Muerte.
A.T. 1. PRESENCIA DE LA MUERTE.
1. La experiencia de la muerte.
Todo hombre pasa por la experiencia de la muerte. La revelación bíblica, lejos de esquivarla para refugiarse en sueños ilusorios, comienza por mirarla de frente con lucidez en cualquier etapa en que se la examine: muerte de los seres queridos que, hecha ya la despedida (adiós) (Gén 49) provoca la aflicción de los que quedan (Gén 50,1; 2Sa 19,1...); muerte en la que cada cual debe pensar co‑
mo en cosa propia, puesto que él también “verá la muerte” (Sal 89,49; Lc 2,26; Jn 8,51), “gustará la muerte” (Mt 16,28 p; Jn 8,52; Heb 2,9). Pensamiento amargo para quien goza de los bienes de la existencia, pero 14,11; Job 17,14). Su existencia no es más que un sueño (Sal 13,4; Dan 12,2): ya no hay esperanza, ni conocimiento de Dios, ni experiencia de sus milagros, ni alabanza que se le dirija (Sal 6,6; 30,10; 88,12s; 115,7; Is 38,18). Dios mismo olvida a los muertos (Sal 88,6). Y una vez franqueadas las puertas del seol (Job 38,17; cf. Sab 16,13), no hay retorno posible (Job 10,21s).
Tal es la perspectiva desoladora que abre la muerte al hombre para el día en que haya de “reunirse a sus padres” (Gén 49,29). Las imáge nes no hacen aquí más que dar una forma concreta a impresiones espontáneas que son universales y a las que todavía se atienen muchos de nuestros contemporáneos. El que el AT se quedara a este nivel de creencias hasta una época tardía es un signo de que, contrariamente a la religión egipcia y al espiritualismo egipcio, se negó a desvalorizar la vida de acá abajo para orientar sus esperanzas hacia una inmortalidad imaginaria. Aguardó a que la revelación esclareciera por sus propios medios el misterio del más allá de la muerte.
3. El culto de los muertos.
Los ritos fúnebres son una cosa universal: desde la remota prehistoria tiene el hombre interés por honrar a sus difuntos y por mantenerse en contacto con ellos. El AT conserva lo esencial. de estas tradiciones seculares: gestos de luto que traducen el dolor de los vivos (2Sa 3,31; Jer 16,6); entierro ritual (1Sa 31,12s; Tob 2, 4-8), pues se tiene horror a los cadáveres sin sepultura (Dt 21,23; 1Re 14,11; Jer 16,4); cuidado de las tumbas, que toca tan de cerca a la piedad familiar (Gén 23; 49,29-32; 50,12s); comidas funerarias (Jer 16,7), y hasta ofrendas en las tumbas de los difuntos (Tob 4,17), aun cuando se depositen “delante de bocas cerradas” (Eclo 30,18).
Sin embargo, la revelación impone ya límites a estas costumbres, ligadas en los pueblos circundantes con creencias supersticiosas: de ahí la prohibición de las incisiones rituales (Lev 19,28; Dt 14,1), y sobre todo la proscripción de la nigromancia (Lev 19,31; 20,27; Dt 18,11), tentación grave en un tiempo en que se practicaba la evocación de los muertos (cf. Odisea) como se cultiva hoy el espiritismo (1Sa 28; 2Re 21, 6). Así pues, no hay en el AT culto de los muertos propiamente dicho, como lo había entre los egipcios: la falta de luz acerca de ultratumba ayudó seguramente a los israelitas a guardarse de él.
4. La muerte, destino del hombre.
La muerte es la suerte común de los hombres, “el camino de toda la tierra” (1Re 2,2; cf. 2Sa 14,14; Eclo 8,7). Y dando fin a la vida de cada uno, pone un sello a su fisonomía: muerte de los patriarcas “colmados de días” (Gén 25,7; 35,29); muerte misteriosa de Moisés (Dt 34), muerte trágica de Saúl (1Sa 31)... Pero ante esta necesidad ineluctable ¿cómo no sentir que la vida, tan ardientemente deseada, es sólo un bien frágil y fugitivo? Es una sombra, un soplo, una nada (Sal 39,5ss; 89,48s; 90; Job 14,1-12; Sab 2,2s); es una vanidad, puesto que todos tienen la misma suerte final (Ecl 3; Sal 49,8.:.), sin exceptuar a los reyes (Eclo 10, 10)... Experiencia melancólica, de la que nace a veces, frente a este destino obligatorio, una resignación desengañada (2Sa 12,23; 14,14). Sin embargo, la verdadera sabiduría va más lejos; acepta la muerte como un decreto divino (Eclo 41,4), que subraya la humildad de la condición humana frente a un Dios inmortal: el que es polvo vuelve al polvo (Gén 3,19).
5 La preocupación de la muerte.
A pesar de todo, el hombre que vive siente en la muerte una fuerza enemiga. Espontáneamente le da una fisonomía y la personifica. Es el pastor fúnebre que encierra a los hombres en los infiernos (Sal 49,15); penetra en las casas para segar las vidas de los niños (Jet. 9,20). Es cierto que en el AT recibe también la forma del ángel exterminador, ejecutor de las venganzas divinas (Éx 12,23; 2Sa 24,16; 2Re 19,35), y hasta la de la palabra divina que extermina a los adversarios de Dios (Sab 18,15s). Pero esta proveedora de los infiernos insaciables (cf. Prov 27,20) tiene más bien los rasgos de un poder subterráneo cuya aproximación taimada hacen presentir toda enfermedad y todo peligro. Así el enfermo se ve ya “contado entre los muertos” (Sal 88,4ss); el hombre en peligro está cercado por las aguas de la muerte, por las torres de Belial, las redes del seol (Sal 18,5s; 69,15s; 116,3; Jon 2,4-7). La muerte y el seol no son, pues, sólo realidades del más allá; son poderes en acción acá en la tierra y ¡ay del que caiga bajo sus garras! ¿Qué es finalmente la vida sino una lucha angustiosa del hombre que tiene que habérselas con la muerte?
II. SENTIDO DE LA MUERTE.
1. Origen de la muerte.
Puesto que la experiencia de la muerte suscita en el hombre tales resonancias, es imposible reducirla a un mero fenómeno natural, cuyo entero contenido quede agotado por la observación objetiva. No se puede despojar a la muerte de sentido. Contrarrestando con violencia nuestro deseo de vivir, pesa sobre nosotros como un castigo; por eso instintivamente vemos en ella la sanción del pecado. De esta intuición común a las religiones antiguas hizo el AT una doctrina firme que subraya el significado religioso de una experiencia sumamente amarga: la justicia quiere que el impío perezca (Job 18,5-21; Sal 37,20.28.36; 73,27); el alma que peca debe morir (Ez 18,20).
Ahora bien, este principio fundamental esclarece ya el hecho enigmático de la presencia de la muerte en la tierra: en los orígenes la sentencia de muerte no se pronunció sino después del pecado de Adán, nuestro primer padre (Gén 2,17; 3,19). Porque Dios no hizo la muerte (Sab 1, 13); había creado al hombre para la incorruptibilidad, y la muerte no entró en el mundo sino por la envidia del diablo (Sab 2,23s). El dominio que posee sobre nosotros tiene,por tanto, valor de signo: manifiesta la presencia del pecado en la tierra.
2. El camino de la muerte.
Una vez descubierto este nexo entre la muerte y el pecado, todo un aspecto de nuestra existencia revela su verdadera fisonomía. El pecado no es sólo un mal porque es contrario a nuestra naturaleza y a la voluntad divina, sino que además es para nosotros, en concreto, el “camino de la muerte”. Tal es la enseñanza de los sabios: quien persigue el mal, camina hacia la muerte (Prov 11,19); quien se deja seducir por dama locura, camina hacia los valles del seol (7, 27; 9-18). Ya los infiernos dilatan sus fauces para engullir a los pecadores (Is 5,14), como a Coré y su facción, que bajaron vivos a él (Núm 16, 30...; Sal 55,16). El impío está, pues, sobre un camino resbaladizo (Sal 73,18s). Virtualmente es ya un muerto, puesto que ha hecho un pacto con la muerte y ha entrado ya en su patrimonio (Sab 1,16); así su suerte final consistirá en convertirse en objeto de oprobio entre los muertos para siempre (Sab 4,19). Esta ley del gobierno providencial no carece de repercusiones prácticas en la vida de Israel: los hombres culpables de los pecados más graves deben ser castigados a muerte (Lev 20, 8-21; 24,14-23). En el caso de los pecadores es, pues, la muerte algo más que un destino natural: como privación del bien más caro que ha viste el aspecto de una condena.
3. El enigma de la muerte de los justos.
Pero ¿qué decir entonces de la muerte de los justos? Que los pecados de un padre se castiguen con la muerte de sus hijos, es algo que todavía se comprende hasta cierto punto si se tiene en cuenta la solidaridad humana (2Sa 12,14...; cf. Éx 20,5). Pero si es cierto que cada cual paga por sí mismo (cf. Ez 18), ¿cómo justificar la muerte de los inocentes?
Aparentemente hace Dios perecer igualmente al justo y al culpable (Job 9,22; Ecl 7,15; Sal 49,11): ¿tiene todavía sentido su muerte? Aquí la fe del AT choca con un enigma. Para resolverlo hará falta que se esclarezca el misterio del más allá.
III. LA LIBERACIÓN DE LA MUERTE.
1. Dios salva al hombre de la muerte.
No está en manos del hombre salvarse a sí mismo de la muerte: para ello es necesaria la gracia de Dios, único que por naturaleza es el viviente. Así, cuando se manifiesta en el hombre el dominio de la muerte en cualquier forma que sea, no le queda más que lanzar a Dios un llamamiento (Sal 6,5; 13,4; 116, 3). Si es justo, puede entonces abrigar la esperanza de que Dios “no abandonará a su alma en el seol” (Sal 16,10), que “rescatará su alma de las garras del seol (Sal 49,16). Una vez curado o salvado del peligro, dará gracias a Dios por haberle librado de las muerte (Sal 18,17; 30; Jn 2,7; Is 38,17), pues en realidad habrá experimentado concretamente tal liberación. Aun antes de que las perspectivas de su fe hayan franqueado los límites de la vida presente sabrá así que el poder divino es superior al de la muerte y del seol: primer jalón de una esperanza que se dilatará finalmente en una perspectiva de inmortalidad.
2. Conversión y liberación de la muerte.
Por lo demás, esta liberación de la muerte en él marco de la vida presente no la otorga Dios en forma caprichosa. Se requieren condiciones estrictas. El pecador muere por su pecado; pero Dios no se complace en su muerte: prefiere que se convierta y que viva (Ez 18,33; 33, 11). Si por enfermedad pone al hombre en peligro de muerte, es, por tanto, para corregirlo: una vez que se haya convertido de su pecado, lo librará Dios de la fosa infernal (Job 33,19-30). De ahí la importancia de la predicación profética, que invitando al hombre a convertirse, trata de salvar su alma de la muerte (Ez 3,18-21; cf. Sant 5,20). Lo mismo se diga del educador que corrige al niño para retraerlo del mal (Prov 23,13s). Sólo Dios libra a los hombres de la muerte, pero no sin cooperación por parte del hombre.
3. La liberación definitiva de la muerte.
Sin embargo, sería vana la esperanza de verse uno liberado de la muerte, si no rebasara los límites de la vida terrena; de ahí la angustia de Job y el pesimismo del Eclesiástico. Pero en época tardía va más lejos la revelación. Anuncia un triunfo supremo de Dios sobre la muerte, una liberación definitiva del hombre sustraído a su dominio. Cuando llegue su reinado escatológico destruirá Dios para siempre a esta muerte que él no había hecho en los orígenes (Is 25,8). Entonces, para participar en su reinado, los justos que duermen en el polvo de los infiernos resucitarán para la vida eterna. al paso que los otros permanecerán en el eterno horror del seol (Dan 12.2; cf. Is 26,19). En esta nueva perspectiva los infiernos acaban por convertirse en el lugar de condenación eterna, nuestro Infierno. En cambio. el más allá de la muerte se esclarece. Ya los salmistas formulaban la esperanza de que Dios los libraría para siempre del poder del seol (Sal 16, 10; 49,16). Este voto se convierte ahora en realidad. Como Henoc, que fue arrebatado sin que viera la muerte (Gén 5,24; cf. Heb 11,4). así los justos serán arrebatados por el Señor, que los introducirá en su gloria (Sab 4,7...; 5,1-3.15). Por eso desde acá abajo su esperanza está llena de inmortalidad (Sab 3,4). Así se explica que los mártires de los tiempos macabeos, animados de tal fe, pudieran afrontar heroicamente el suplicio (2Mac 7,9.14.23.33; cf. 14,46), mientras que Judas Macabeo, con el mismo pensamiento, inauguraba la oración por los difuntos (2Mac 12,43ss). Ahora ya la vida eterna cuenta más que la vida presente.
4. Fecundidad de la muerte de los justos.
La revelación, aun antes de abrir a todos tales perspectivas, había ya iluminado con nueva luz el enigma de la muerte de los justos, testimoniando su fecundidad. No carece de sentido el que el justo por excelencia, el siervo de Yahveh, sea herido de muerte y “separado de la tierra de los vivos”: su muerte es un sacrificio expiatorio ofrecido voluntariamente por los pecados de los hombres; por ella se realiza el designio de Dios (Is 53,8-12). Así se descubre anticipadamente el rasgo misterioso de la economía de la salvación, que pondrá en acto la historia de Jesús.
NT.
En el NT las líneas dominantes de la revelación precedente convergen hacia el misterio de la muerte de Cristo. Aquí toda la historia humana aparece como un gigantesco drama de vida y de muerte: hasta Cristo y sin él reinaba la muerte; viene Cristo y por su muerte triunfa de la muerte misma; desde este instante la muerte cambia de sentido para la nueva humanidad que muere cón Cristo para vivir con él eternamente.
1. EL REINO DE LA MUERTE.
1. Recuerdo de los orígenes.
El drama se inició con los orígenes. Por la culpa de un solo hombre, el padre del género humano, entró, el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte (Rom 5,12.17; 1Cor 15,21). Desde entonces todos los hombres “mueren en Adán” (11,22), tanto que la muerte reina en el mundo (Rom 5, 14). Este sentimiento de la presencia de la muerte, que el AT expresaba en forma tan fuerte, correspondía, pues, a una realidad objetiva, y tras el reino universal de la muerte se perfila el de Satán, .”príncipe del mundo”, “homicida” desde los principios (Jn 8,44).
2. La humanidad bajo el imperio de la muerte.
Lo que da fuerza a este imperio de la muerte es el pecado: es “el aguijón de la muerte” (1Cor 15,56 = Os 13,14), pues la muerte es su fruto, su término, su salario (Rom 6,16.21.23). Pero el pecado mismo tiene en el hombre un cómplice: la concupiscencia (7,7); ella es la que da nacimiento al pecado, que por su parte engendra la muerte (Sant 1,15); con otro lenguaje: es la carne, cuyo deseo es la muerte y que fructifica para la muerte (Rom 7,5; 8,6); con ello nuestro cuerpo, criatura de Dios, ha venido a ser “cuerpo de muerte” (7,24). En vano entró en escena la ley en el drama del mundo para oponer una barrera a estos instrumentos de la muerte que actúan en nosotros; el pecado tomó de ella ocasión para seducirnos y procurarnos más seguramente la muerte (7,7-13). Dando el conocimiento del pecado (3,20) sin la fuerza de dominarlo, condenando además a muerte al pecador en forma explícita (cf. 5,13s), la ley se ha convertido en “la fuerza del pecado” (1Cor 15,56). Por eso el ministerio de esta ley, santa y espiritual en sí misma (Rom 7,12.14), pero mera letra que no confería el poder del Espíritu, fue de hecho un ministerio de muerte (2Cor 3,27). Sin Cristo estaba, pues, la humanidad sumergida en la sombra de la muerte (Mt 4,16; Lc 1,79; cf. Is 9,1); así la muerte fue en todo tiempo uno de los componentes de su historia y es una de las calamidades que Dios envía al mundo pecador (Ap 6,8; 8,9; 18,8). De ahí el carácter trágico de nuestra condición: por nosotros mismos es tamos entregados sin remisión al dominio de la muerte. ¿Cómo, pues, podrá realizarse de hecho la perspectiva de esperanza abierta por las Escrituras?
II. EL DUELO DE CRISTO Y DE LA MUERTE.
1. Cristo asume nuestra muerte.
Las promesas de las Escrituras se realizan gracias a Cristo. Para liberarnos del dominio de la muerte quiso primero hacer suya nuestra condición mortal. Su muerte no fue un accidente. La anunció a sus discípulos para precaver su escándalo (Mc 8,31 p; 9,31 p; 10,34 p; Jn 12,33; 18,32); la deseó como el bautismo que lo sumergiría en las aguas infernales (Lc 12,50; Mc 10, 38; cf. Sal 18,5). Si tembló ante ella (Jn 12,27; 13,21; Mc 14,33 p), como había temblado ante el sepulcro de Lázaro (Jn 11,33.38), si suplicó al Padre que podía preservarlo de la muerte (Heb 5,7; Lc 22,42; Jn 12, 27), no obstante, aceptó finalmente este cáliz (copa) de amargura (Mc 10,38 p; 14,30 p; Jn 18,11). Para hacer la voluntad del Padre (Mc 14,36 p) fue “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8). Es que debía “cumplir las Escrituras” (Mt 26,54): ¿no era él mismo el siervo anunciado por Isaías, el justo puesto en el rango de los malvados (Lc 22,37; cf. Is 53,12)? Efectivamente, aunque Pilato no halló en él nada que mereciera la sentencia capital (Lc 23,15. 22; Hech 3,13; 13,28), aceptó que su muerte tuviera la apariencia de un castigo exigido por la ley (Mt 26,66). Es que, “nacido bajo la ley” (Gál 4,4) y habiendo tomado “una carne semejante a la carne de pecado” (Rom 8,3) era solidario con su pueblo y con toda la raza humana. “Dios lo había hecho pecado por nosotros” (2Cor 5,21; cf. Gál 3,13), de modo que el castigo merecido por el pecado humano debía recaer sobre él. Por eso su muerte fue una “muerte al pecado” (Rom 6,10), aunque él fuera inocente, pues asumió hasta el fin la condición de los pecadores “gustando la muerte” como todos ellos (Heb 2,8s; cf. 1Tes 4,14; Rom 8.34) y bajando como ellos “a los infiernos”. Pero presentándose así “entre los muertos”, les llevaba esta buena nueva, a saber, que se les iba a restituir la vida (1Pe 3,19; 4,6).
2. Cristo muere por nosotros.
En efecto, la muerte de Cristo era fecunda, como la muerte del grano de trigo depositado en el surco (Jn 12. 24,32). Impuesta en apariencia como castigo del pecado, era en realidad un sacrificio expiatorio (Heb 9; cf. Is 53,10). Cristo, realizando a la letra, pero en otro sentido, la profecía involuntaria de Caifás, murió “por el pueblo” (Jn 11,50s; 18,14), y no sólo por su pueblo, sino “por todos los hombres” (2Cor 5,14s). Murió “por todos” (1Tes 5,10), cuando nosotros éramos pecadores (Rom 5,6ss), dándonos así la prueba suprema de amor (5,7; Jn 15,13; 1Jn 4,10). Por nosotros: no ya en lugar nuestro, sino en nuestro provecho; en efecto, muriendo “por nuestros pecados” (1Cor 15,3; 1Pe 3,18), nos reconcilió con Dios por su muerte (Rom 5,10), de modo que podemos ya recibir la herencia prometida (Heb 9,15s).
3. Cristo triunfa de la muerte.
¿De dónde viene que la muerte de Cristo pudiera tener esta eficacia salvadora? De que habiéndose enfrentado con la vieja enemiga del género humano, triunfó de ella. Cuando vivía se traslucían ya los signos de esta victoria futura, cuando devolvía a los muertos a la vida (Mt 9,18-25 p; Lc 7, 14s; Jn 11): en el reino de Dios que él inauguraba retrocedía la muerte ante el que era “la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Finalmente, se enfrentó con ella en su propio terreno, y la venció en el momento en que ella creía vencerle. Penetró en los infiernos como señor, para salir de ellos por su voluntad, “habiendo recibido la llave de la muerte y del Hades” (Ap 1,18). Y porque había sufrido la muerte, Dios lo coronó de gloria (Heb 2,9). Para él se realizó la resurrección de los muertos que anunciaban las Escrituras (1Cor 15, 4); vino a ser “el primogénito de entre los muertos” (Col 1-18: Ap 1. 5). Ahora. “liberado por Dios de los horrores del Hades” (Hech 2,24) y de la corrupción infernal (Hech 2,31), es evidente que la muerte ha perdidido todo imperio sobre él (Rom 6,9); por lo mismo, el que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, se vio reducido a la impotencia (Heb 2,14). Fue el primer acto de la victoria de Cristo. Mors et vira duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus (secuencia de pascua).
A partir de este momento cambió la relación entre los hombres y la muerte; en efecto, Cristo vencedor ilumina ya a “los que estaban sentados en la sombra de la muerte” (Lc 1,79); los liberó de la “ley del pecado y de la muerte”, de la que hasta entonces habían sido esclavos (Rom 8,2; cf. Heb 2,15). Finalmente, en el término de los tiempos, su triunfo tendrá una consumación fulgurante en el momento de la resurrección general. Entonces la muerte quedará destruida para siempre, “absorbida en la victoria” (1Cor 15,26.54ss). Porque la muerte y el Hades deberán entonces restituir sus presas, después de que hayan sido arrojados con Satán al estanque de fuego y de azufre, que es la muerte segunda (Ap 20,10. 13s). Tal será el triunfo final de Cristo: O mors ero mors tua, morsus tuus ero, interne! (Antífona de laudes del sábado santo).
III. EL CRISTIANO FRENTE A LA MUERTE.
1. Morir con Cristo.
Cristo, al tomar nuestra naturaleza, no sólo asumió nuestra muerte para hacerse solidario de nuestra condición pecadora. Cabeza de la nueva humanidad, nuevo Adán (1Cor 15,45; Rom 5,14), nos contenía a todos en sí cuando murió en la cruz. Por este hecho, en su muerte “murieron todos” en cierta manera (2Cor 5,14). Sin embargo, es preciso que esta muerte venga a ser para cada uno de ellos una realidad efectiva. Tal es el sentido del bautismo, cuya eficacia sacramental nos une a Cristo en cruz: bautizados a la muerte de Cristo”, somos “sepultados con él en la muerte”, “configurados con su muerte” (Rom 6,3ss; FIp 3,10). Ahora ya somos muertos, cuya vida está escondida en Dios con Cristo (Col 3,3). Muerte misteriosa que es el aspecto negativo de la gracia de salvación. Porque a lo que morimos de esta manera es a todo orden de cosas por el que se manifestaba acá en la tierra el reinado de la muerte: morimos al pecado (Rom 6,11), al hombre viejo (6,6), a la carne (1Pe 3,18), al cuerpo (Rom 6,6; 8,10), a la ley (Gál 2,19), a todos los elementos del mundo (Col 2,20)...
2. De la muerte a la vida.
Esta muerte con Cristo es, por tanto, en realidad una muerte a la muerte. Cuando éramos cautivos del pecado, entonces estábamos muertos (Col 2, 13; cf. Ap 3,1). Ahora somos vivientes, “vueltos a la muerte” (Rom 6,13) y “liberados de las obras muertas” (Heb 6,1; 9,14). Como lo dijo Cristo: quien escucha su palabra, pasa de la muerte a la vida (Jn 5,24); quien cree en él no tiene que temer la muerte: aunque haya muerto, vivirá (Jn 11,25). Tal es la ganancia que ofrece la fe. Por el contrario, el que no crea, morirá en sus pecados (Jn 8,21.24), convirtiéndose para él el perfume de Cristo en hedor de muerte (2Cor 2,16). El drama de la humanidad en conflicto con la muerte se representa así en cada una de nuestras vidas; de nuestra elección frente a Cristo y el Evangelio depende para nosotros su desenlace; para los unos la vida eterna, pues, como dice Jesús, “el que guarda mi palabra no verá jamás la muerte” (Jn 8, 51); para los otros, el horror de la “muerte segunda” (Ap 2,11; 20,14; 21,8).
3. Morir cada día.
Sin embargo, nuestra unión con la muerte de Cristo, realizada sacramentalmente en el bautismo, debe todavía actualizarse en nuestra vida de cada día. Tal es el sentido de la ascesis, por la que nos “mortificamos”; es decir, “hacemos que mueran” en nosotros las obras del cuerpo (Rom 8,13), nuestros miembros terrenales con sus pasiones (Col 3,5). Es también el sentido de todo lo que en nosotros manifiesta el poder de la muerte natural; en efecto, la muerte ha cambiado de sentido desde que Cristo ha hecho de ella un instrumento de salvación. El que el Apóstol de Cristo aparezca en su debilidad a los hombres como uno que está muriendo (2Cor 6,9), que se halle incesantemente en peligro de muerte (Flp 1,20; 2Cor 1,9s; 11,23), que “muera cada día” (iCor 15,31), no es ya signo de derrota: lleva en sí la mortalidad de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste también en su cuerpo; está entregado a la muerte a causa de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en su carne mortal; cuando la muerte hace en él su obra, la vida opera en los fieles (2Cor 4, 10ss). Esta muerte cotidiana actualiza por tanto la de Jesús y prolonga la fecundidad en su cuerpo que es la Iglesia.
4. Frente a la muerte corporal.
En la misma perspectiva adquiere para el cristiano nuevo sentido la muerte corporal. No es sólo un destino inevitable, al que uno se resigna, un decreto divino, que se acepta, una condena en que se ha incurrido a consecuencia del pecado. El cristiano “muere para el Señor” como había vivido para él (Rom 14,7s; cf. Flp 1,20). Y si muere como mártir de Cristo, derramando su sangre en testimonio, su muerte es una libación que tiene valor de sacrificio a los ojos de Dios (Flp 2,17; iTim 4,6). Esta muerte, por lo que “glorifica a Dios” (Jn 21,19), le vale la corona de vida (Ap 2,10; 12,11). De angustiosa necesidad que era, ha venido, pues, a ser objeto de bienaventuranza: “Bienaventurados los que mueren en el Señor. ¡Descansen ya de sus fatigas!” (Ap 14,13). La muerte de los justos es una entrada en la paz (Sab 3,3), en el reposo eterno, en la luz sin fin. Requiem aeternam dona eis, Domine, el lux perpetua luceat eis.!
La esperanza de inmortalidad y de resurrección que comenzaba a clarear en el AT ha hallado ahora en Cristo su base firme. Porque no sólo la unión a su muerte nos hace vivir actualmente con una vida nueva, sino que nos da la seguridad de que “el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a nuestros cuerpos mortales” (Rmo 8,11). Entonces por la resurrección entraremos en un mundo nuevo, donde “no habrá ya muerte” (Ap 21,4); o, más bien, para los elegidos resucitados con Cristo no habrá ya “muerte segunda” (Ap 20,6; cf. 2,11): ésta será reservada a los réprobos, al diablo, a la muerte, al Hades (Ap 21,8; cf. 20,10.14).
Por eso para el cristiano morir es en definitiva una ganancia, puesto que Cristo es su vida (Flp 2,21). Su condición presente, que le clava en su cuerpo mortal, es para él agobiante: preferiría dejarla para ir a morar junto al Señor (2Cor 5,8); tie ne prisa por revestirse del vestido de gloria de los resucitados, para que lo que hay en él de mortal sea absorbido por la vida (2Cor 5,1-4; cf. iCor 15,51-53). Desea partir para estar con Cristo (Flp 1,23).
PIERRE GRELOT