Misión.
La idea de una misión divina no es completamente extraña a las religiones no cristianas. Sin hablar de Mahoma, “enviado de Dios”, que pretende suceder a los profetas bíblicos, se la encuentra en cierto grado en el paganismo griego. Epicteto se considera como “el enviado, el inspector, el heraldo de los dioses”, “enviado por el dios para ejemplo”: para reanimar en los hombres con su enseñanza y su testimonio la centella divina que hay en ellos, estima haber recibido una misión del cielo. Igualmente en el hermetismo el iniciado tiene la misión de convertirse en “guía de los que son dignos, para que el género humano sea por su medio salvado por Dios”. Pero en la revelación bíblica la idea de misión tiene unas coordenadas muy diferentes. Es totalmente relativa a la historia de la salvación. Implica un llamamiento positivo de Dios manifestado explícitamente en cada caso particular. Se aplica tanto a colectividades como a individuos. En conexión con las ideas de predestinación y de vocación, se traduce en un vocabulario que gravita en torno al verbo “enviar”.
AT.
I. LOS ENVIADOS DE DIOS.
1. En el caso de los profetas (cf. Jer 7,25) - el primero de los cuales es Moisés- es donde más al vivo se puede percibir la misión divina. “Yo te envío”: esta palabra está en el centro de toda vocación profética (cf. Éx 3,10; Jer 1,7; Ez 2,3s; 3,4s). Al llamamiento de Dios responde cada uno según su temperamento personal: Isaías se ofrece (“Aquí estoy, envíame”, Is 6,8); Jeremías pone objeciones (Jer 1,6); Moisés pide signos que acrediten su misión (Éx 3,115), trata de rehusarla (4,13), se queja amargamente (5,22). Pero todos al fin obedecen (cf. Am 7,14s), si se exceptúa el caso de Jonás (Jon 1,1ss). Esta conciencia de una misión personal recibida de Dios es un rasgo esencial del verdadero profeta. Lo distingue de los que dicen: “¡Palabra de Dios!”, siendo así que Dios no los ha enviado, como aquellos profetas mentirosos contra los que lucha Jeremías (Jer 14,14s; 23,21.32; 28,15; 29,9). En sentido más amplio se puede también hablar de misión divina en el caso de todos los que desempeñan un papel providencial en la historia de Israel; pero para reconocer la existencia de tales misiones se requiere el testimonio de un profeta.
2. Todas las misiones de los enviados divinos son relativas al designio de salvación. La mayoría de ellas están en relación directa con el pueblo de Israel. Pero esto deja margen para la mayor diversidad. Los profetas son enviados para convertir los corazones, anunciar castigos o hacer promesas: su función está estrechamente ligada con la palabra de Dios, que están encargados de llevar a los hombres. Otras misiones se refieren más directamente al destino histórico de Israel: José es enviado para preparar la acogida de los hijos de Jacob en Egipto (Gén 45,5) y Moisés para sacar de allí a Israel (Éx 3,10; 7,16; Sal 105,26). Lo mismo sucede con todos los jefes y liberadores del pueblo de Dios: Josué, los Jueces, David, los reconstructores del judaísmo después del exilio... Aun en los casos en que a propósito de ellos no hablan explícitamente de misión los historiadores sagrados, los consideran evidentemente como enviados divinos, gracias a los cuales progresó hacia su término el designio de salvación. Incluso paganos pueden desempeñar en este punto un papel providencial: Asiria es enviada para castigar a Israel infiel (Is 10,6) y Ciro para abatir á Babilonia y liberar a los judíos (Is 43,14; 48,14s). La historia sagrada se construye gracias al entrecruzamiento de todas estas misiones particulares que convergen hacia el mismo fin.
II. LA MISIÓN DE ISRAEL.
1. ¿Hay que hablar también de una misión del pueblo de Israel? Sí, si se piensa en el estrecho nexo que hay siempre entre misión y vocación. La vocación de Israel define su misión en el designio de Dios. Elegido entre todas las naciones, es el pueblo consagrado, el pueblo-sacerdote encargado del servicio de Yahveh (Éx 19,5s). No se dice que desempeñe esta función en nombre de las otras naciones. Sin embargo, a medida que se desarrolla la revelación los oráculos proféticos entrevén el tiempo en que todas las naciones se unan a él para participar en el culto del Dios único (cf. Is 2.lss; 19,21-25; 45,20-25; 60): Israel es por tanto llamado a ser el pueblo, faro de la humanidad entera. Asimismo, si es depositario del designio de salvación, lo es con la misión de hacer que participen en él los otros pueblos: desde la vocación de Abraham existía la idea en germen (Gén 12,3); ésta se precisa a medida que la revelación va descorriendo mejor el velo de las intenciones de Dios.
2. A partir del exilio se observa que Israel ha adquirido claramente conciencia de su misión. Sabe ser el siervo de Yahveh enviado por él en calidad de mensajero (Is 41,9). Ante las naciones paganas es su testigo encargado de darlo a conocer como el Dios único (43,10.12; 44,8) y de “transmitir al mundo la luz imperecedera de la ley” (Sab 18,4). La vocación nacional desemboca aquí en el universalismo religioso. No se trata ya de dominar a las naciones paganas (Sal 47,4), sino de convertirlas. Así, el pueblo de Dios se abre a los prosélitos (Is 56,3.6s). Un espíritu nuevo atraviesa la literatura inspirada: el libro de Jonás enfoca el caso de una misión profética que tenga por beneficiarios a los paganos, y, en el libro de los Proverbios, los enviados de la sabiduría divina invitan aparentemente a todos los hombres a su festín (Prov 9,3ss). Israel tiende finalmente a convertirse en un pueblo misionero, particularmente en el medio helenístico de Alejandría, en el que se traducen al griego sus libros sagrados.
III. PRELUDIOS DEL NUEVO TESTAMENTO.
1. El tema de la misión proféfética, que prepara explícitamente el NT. Misión del siervo, a la que Yahveh designa como “alianza del pueblo y luz de las naciones” (Is 42,6s; cf. 49,5s). Misión del misterioso profeta, al que Yahveh envía “a llevar la buena nueva a los pobres” (Is 61,1s). Misión del enigmático mensajero que despeja el camino delante de Dios (Mal 3,1) y del nuevo Elías (Mal 3,23). Misión de los paganos convertidos que van a revelar la gloria de Yahveh a sus hermanos de raza (Is 66,18s). El NT mostrará cómo deben cumplirse estas Escrituras.
2. Finalmente, la teología de la palabra, de la sabiduría y del Espíritu personifica en forma sorprendente estas realidades divinas y no vacila en hablar de su misión: Dios envía su palabra para que ejecute acá abajo sus voluntades (Is 55,11; Sal 107,20; 147,15; Sab 18,14ss); envía su sabiduría para que asista al hombre en sus tareas (Sab 9,10); envía su Espíritu para que renueve la faz de la tierra (Sal 104,30; cf. Ez 37, 9s) y haga conocer a sus hombres su voluntad (Sab 9,17). Estas expresiones preludian así al NT, pues éste las reasumirá para explicar la misión del Hijo de Dios, que es su palabra y su sabiduría, y la de su Espíritu Santo en la Iglesia.
NT.
1. LA MISIÓN DEL HIJO DE DIOS.
1. Después de Juan Bautista, el último y el más grande de los profetas, mensajero divino y nuevo Elías anunciado por Malaquías (Mt 11,9-14), Jesús se presenta a los hombres como el enviado de Dios por excelencia, el mismo del que hablaba el libro de Isaías (Lc 4,17-21; cf. Is 61,1s). La parábola de los viñadores homicidas subraya la continuidad de su misión con ]a de los profetas, pero marcando también la diferencia fundamental de los dos casos: el padre de familia, después de haber enviado a sus servidores, envía finalmente a su hijo (Mc 12,2-8 p). Por eso, al acogerlo o desecharlo se acoge o se desecha al que le ha enviado (Lc 9,48; 10,16 p), es decir, al Padre mismo, que ha puesto todo en su mano (Mt 11,27). Esta conciencia de una misión divina, que deja entrever las relaciones misteriosas del Hijo y del Padre, se explicita en frases características: “Yo he sido enviado...”, “Yo he venido...”, “El Hijo del hombre ha venido...”, para anunciar el Evangelio (Mc 1,38 p), cumplir la ley y los profetas (Mt 5,17), aportar fuego a la tierra (Lc 12,49), traer no la paz sino la espada (Mt 10,34 p), llamar no a los justos, sino a los pecadores (Mc 2,17 p) buscar y salvar lo que se había perdido (Lc 19,10), servir y dar su vida en rescate (Mc 10,45 p)... Todos los aspectos de la obra redentora realizada por Jesús enlazan así con la misión que ha recibido del Padre, desde la predicación galilea hasta el sacrificio de la cruz. Sin embargo, esta misión, en el designio del Padre, tiene un horizonte limitado: Jesús sólo fue enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15,24). Y éstas, convirtiéndose, deben a su vez hacerse conscientes de la misión providencial de Israel: dar testimonio de Dios y de su reino ante todas las naciones del mundo.
La cosa es todavía más evidente en el cuarto Evangelio. El envío del Hijo al mundo por el Padre se repite aquí como un estribillo en todos los discursos (40 veces, p.e., 3,17; 10,36; 17,18). Así también el único deseo de Jesús es “hacer la voluntad del que le ha enviado” (4,34; 6,38ss), de realizar sus obras (9,4), de decir lo que ha aprendido de él (8,26). Existe entre ellos tal unidad de vida (6,57; 8,16.29) que la actitud tomada frente a Jesús es una toma de posición frente a Dios mismo (5,23; 12,44s; 14,24; 15,21-24). En cuanto a la pasión, consumasión de su obra, Jesús ve en ella su retorno al que le ha enviado (7,33; 16,5; cf. 17,11). La fe que exige a los hombres es una fe en su misión (11,42; 17,8.21.23. 25); esto implica al mismo tiempo la fe en el Hijo como enviado (6,29) y la fe en el Padre que le envía (5, 24; 17,3). Por la misión del Hijo al mundo se ha revelado, pues, a los hombres un aspecto esencial del misterio íntimo de Dios: el Único (Dt 6,4; cf. Jn 17,3), al enviar a su Hijo se ha dado a conocer como el Padre.
No tiene nada de extraño ver que los escritos apostólicos dan una importancia central a esta misión del Hijo. Dios envió a su Hijo en la plenitud de los tiempos para rescatarnos y conferirnos la adopción filial (Gál 4,4; cf. Rom 8,15). Dios envió a su Hijo al mundo como salvador, como propiciación por nuestros pecados a fin de que nosotros vivamos por él: tal es la prueba suprema de su amor a nosotros (1Jn 4,9s.14). Jesús es así el enviado por excelencia (Jn 9,7), el apostolos de nuestra profesión de fe (Heb 3,1).
II. LOS ENVIADOS DEL HIJO.
1. La misión de Jesús se prolonga con la de sus propios enviados, los doce, que por esta misma razón llevan el nombre de apóstoles. Viviendo todavía Jesús los envía ya delante de él (cf. Lc 10,1) para predicar el Evangelio y curar (Lc 9,1 p), que es el objeto de su misión personal. Son los obreros enviados a la mies por el maestro (Mt 9,38 p; cf. Jn 4,38); son los servidores enviados por el rey para conducir a los invitados a las bodas de su Hijo (Mt 22,3 p). No deben hacerse la menor ilusión sobre la suerte que les aguarda: el enviado no es mayor que el que le envía (Jn 13,16); como se ha tratado al maestro se tratará a los servidores (Mt 10,24s). Jesús los envía “como ovejas en medio de los lobos” (10,16 p). Sabe que la “generación perversa” perseguirá a sus enviados y les dará muerte (23,34 p). Pero lo que se les haga, se le hará a él mismo y finalmente al Padre: “El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió” (Lc 10,16); “El que a vosotros recibe, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (Jn 13,20). En efecto, la misión de los apóstoles se enlaza de la forma más estrecha con la de Jesús: “Como mi Padre me ha enviado, yo también os envío” (20, 21). Esta palabra ilustra el sentido profundo del envío final de los doce por Cristo resucitado: “Id...” Irán, pues, a anunciar el Evangelio (Mc 16,15), a hacer discípulos de todas las naciones (Mt 28,19), a llevar por todas partes su testimonio (Hech 1,8). La misión del Hijo alcanzará así efectivamente a todos los hombres gracias a la misión de sus apóstoles y de su Iglesia.
2. Y así es sin duda como lo entiende el libro de los Hechos cuando refiere la vocación de Pablo. Utilizando los términos clásicos de las vocaciones proféticas, Cristo resucitado dice a su intrumento de elección: “Ve. Quiero enviarte lejos, a las naciones” (Hech 22,21), y esta misión a los paganos entra exactamente en la línea de la del siervo de Yahveh (Hech 26,17; cf. Is 42,7.16). En efecto, el siervo vino en la persona de Jesús, y los enviados de Jesús llevan a todas las naciones el mensaje de salvación que él mismo sólo había notificado a las “ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24). Esta misión recibida en el camino de Damasco la invocará siempre Pablo para justificar su título de apóstol (1Cor 15,8s; Gál 1,12). Seguro de su extensión universal, llevará el Evangelio a los paganos para obtener de ellos la obediencia de la fe (Rom 1,5) y magnificará la misión de todos los mensajeros del Evangelio (10, 14s): ¿no se debe a ella el que nazca en el corazón de los hombres la fe en la palabra de Cristo (10,17)? Más allá de la función personal de los apóstoles, la Iglesia entera en su función misionera enlaza así con la misión del Hijo.
III. LA MISIÓN DEL ESPÍRITU SANTO.
Para cumplir esta función misionera los apóstoles y los predicadores del Evangelio no están solos y abandonados a sus solas fuerzas humanas; realizan su cometido con la fuerza del Espíritu Santo. Ahora bien, para definir el papel exacto del Espíritu hay que hablar todavía de misión en el sentido más fuerte del término. Jesús, evocando su futura venida en el sermón después de la Cena, precisaba: “El Paráclito, el Espíritu Santo, al que mi Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas” (Jn 14,26): “Cuando venga el Paráclito, al que yo os enviaré de junto a mi Padre, él dará testimonio de mí” (15,26; cf. 16,7). El Padre y el Hijo obran, pues, conjuntamente para enviar al Espíritu. Lucas pone el acento sobre la acción de Cristo, mientras que la del Padre consiste sobre todo en la promesa que él ha hecho, conforme al testimonio de las Escrituras: “Yo enviaré sobre vosotros, dice Jesús, lo que os ha prometido mi Padre” (Lc 24,49; cf. Hech 1,4; Ez 36,27; Jl 3,1s),
2. Tal es, en efecto, el sentido de pentecostés, manifestación inicial de esta misión del Espíritu que durará todo el tiempo que dure la Iglesia. A los doce los hace el Espíritu testigos de Jesús (Hech 1,8). Se les da para que cumplan su función de enviados (in 20,21s). En él predicarán en adelante el Evangelio (1Pe 1,12), como también después de ellos los predicadores de todos los tiempos. La misión del Espíritu es así inherente al misterio mismo de la Iglesia cuando ésta anuncia la palabra para cumplir su quehacer misionero. Es también la base de la santificación de los hombres. En efecto, si en el bautismo éstos reciben la adopción filial, es que Dios envía a sus corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abbal. ¡Padre!” (Gál 4, 6). La misión del Espíritu viene así a ser el objeto de la experiencia cristiana. Así se consuma la revelación del misterio de Dios: después del Hijo, palabra y sabiduría de Dios, se ha manifestado a su vez el Espíritu como persona divina entrando en la historia de los hombres, a los que transforma interiormente a imagen del Hijo de Dios.
JOSEPH PIERRON y PIERRE GRELOT