Montaña.

En la mayoría de las religiones la montaña, probablemente a causa de su elevación y del misterio que la rodea, es considerada como el punto en que el cielo toca a la tierra. Cada país tiene su montaña santa, allí donde fue creado el mundo, donde habitan los dioses, de donde viene la salvación. La Biblia conservó estas creencias, pero purificándolas; en el AT la montaña es una criatura como cualquier otra: así Yahveh es sin duda el “Dios de las montañas” (sentido probable de El-sadday), pero también el Dios de los valles (1Re 20,23.28); con Cristo, Sión cesa de ser “el ombligo del mundo” (Ez 38, 12), pues Dios no quiere ya ser adorado en tal o tal otra montaña, sino en espíritu y en verdad (Jn 4,20-24).

1. LA CRIATURA DE Dlos.

1. Estabilidad.

Los hombres pasan, las montañas permanecen. Esta experiencia hace ver fácilmente en las montañas un símbolo de la justicia fiel de Dios (Sal 36,7); a las que conocieron los patriarcas se las llama incluso “colinas eternas” (Gén 49,26; Dt 33,15). Pero, por admirables que sean, estas meras criaturas no deben, sin embargo, ser divinizadas: “Antes de que nacieran las montañas tú eres Dios eternamente” (Sal 90,2; cf. Prov 8,25). El creador que “pesó en la romana las montañas y en la balanza los collados” (Is 40,12), es el que las “mantiene por su fuerza” (Sal 65,7); las desplaza a su talante (Job 9,5) y da este poder al más modesto de los creyentes (Mt 17,20; cf. 1Cor 13,2) Proclamen, pues, todos: “¡Vosotros, montañas y collados, bendecid al Señor!” (Dan 3,75; Sal 148,9).

2. Poder.

La montaña, elevada por encima de las llanuras, asoladas con frecuencia por las calamidades, ofrecía en otro tiempo un refugio a Lot en peligro (Gén 19,17) y todavía atrae al justo perseguido, que piensa en huir a ella como el pájaro (Sal 11,1; cf. Ez 7,16; Mt 24,16). Pero este justo debe tener presente que levantando los ojos a los montes, sólo obtendrá el socorro (Sal 121,1s; cf. Jer 3,23) de Yahveh, creador del cielo y de la tierra. De lo contrario, se fiaría de una criatura que, siendo puro símbolo del poder (Dan 2,35.45), se convertía entonces en el símbolo de la soberbia, como la altiva Babilonia dominando al mundo (Jer 51,25). Toda altura debe ser humillada, sólo Dios exaltado (Is 2,12-15).

Delante de Dios.

“A tu nombre saltan de gozo el Tabor y el Hermón” (Sal 89,13). Así pues, cuando el Señor visita la tierra, rompan las monatñas en gritos de júbilo (Is 44,23) y brinquen ante sus altas gestas (Sal 29,6), dejen correr por sus flancos el vino nuevo y madure el trigo hasta sus cumbres (Am 9,13; Sal 72,16). Pero cuenten también con ser niveladas (Is 45,2; 49,11; Bar 5, 7; Lc 3,5). ¿Ofrecerán entonces un refugio valedero, en el día de la ira (Os 10,8; Lc 21,21; .23,30; Ap 6, 14ss)? “Yo he mirado y helas que tiemblan” (Jer 4,24) delante de aquel que puede consumirlas por el fuego (Dt 32,22) hasta que humeen (Sal 104,32); bajo sus pasos (Miq 1,4), delante de su rostro (Is 63,19) se derriten como cera (Sal 97,5), fluyen (Jue 5,5); “los montes eternos se dislocan” (Hab 3,6), se hunden (Ez 38, 20), desaparecen al final de los tiempos (Ap 6,14; 16,20).

II. LOS MONTES PRIVILEGIADOS.

Ciertas montañas, aunque abocadas a una transformación total, como la creación entera, fueron reservadas para una función duradera y gloriosa.

1. “La montaña de Dios” u Horeb, en el Sinaí, lugar de revelación por excelencia, es una tierra santa donde Moisés fue llamado (Éx 3,1.5), a la que Dios hizo sagrada por el don de su ley (Éx 24,12-18) y por la presencia de su gloria (24,16). Allá también subirá Elías (1Re 19,8); querrá oír hablar a Dios, objetivo sin duda también de los profetas que gustan de orar en la cima de las montañas: Moisés (Éx 17,9s), Elías o Eliseo (1Re 18,42; 2Re 1,9; 4,25). 2. Lugar de culto sobre todo, la montaña, elevada por encima del suelo, permite encontrarse con el Señor. ¿No debe realizarse el sacrificio sobre una pequeña altura (altar) (Éx 24,4s)? Desde los montes Garizim y Hebal debe pronunciarse la bendición y la maldición (Dt 11,29; Jos 8,30-35). También sobre una colina se deposita el arca que vuelve de tierra filistea (1Sa 7,1). Herederos de una venerable tradición, Gedeón (Jue 6,26), Samuel (1Sa 9,12), Salomón (1 Re 3,4) o Elías (1Re 18,19s), todos ellos sacrifican con el pueblo sobre los “altos lugares” (1Re 3,2).

Los ritos cananeos así reasumidos se aplicaban a Yahveh, único Dios; pero la dispersión de los altos lugares llevaba consigo un peligro de idolatría (Jer 2,20; 3,23). Así se vino a centralizar el culto en un lugar único (Dt 12,2-9). He aquí, pues, la montaña que el hombre no ha construido para escalar el cielo (Gén 11), la colina que se alza soberbia, que Dios ha escogido entre los montes escarpados (Sal 48,2s; 68,17). Mientras que las otras montañas pueden desplomarse en el mar (Sal 46,3), Sión es un refugio seguro (Jl 3,5), inquebrantable (Sal 125,1).

El hombre no debe por tanto decir: “Yo escalaré los cielos, yo erigiré mi trono por encima de las estrellas de Dios, yo ascenderé a la cima de las negras nubes, seré semejante al Altísimo” (Is 14,13s), pues vendría a caer a las profundidades del abismo. Dios en persona ha “establecido a su rey en Sión, su montaña santa” (Sal 2,6), en el lugar mismo en que Abraham sacrificó a su hijo (2Par 3,1; cf. Gén 22,2). A esta santa montaña, tan rica de recuerdos divinos debe subir el fiel (Sal 24,3) cantando los “cánticos de las subidas” (Sal 120-134), y volver a ella sin cesar (Sal 43,3), con la esperanza de permanecer y morar allí para siempre con el Señor (Sal 15,1; 74,2). 3. Al final de los tiempos ¿qué sucede de estos montes consagrados por Dios mismo? En la literatura escatológica no halla ya lugar el Sinaí; no ,es ya sino el lugar de otro tiempo, donde fueron dadas “las palabras de vida” (Hech 7,38) y de donde partió Dios para dirigirse al lugar de su verdadero santuario, Sión (Sal 68,16ss).

A diferencia del Sinaí, que se sumerge en el pasado, el monte Sión conserva efectivamente un valor escatológico. “La montaña de la casa de Yahveh se establecerá en la cima de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán a ella... ¡Venid! ¡Subamos a la montaña de Yahveh!” (Is 2,2s), esta montaña santa (11,9; Dan 9,16). Allí será rey Yahveh (Is 24,23), allí preparará un gran festín (25,6-10) para los dispersos al fin reunidos (27,13; 66,20), e incluso para los extranjeros (56,6s). En efecto, mientras que el país será transformado en llanura, Jerusalén será realzada, aunque permaneciendo en su puesto (Zac 14,10) y todos deberán “subir” allá para siempre (14, 16ss).

III. CRISTO Y LAS MONTAÑAS.

1. Las montañas en la vida de Jesús son diversamente consideradas por los Sinópticos. Concuerdan en mostrar que Jesús gustaba de retirarse a la montaña para orar (Mt 14,23 p; Lc 6,12; 9,28), y la soledad desértica (comp. Lc 15,4 = Mt 18,12) que allí busca es sin duda un refugio contra la publicidad ruidosa (cf. In 6,15). Concuerdan también en ignorar el monte Sión y en mencionar el monte de los Olivos, así como la montaña de la transfiguración, pero en una perspectiva diferente.

Para Mateo, las montañas de Galilea son el lugar privilegiado de las manifestaciones del salvador. La vida de Jesús está enmarcada por dos escenas sobre la montaña; al principio Satán ofrece a Jesús el poder sobre el mundo entero (Mt 4,8); al fin, Jesús confiere a sus discípulos el poder que ha recibido del Padre (28,16). Entre estas dos escenas, también es en tal montaña o tal otra donde Jesús enseña a las multitudes (5,1), cura a los desventurados y les da un pan maravilloso (15,29...) y, finalmente, aparece transfigurado (17,1s). Ahora bien, ninguna de estas montañas lleva un nombre preciso, como si el discípulo de Jesús estuviera curado contra la tentación de plantar para siempre su tienda en alguna de estas montañas; sólo su memoria debe mantenerse viva en los “testigos oculares de su majestad”: las Escrituras se cumplieron sobre la “montaña santa” (2Pe 1,16-19). Jesús vincula su mensaje no a un lugar de la tierra, sino a su persona.

Para Lucas, la “subida” a Jerusalén representa el camino de la gloria por la cruz; no se trata ya sencillamente de la peregrinación que hace el piadoso israelita (Lc 2,42), sino de la solemne subida que cubre una época de la vida de Jesús (9,51-21,38; cf. 18,31). Lucas ignora las montañas galileas que oyeron los discursos y vieron las maravillas de Jesús, y concentra su atención en el monte de los Olivos. No indica que Jesús pronuncia allí un discurso escatológico (Mt 24,3 = Mc 13,3), pero para él allí viene a concluir la subida a Jerusalén (Lc 19,29), de allí, conforme con la tradición apocalíptica (Zac 14,3s), debía partir el Señor a la conquista del mundo: allí es aclamado solemnemente (Lc 19,37), pero también para agonizar allí mismo (22,39) y, finalmente, para subir de allí al cielo (Hech 1,12). Si todavía se menciona alguna montaña precisa, parece ser sólo para enseñar a “elevar los ojos” al cielo, o más bien a aquel que, según la teología joánnica, había sido “elevado” de la tierra (Jn 3,13s; 19,37).

Los otros escritos del NT no ofrecen enseñanza unificada sobre las montañas privi[gzit{dag del AT.

F.I