Luz y tinieblas.
El tema de la luz atraviesa toda la revelación bíblica. La separación de la luz y de las tinieblas fue el primer acto del Creador (Gén 1,3s). Al final de la historia de la salvación la nueva creación (Ap 21,5) tendrá a Dios mismo por luz (21,23). De la luz física que alterna acá abajo con la sombra de la noche se pasará así a la luz sin ocaso que es Dios mismo (1Jn 1,5). La historia misma que se desarrolla en el ínterin toma la forma de un conflicto en que se enfrentan la luz y las tinieblas, enfrentamiento idéntico al de la vida y de la muerte (cf. In 1,4s). No hay una metafísica dualista que venga a cristalizar esta visión dramática del mundo, como sucede en el pensamiento iranio. Pero no por eso deja de ser el hombre objeto del conflicto: su suerte final se define en términos de luz y de tinieblas como en términos de vida y de muerte. El tema ocupa, pues, un puesto central entre los simbolismos religiosos a que recurre la Escritura.
AT.
I. EL DIOS DE LUZ.
1. El creador de la luz.
La luz, como todo lo demás, no existe sino como criatura de Dios: luz del día, que emergió del caos original (Gén 1,1-5); luz de los astros que iluminan la tierra día y noche (1,14-19). Dios la envía y la vuelve a llamar, y ella obedece temblando (Bar 3,33). Por lo demás, las tinieblas que alternan con ella se hallan en la misma situación, pues el mismo Dios “hace la luz y las tinieblas” (Is 45,7; Am 4, 13 LXX). Por eso luz y tinieblas cantan el mismo cántico en alabanza del Creador (Sal 19,2s; 148,3; Dan 3,71s). Toda concepción mítica queda así radicalmente eliminada; pero esto no es obstáculo para que la luz y las tinieblas tengan un significado simbólico.
2. El Dios vestido de luz.
En efecto, como las otras criaturas, la luz es un signo que manifiesta visiblemente algo de Dios. Es como el reflejo de su gloria. Por este título forma parte del aparato literario que sirve para evocar las teofanías. Es el vestido en que Dios se envuelve (Sal 104,2). Cuando aparece, “su resplandor es semejante al día, de sus manos salen rayos” (Hab 3,3s). La bóveda celestial, sobre la que reposa su trono, es resplandeciente como el cristal (Éx 24,10; Ez 1,22). Otras veces se le representa rodeado de fuego (Gén 15,17; Éx 19,18; 24,17; Sal 18,9; 50,3) o lanzando los relámpagos de la tormenta (Ez 1,13; Sal 18.15). Todos estos cuadros simbólicos establecen un nexo entre la presencia divina y la impresión que hace al hombre una luz deslumbradora. En cuanto a las tinieblas, no excluyen la presencia de Dios, puesto que él las sondea y ve lo que acaece en ellas (Sal 139, lis; Dan 2,22). Sin embargo, la tiniebla por excelencia, la del seol, es un lugar en el que los hombres son “arrancados de su mano” (Sal 88,6s. 13). En la oscuridad ve, pues, Dios sin dejarse ver, está presente sin entregarse.
3. Dios es luz.
No obstante este recurso al simbolismo de la luz, antes del libro de la Sabiduría no se aplicará a la esencia divina. La sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es “un reflejo de la luz eterna”, superior a toda luz creada (Sab 7,27.29s). El simbolismo alcanza aquí un grado de desarrollo, del que el NT se servirá más copiosamente.
II. LA LUZ, DON DE DIOS.
1. La luz de los vivos.
“La luz es suave, y a los ojos agrada ver el sol” (Ecl 11,7). Todo hombre ha pasado por esta experiencia. De ahí una asociación estrecha entre la luz y la vida: nacer es “ver la luz” (Job 3,16; Sal 58,9). El ciego que no ve la “luz de Dios” (Tob 3,17; 11,8) tiene un gusto anticipado de la muerte (5,11s); viceversa, el enfermo al que libra Dios de la muerte se regocija de ver brillar de nuevo en sí mismo “la luz de los vivos” (Joz 33,30; Sal 56,14), puesto que el seol es el reino de las tinieblas (Sal 88,13). Luz y tinieblas tienen así para el hombre valores opuestos que fundan su simbolismo.
2. Simbolismo de la luz.
En primer lugar, la luz de las teofanías comporta un significado existencial para los que son agraciados con ellas, sea que subraye la majestad de un Dios hecho familiar (Éx 24,10s), sea que haga sentir su carácter temeroso (Hab 3,3s). A esta evocación misteriosa de la presencia divina, la metáfora del rostro luminoso añade una nota tranquilizadora de benevolencia (Sal 4,7: 31,17; 89.16; Núm 6,24ss; cf. Prov 16,15). Ahora bien, la presencia de Dios al hombre es sobre todo una presencia tutelar. Con su ley ilumina Dios los pasos del hombre (Prov 6,23; Sal 119,105); es también la lámpara que le guía (Job 29.3; Sal 18,29). Librándolo del peligro ilumina sus ojos (Sal 13,4); es así su luz y su salvación (Sal 27,1). Finalmente, si el hombre es justo, le conduce hacia el gozo de un día luminoso (Is 58,10; Sal 36,10; 97,11; 112,4), mientras que el malvado tropieza en las tinieblas (Is 59,9s) y ve extinguirse su lámpara (Prov 13,9; 24,20: Job 18,Ss). Luz y tinieblas representan así finalmente las dos suertes que aguardan al hombre, la felicidad y la desgracia.
3. Promesa de la luz.
No tiene, pues, nada de extraño hallar el simbolismo de la luz y de las tinieblas en los profetas, en perspectiva escatológica. Las tinieblas, azote amenazador que experimentaron los egipcios (Éx 10,21...), constituyen uno de los signos anunciadores del día de Yahveh (Is 13,10; Jer 4,23; 13, 16; Ez 32,7; Am 8,9; Jl 2,10; 3,4; 4,15): para un mundo pecador éste será tinieblas y no luz (Am 5,18; cf. Is 8,21ss).
Sin embargo, el día de Yahveh debe tener también otra faz, de gozo y de liberación, para el resto de los justos humillado y angustiado; entonces, “el pueblo que caminaba en las tinieblas verá una gran luz” (Is 9,1; 42,7; 49,9; Miq 7,8s). La imagen tiene un alcance obvio y da lugar a múltiples aplicaciones. Hace pensar primero en la claridad de un día maravilloso (Is 30,26), sin alternancia de día y de noche (Zac 14,7), iluminado por el “sol de justicia” (Mal 3,20).
No obstante, el alba que amanecerá para la nueva Jerusalén (Is 60,1ss) será de otra naturaleza que la del tiempo actual: es el Dios vivo el que personalmente iluminará a los suyos (60,19s). Su ley alumbrará a los pueblos (Is 2,5; 51,4; Bar 4,2); su siervo será la luz de las naciones (Is 42,6; 49,6).
Para los justos y los pecadores se reproducirán así en el día supremo las dos suertes de las que la historia del Éxodo ofreció un ejemplo llamativo: las tinieblas para los impíos, pero para los santos la plena luz (Sab 17,1-18,4). Éstos resplandecerán como el cielo y los astros, mientras que los impíos permanecerán para siempre en el horror del oscuro:Seo( (Dan 12,3; cf. Sab 3,7). La perspectiva va a dar en un mundo transfigurado a la imagen del Dios de luz.
NT.
1. CRISTO, LUZ DEL MUNDO.
1. Cumplimiento de la promesa.
En el NT la luz escatológica prometida por los profetas ha venido a ser realidad: cuando Jesús comienza a predicar en Galilea se cumple el oráculo de Is 9,1 (Mt 4,16). Cuando resucita según las profecías es para “anunciar la luz al pueblo y a las naciones paganas” (Hech 26,23). Así los cánticos conservados por Lucas saludan en él desde la infancia al sol naciente que debe iluminar a los que están en las tinieblas (Lc 1,78s; cf. Mal 3,20; Is 9,1; 42,7), la luz que debe iluminar a las naciones (Lc 2,32; cf. Is 42,6; 49,6). La vocación del apóstol Pablo, anunciador del Evangelio entre los paganos, se inscribirá en la línea de los mismos textos proféticos (Hech 13,47; 26,18).
2. Cristo revelado como luz.
Sin embargo, por sus actos y sus palabras se ve a Jesús revelarse como luz del mundo. Las curaciones de ciegos (cf. Mc 8,22-26) tienen en este punto un significado particular, como lo subraya Juan refiriendo el episodio del ciego de nacimiento (Jn 9). Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo” (9,5). En otro lugar comenta: “El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12); “yo, la luz, vine al mundo para que quien creyere en mí no camine en las tinieblas” (12,46). Su acción iluminadora dimana de lo que él es en sí mismo: la palabra misma de Dios, vida y luz de los hombres, luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (1,4.9). Así el drama que se crea en torno a él es un enfrentamiento de la luz y de las tinieblas: la luz brilla en las tinieblas (1,4), y el mundo malo se esfuerza por sofocarla, pues los hombres prefieren las tinieblas a la luz cuando sus obras son malas (3,19). Finalmente, a la hora de la pasión, cuando Judas sale del cenáculo, para entregar a Jesús, Juan nota intencionadamente: “Era de noche” (13, 30); y Jesús al ser arrestado declara: “Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Lc 22,53).
3. Cristo transfigurado.
Mientras Jesús vivió en la tierra, la luz divina que llevaba en sí estuvo velada bajo la humildad de su carne. Hay, sin embargo, una circunstancia en la que se hace perceptible a testigos privilegiados en una visión excepcional: la transfiguración. Este rostro que resplandece, estos vestidos deslumbradores como la luz (Mt 17,2 p) no pertenecen ya a la condición mortal de los hombres: anticipan el estado de Cristo resucitado, que aparecerá a Pablo en una luz fulgurante (Hech 9,3; 22,6; 26,13); forman parte del simbolismo propio de las teofanías del AT.
En efecto, la luz que resplandece en el rostro de Cristo es la de la gloria de Dios mismo (cf. 2Cor 4,6): en calidad de Hijo de Dios es “el resplandor de su gloria” (Heb 1,3). Así a través de Cristo luz se revela algo de la esencia divina. No sólo Dios “habita una luz inaccesible” (1Tim 6,16); no sólo se le puede llamar “el Padre de las luces” (Sant 1,17), sino que, como lo explica san Juan, “él mismo es luz, y en él no hay tinieblas” (1Jn 1,5). Por eso todo lo que es luz proviene de él, desde la creación de la luz física el primer día (cf. Jn 1,4), hasta la iluminación de nuestros corazones por la luz de Cristo (2Cor 4,6). Y todo lo que es extraño a esta luz pertenece al reino de las tinieblas: tinieblas de la noche, tinieblas del seol y de la muerte, tinieblas de Satán.
II. Los HIJOS DE LUZ.
1. Los hombres entre las tinieblas y la luz.
La revelación de Jesús como luz del mundo da un relieve cierto a la antítesis de las tinieblas y de la luz, no en una perspectiva metafísica, sino en un plano moral: la luz califica la esfera de Dios y de Cristo como la del bien y de la justicia, las tinieblas califican la esfera de Satán como la del mal y de la impiedad (cf. 2Cor 6,14s), aun cuando Satán, para seducir al hombre, se disfrace a veces de ángel de luz (11,14). El hombre se halla cogido entre las dos y le es preciso escoger, de modo que sea “hijo de las -tinieblas” o “hijo de luz”. La secta de Qumrán recurría ya a esta representación para describir la guerra escatológica. Jesús se sirve de ella para distinguir el mundo presente del reino que él inaugura: los hombres se dividen a sus ojos en “hijos de este mundo” e “hijos de luz” (Lc 16,8). Entre unos y otros se opera una división cuando aparece Cristo-luz: los que hacen el mal huyen de la luz para que no sean descubiertas sus obras; los que obran en la verdad vienen a la luz (Jn 3,19ss) y creen en la luz para ser hijos de luz (Jn 12,36).
2. De las tinieblas a la luz.
Todos los hombres pertenecen por nacimiento al reino de las tinieblas, particularmente los paganos “en sus pensamientos entenebrecidos” (Ef 4, 18). Dios es quien “nos llamó de las tinieblas a su admirable luz” (1Pe 2,9). Sustrayéndonos al imperio de las tinieblas nos transfirio al reino de su Hijo para que compartiéramos la suerte de los santos en la luz (Col 1,12s): gracia decisiva, experimentada en el momento del bautismo, cuando “Cristo brilló sobre nosotros” (Ef 5,14).
En otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor (Ef 5,8). Esto determina para nosotros una línea de conducta: “vivir como hijos de la luz” (Ef 5,8; cf. 1Tes 5,5).
La vida de los hijos de luz. Era ya una recomendación de Jesús (cf. Jn 12,35s): importa que el hombre no deje oscurecer su luz interior, y también que vele sobre su ojo, lámpara de su cuerpo (Mt 6,22s p). En Pablo se hace, habitual la recomendación. Hay que revestirse las armas de luz y desechar las obras de tinieblas (Rom 13,12s), no sea que nos sorprenda el día del Señor (1Tes 5,4-8).
Toda la moral entra fácilmente en esta perspectiva: el “fruto de la luz” es todo lo que es bueno, justo y verdadero; las “obras estériles de las tinieblas” comprenden los pecados de todas clases (Ef 5,9-14). Juan no habla de otra manera. Hay que “caminar en la luz” para estar en comunión con Dios, que es luz (1Jn 1,5ss). El criterio es el amor fraterno: en esto se reconoce si está uno en las tinieblas o en la luz (2,8-11).
El que vive así, como verdadero hijo de luz, hace irradiar entre los hombres la luz divina, de la que ha venido a ser depositario. Hecho a su vez luz del mundo (Mt 5,14ss), responde a la misión que le ha dado Cristo.
Hacia la luz eterna. El hombre, caminando por tal camino, puede esperar la maravillosa transfiguración que Dios ha prometido a los justos en su reino (Mt 13.43). En efecto, la Jerusalén celestial, adonde llegará finalmente, reflejará en sí misma la luz divina, conforme a los textos proféticos (Ap 21,23ss; cf. ls 60): entonces los elegidos, contemplando la faz de Dios, serán iluminados por esta luz (Ap 22,4s). Tal es la esperanza de los hijos de luz: tal es también la oración que la Iglesia dirige a Dios por los que de ellos han dejado ya la tierra: lux perpetua luceat eis! Ne candant in obscurum, sed signifer sanctus Michael rapraesentet eas ín lucem sanctam! (Ofertorio de la Misa de difuntos.)
ANDRÉ FEUILLET y PIERRE GRELOT