Justificación
Ser justificado es normalmente hacer uno que triunfe su causa sobre la de un adversario, hacer que resplandezca su derecho. Pero no es necesario que esto suceda delante de un tribunal ni que el adversario sea un enemigo. El campo de la justicia es incomparablemente más vasto que el de la ley y hasta que el de las costumbres. Toda relación humana comporta su justicia, su norma propia: respetarla es tratar a cada uno de aquellos con quienes uno está en contacto con el matiz exacto que le conviene, y que no está determinado únicamente al exterior por su gesto en la sociedad y por los gestos que realiza, sino también y más profundamente por su ser mismo, sus dotes y sus necesidades. Ser justo es hallar la actitud exacta que conviene adoptar con cada uno; ser justificado es, en caso de prueba o de debate, demostrar uno no tanto su inocencia cuanto la justeza de todo su comportamiento, es hacer que resplandezca su propia justicia.
1. SER JUSTIFICADO DELANTE DE DIOS.
Querer ser justificado delante de Dios, pretender tener razón contra él parece una cosa impensable; lejos de aventurarse a ello, teme uno sobre todo que Dios mismo tome la iniciativa de una discusión cuyo resultado es de antemano fatal: “No entres en juicio con tu servidor; ningún viviente será justificado delante de ti” (Sal 143,2), porque “si tú retienes las faltas.... ¿quién, pues, subsistirá?” (Sal 130,3). La sabiduría está en confesar uno su pecado y, en silencio, dejar que Dios haga brillar su justicia: “Tú eres justo cuando juzgas” (Sal 51,6).
En el fondo, lo extraño no es que el hombre nunca sea justificado delante de Dios, sino más bien que pueda concebir esta idea y que la Biblia no parezca hallarla monstruosa. Job sabe, sí, que “el hombre no puede tener razón contra Dios” (Job 9,2), que “él no es un hombre...” y que es “imposible discutir, comparecer juntos en justicia” (9,32); sin embargo, no puede renunciar a “proceder en justicia, consciente de estar en [su] derecho” (13,18s). Una vez que Dios es justo, Job no tiene nada que temer de esta confrontación, en la que “Dios hallaría en su adversario a un hombre recto” y Job “haría triunfar [su] causa” (23,7). En realidad Dios mismo, aun reduciendo a Job al silencio, si bien lo convence de necedad y de ligereza (38, 2; 40,4), no por eso le quita la razón en el fondo. Y en la fe de Abraahm reconoce un gesto por el que el patriarca, aunque no adquiere una ventaja para con él, por lo menos responde exactamente a lo que de él esperaba (Gén 15,6).
Así pues, el AT plantea la justificación del hombre ante Dios a la vez como una hipótesis irrealizable y como una situación para la que ha sido hecho el hombre. Dios es justo, lo cual quiere decir que nunca le falta la razón y que nadie puede disputar con él (Is 29,16; Jer 12,1), pero esto quiere quizá también decir que, sabiendo de qué barro nos ha hecho y para qué comunión nos ha creado, no renuncia, precisamente en nombre de su justicia y por consideración para con la criatura, a hacerla capaz de ser delante de él lo que exactamente debe ser, justa.
II. JUSTIFICADOS EN JESUCRISTO.
1. Ineficacia de la ley.
Lo que el AT deja quizá presentir, el legalismo judío en que había sido educado el fariseo Pablo creía seguramente, si ya no poderlo alcanzar, por lo menos deber tender a ello: puesto que la ley es la expresión de la voluntad de Dios y la ley está al alcance del hombre (cf. Dt 30,11 -en realidad, al alcance de su inteligencia: inteligible y fácil de conocer) -, basta que el hombre la observe íntegramente para que pueda presentarse delante de Dios y ser justificado. El error del fariseo está no en este sueño de poder tratar a Dios según la justicia, como merece ser tratado; el error está en la ilusión de creer poder lograrlo por sus propios recursos, en querer sacar de sí mismo la actitud que alcanza a Dios y que Dios espera de nosotros. Esta perversión esencial del corazón que quiere tener “el decreto de gloriarse delante de Dios” (Rom 3,27), se traduce por un error fundamental en la interpretación de la alianza, que disocia la ley y las promesas, que ve en la ley el medio de ser justo delante de Dios y olvida que esta misma fidelidad no puede ser sino la obra de Dios, el cumplimiento de su palabra.
2. Jesucristo.
Ahora bien. Jesucristo fue realmente “el justo” (Hech 3,14); fue delante de Dios exactamente lo que Dios esperaba, el siervo en el que el Padre pudo al fin complacerse (Is 42,1; Mt 3,17); supo “cumplir toda justicia” hasta el fin (Mt 3,15) y murió para que Dios fuera glorificado (Jn 17,1-4), es decir, apareciera delante del mundo con toda su grandeza y su mérito, digno de todos los sacrificios y capaz de ser amado más que nada (in 14.31). En esta muerte, que apareció como la de un reprobado (Is 53,4; Mt 27,43-46), halló Jesús en realidad su justificación, el reconocimiento por Dios de la obra realizada (Jn 16,10), que Dios mismo proclamó resucitándolo y poniéndolo en plena posesión del Espíritu (1Tim 3,16).
3. La gracia.
Pero la resurrección de Jesucristotiene por fin “nuestra justificación” (Rom 4,25). Lo que no podía operar la ley y que, por el contrario, mostraba como categóricamente descartado, es un don que nos hace la gracia de Dios en la redención de Cristo (Rom 4,23s). Este don no es un mero “como sí”, una condescendencia indulgente por la que Dios, viendo a su Hijo único perfectamente justificado ante él, consintiera en considerarnos como justificados por razón de nuestros vínculos con él. Para designar un simple veredicto de gracia y de absolución no habría empleado san Pablo la palabra justificación, que significa, por el contrario, el reconocimiento positivo del derecho puesto en litigio, la confirmación de la justeza de la posición adoptada. El gesto por el que Dios nos justifica, no lo habría atribuido a su justicia, sino a su pura misericordia. Ahora bien, la verdad es que en Cristo “quiso Dios mostrar su grandeza y su mérito, digno de justificar a todo el que invoca su fe en Jesús” (Rom 3,26).
4. Hijos de Dios.
Evidentemente. Dios manifiesta su justicia primero para con su Hijo “entregado por nuestras culpas” (Rom 4,25) y que, por su obediencia y su justicia, mereció para una multitud la justificación y la justicia (Rom 5,16-19). Pero el que Dios otorgue a Jesucristo merecer nuestra justificación no quiere decir que en atención a él consienta en tratarnos como a justos: esto quiere decir que en Jesucristo nos hace capaces de adoptar la actitud exacta que espera de nosotros, de tratarle como se merece, de darle efectivamente la justicia a que tiene derecho, en una palabra, de ser realmente justificados delante de él. Así Dios es justo consigo mismo, sin rebajar nada del honor y de la gloria a que tiene derecho, y es justo con sus criaturas, a las que concede, por pura gracia, pero por una gracia que las afecta en lo más profundo de ellas mismas, hallar para con él la actitud justa, tratarle como quien es, el Padre, es decir, ser realmente sus hijos (Rom 8,14-17; IJn 3,1s).
III. JUSTIFICADOS POR LA FE.
Esta regeneración interior por la que Dios nos justifica no tiene nada de transformación mágica; se efectúa realmente en nosotros, en nuestros gestos y en nuestras reacciones, pero desposeyéndonos de nuestro apego a nosotros mismos, de nuestra propia gloria (cf. Jn 7,18), y ligándonos a Cristo en la fe (Rom 3,28ss). En efecto, creer en Jesucristo es reconocer en él al que el Padre ha enviado, es prestar adhesión a sus palabras, es arriesgarlo todo por su reino, es “consentir en perderlo todo... a fin de ganar a Cristo”, en sacrificar uno “[su] propia justicia, la que viene de la ley” para recibir “la justicia... que viene de Dios y se apoya en la fe” (Flp 3,8s). Creer en Jesucristo es “reconocer el amor que Dios nos tiene” y confesar que “Dios es Amor” (Jn 4,16), es llegar al centro de su misterio, ser justo.
JACQUES GUILLET