en Ezequiel (Ez 3,16-21; 18,5-24). Correlativamente, el justo es en los mismos contextos el piadoso, el servidor irreprochable, el amigo de Dios (Prov 12,10; passim; Gén 7,1; 18,23-32; Ez 18,5-26). Esta concepción pietista de la justicia es muy perceptible, después del exilio, en las lamentaciones (Sal 18,21.25; justicia de los fariseos; el Mesías, todavía mejor que los grandes profetas, denuncia en la observancia hipócrita una religión humana y soberbia (Mt 23). Inversamente, el discurso inaugural define la verdadera justicia, la de los discípulos (Mt 5, 17-48; 6,1-18). Así la vida del discípulo, liberada de una concepción estrecha y literal de los preceptos, es todavía una justicia, es decir, una fidelidad a leyes, pero éstas, en su nueva promulgación por Jesús, vuelven al espíritu del mosaísmo, la pura y perfecta voluntad de Dios.

2. El cristianismo apostólico.

Tampoco aquí ocupa la justicia en sentido estricto el centro de las preocupaciones. El mundo de la Iglesia naciente se parece todavía menos que el de los Evangelios a la comunidad de Israel. Los problemas de la Iglesia son en primer lugar los de la incredulidad de los judíos y de la idolatría de los paganos, más bien que las cuestiones de justicia social. Sin embargo, cuando la ocasión se presenta, aparece viva la preocupación por la justicia (1Tim 6,11; 2Tim 2,22).

Igualmente nos hallamos con la justicia-santidad. La piedad legal de un José (Mt 1,19), de un Simeón (Lc 2,25), los disponía a recibir la revelación mesiánica (cf. Mt 13,17). Mateo, al escribir que Jesús con ocasión de su bautismo “cumple toda justicia”, parece ya anunciar un tema mayor de su Evangelio: Jesús lleva a su perfección la justicia antigua, es decir, la religión de la ley (Mt 3,15). La versión mateana de las bienaventuranzas muestra en el cristianismo una forma renovada de la piedad judía (5,6.10): la justicia que hay que desear y por la que hay que sufrir parece ser la fidelidad a una regla de vida que es sencillamente una ley. Finalmente, al igual que en el AT, la justicia cristiana no de-signa sólo una observancia, sino también su recompensa; la justicia viene a ser un fruto (Flp 1,11; Heb 12,11; Sant 3,18), una corona (2Tim 4,8), es como la sustancia de la vida eterna (2Pe 3,13).

II. LA JUSTICIA DIVINA.

AT.

Antiguos poemas guerreros o religiosos celebran la justicia divina en sentido concreto: unas veces juicio punitivo contra los enemigos de Israel (Dt 33,21), otras veces (particularmente en plural: las justicias) liberaciones otorgadas al pueblo elegido (Jue 5,11; 1Sa 12,6s; Miq 6,3s). Los profetas usan el mismo lenguaje y lo profundizan. Dios dirige sus castigos, su justicia, no tanto contra los enemigos del pueblo cuanto contra los pecadores, incluso israelitas (Am 5,24; Is 5,16; 10,22...). Por otra parte, la justicia de Dios es también el juicio favorable, es decir, la liberación del que tiene derecho (Jer 9,23; 11,20; 23, 6); de donde también el empleo correspondiente de “justificar” (1Re 8, 32). El mismo doble sentido se descubre en las lamentaciones. El que se queja, unas veces suplica a Dios que en su fidelidad quiera liberarle (Sal 71,1s), otras confiesa que Dios, al castigarle, ha revelado su incorruptible justicia (Dan 9,6s; Bar 1,15; 2,6) y se ha mostrado justo (Esd 9,15; Neh 9,32s; Dan 9,14). En los himnos, como es natural, se celebra sobre todo el aspecto favorable de la justicia. (Sal 7,18; 9,5; 96,13); el Dios justo es el Dios clemente (Sal 116,5s; 129,3s).

NT.

El NT, contrariamente a los profetas y a los salmistas, apenas si concede lugar a las intervenciones de la justicia judicial de Dios en la vida del fiel o de la comunidad. Concentra más bien su atención en el juicio final. Es obvio que en este juicio supremo se muestre Dios justo; sin embargo, el vocabulario de justicia es bastante esporádico. Es que subsisten afirmaciones de tipo judío sobre el juicio. Sin embargo, la disputa de Antioquía marca un cambio decisivo de derrotero: en Gál 2,11-21 opone Pablo dos sistemas de justificación y da al verbo “ser justificado” su cuño cristiano. “Nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de ser justificados a causa de la fe en Cristo y no a causa de las obras de la ley” (Gál 2,16). Con esto la noción de justicia cambia completamente. Ahora ya el hombre cree en Dios, y Dios le “justifica”, es decir, le asegura la salvación por la fe y por la unión a Cristo. Ahora ya la palabra “justicia” y sus derivados designarán las realidades cristianas de la salvación. En efecto, la certeza de la benevolencia divina se adquiere de manera tangible: el espíritu (Gál 3,2), la vida (2,19ss) certifican la justificación y al mismo tiempo la constituyen. El centro de interés se ha desplazado del juicio final a una justicia considerada como un estado presente, pero que, por lo demás, no deja de ser escatológico, pues anticipa los bienes celestes.

II. LA JUSTICIA DIVINA.

AT.

Al ejercer Dios su justicia judicial, las más de las veces libera a los oprimidos. Por sí misma esta liberación no se sale del marco de la justicia judicial, pero al percibirse como un beneficio ofrece un punto de partida para una concepción más rica de la justicia de Dios. Por otra parte, el AT había vislumbrado que el hombre no puede conquistar el favor divino por su propia justicia y que vale más la fe para hacerse agradable a Yahveh; es otro punto de apoyo para una concepción de la justicia de Dios como testimonio de misericordia, y una vía de acceso al misterio de la justificación.

El desarrollo se inicia muy pronto. Según el Dt, Dios fno se contenta con hacer justicia al huérfano: ama al extranjero y le da alimento y vestidos (Dt 10,18). En Os 2,21 promete Dios desposarse con su pueblo “en la justicia y en el juicio, en la gracia y en la ternura”. Se da el caso de que el que se queja en las lamentaciones, haciendo llamamiento a la justicia divina, aguarde mucho más que una justa sentencia: “en tu justicia dame la vida” (Sal 119,40.106. 123; 36,11); más aún: espera una justicia que es perdón del pecado (Sal 51,16; Dan 9,16); ahora bien, justificar al pecador es un acto paradójico y hasta contrario a la doctrina judicial, donde la justificación del culpable es precisamente la falta por excelencia. En diversos himnos del salterio se percibe una paradoja análoga: Dios manifiesta su justicia con beneficios gratuitos, a veces universales, que superan en todos los sentidos lo que el hombre tiene derecho a esperar (Sal 65,6; 111,3; 145, 7.17; cf. Neh 9,8).

En Is 40-66 la expresión “justicia de Dios” adquiere un relieve y un alcance que anuncian el gran tema paulino. En estos capítulos la justicia de Dios es unas veces la salvación del pueblo cautivo, otras el atributo divino de misericordia o de fidelidad. Esta salvación es un don, que rebasa con mucho la idea de liberación o de recompensa; comporta la concesión de bienes celestiales, tales como la paz y la gloria, a un pueblo que no tiene más “mérito” que el de ser el elegido de Yahveh (Is 45,22ss; 46,12s; 51,1ss.5.8; 54,17; 56, 1; 59,9); toda la raza de Israel será justificada, es decir, glorificada (45, 25). Así Dios se muestra justo en cuanto que manifiesta su misericordia y realiza graciosamente sus promesas (41,2.10; 42,6.21; 45,13.19ss).

NT.

1. Jesús.

Para expresar la gran revelación de la salvación divina realizada por su venida al mundo, no habla Jesús, como lo había hecho el segundo Isaías, como lo hará san Pablo, de una manifestación de la justicia de Dios, sino recurre a la expresión equivalente de reino de los cielos. El cristianismo no paulino, que quedó próximo al lenguaje de Jesús, no expresó tampoco por el término “justicia de Dios” la revelación actual de la gracia divina en Jesucristo.

2. San Pablo.

El tema, en cambio, es desarrollado por Pablo con la claridad que sabemos. Pero no precisamente al comienzo de su ministerio: las epístolas a los Tesalonicenses y a los Gálatas no lo mencionan. El primer mensaje paulino de la salvación, conforme en esto con toda la predicación primitiva, es estrictamente escatológico (1Tes 1,10). En él se pone el acento ciertamente en la liberación más que en la ira, pero esta liberación es más bien el aspecto favorable de un juicio, y por consiguiente no se sale todavía de los marcos de la justicia judicial de Dios. Sin embargo, las controversias con los judeocristianos habían inducido a Pablo a definir la verdadera justicia como una gracia otorgada actualmente. Esto es lo que le lleva a definir en la carta a los Romanos esta vida cristiana como justicia de Dios: la expresión tiene la ventaja de conservar algo del sentido escatológico que primitivamente se da a la salvación y al reino, y al mismo tiempo la de subrayar, puesto que debe oponerse a la justicia de las obras, que es también una gracia presente. La justicia de Dios es, pues, la gracia divina, de por sí escatológica y hasta apocalíptica, pero anticipada realmente, y desde ahora ya, en la vida cristiana. Pablo dirá que la justicia de Dios desciende del cielo (Rom 1, 17; 3,21s; 10,3) y viene a transformar a la humanidad; es un bien que pertenece por esencia a Dios y que se hace nuestro sin dejar de ser una cosa del cielo.

Al mismo tiempo sobreentiende Pablo que esta comunicación de justicia se funda en la fidelidad de Dios a su alianza, es decir, en definitiva en su misericordia. Este pensamiento se expresa más raras veces explícitamente, y de ahí el segundo sentido paulino de la “justicia de Dios”: el atributo divino de la misericordia. Esto aparece en Rom 3, 25s: “Dios muestra su justicia en los tiempos presentes a fin de ser justo y de justificar a todo el que tiene fe en Jesús.” Y en Rom 10,3 se asocian las dos acepciones: “Desconociendo la justicia de Dios [el don otorgado a los cristianos], y tratando de establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios [la voluntad salvífica].”

El mensaje bíblico sobre la justicia ofrece un aspecto doble. Por razón del juicio divino que se ejerce a lo largo de la historia, el hombre debe “hacer la justicia”; este deber se percibe en forma cada vez más interior, hasta llegar a una “adoración en espíritu y en verdad”. En la perspectiva del designio de salvación comprende el hombre, por otra parte, que no puede conquistar esta justicia por sus propias obras, sino que la recibe como don de la gracia. En definitiva, la justicia de Dios no puede reducirse al ejercicio de un juicio, sino que ante todo es misericordiosa fidelidad a una voluntad de salvación; crea en el hombre la justicia que exige de él.

ALBERT DESCAMPS