Labios.

Los labios, hilo de escarlata sobre el rostro de la amada (Cant 4,3), destilan la miel untuosa de la palabra (4,11), son incluso la palabra (Job 16,5) en estado naciente. A diferencia de la lengua, órgano activo que sirve para hablar, los labios y la boca esperan que se los abra para expresar el fondo del corazón:

1. Los labios y el corazón.

Los labios están al servicio del corazón, bueno o malo (Prov 10,32; 15,7; 24,2). Revelan sus cualidades: la gracia del rey ideal (Sal 45,3) o el reclamo engañoso de la extranjero (Prov 5,3; 7,21). En el pecador se ponen al servicio de la doblez, con su cortejo de mentira, de artimañas y de calumnia (Prov 4,24; 12, 22; Sal 120,2; Eclo 51,2); pueden incluso ocultar tras un rostro placentero la maldad íntima: “Barniz sobre vasija de barro son los labios lisonjeros con corazón malvado” (Prov 26,23). Doblez que afecta al diálogo con Dios: “este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15,8 = Is 29,31).

En oposición con esta doblez, se diseña el ideal de aquel cuyos labios son siempre sinceros y justos (Sal 17,1; Prov 10,18-21; 23,15s). Pero para guardarlos así de toda palabra embustera (Sal 34,14 = 1Pe 3,10), es preciso que Dios mismo los instruya (Prov 22,17s); es preciso que estén colgados de los labios de Dios con la obediencia y la fidelidad (Sal 17,4; Job 23,12): “Pon, Señor, guardia en mi boca y vela a la puerta de mis labios” (Sal 141,3; cf. Eclo 22,27s).

2. ¡Señor, abre mis labios!

Para obtener la gracia de la sencillez en el diálogo con otros sabe el salmista que necesita recurrir a Dios. Pero frente a Dios el hombre sólo puede confesar su profunda corrupción: “¡Ay de mí!, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, vivo en medio de un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al rey, Yahveh Sabaot” (Is 6, 5). Sabe que debe glorificar y aclamar a Dios (cf. Sal 63,4.6), ofrecer una alabanza auténtica (Os 14,3), pero conoce también su impureza radical. No aguarda sencillamente a que Dios se digne abrirle los labios para dar una respuesta (Job 11,5): para que se le quite el pecado, sus labios deben ser purificados por el fuego (Is 6,6). En efecto, en su día “hará [Dios] a los pueblos labios puros” (Sof 3,9), como creará en ellos un corazón nuevo (Ez 36,26). Hoy tal esperanza se realiza en Jesucristo, “por el que podemos ofrecer un sacrificio de alabanza en todo tiempo, es decir, el fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb 13,15).

Así pues, con la certeza de ser escuchado puede cada cual hacer esta oración: “Señor, abre mis labios, y mi boca anunciará tu alabanza” (Sal 51,17).

COLOMBÁN LESQUIVIT y XAVIER LÉON-DUFOUR