Plenitud.
La palabra plenitud es sumamente apropiada para designar el poder salvador de Cristo, que recibió todo poder en el cielo y en la tierra; en efecto, tal palabra evoca la perfección en la abundancia. Sin embargo, el vocablo griego subyacente (pleroma) ofrece mayor variedad de sentidos: significando primitivamente ya el contenido que llena un espacio, el mar (1Par 16,32) o la tierra (Sal 24,1; cf. 1Cor 10,26), ya lo que completa alguna cosa (Mt 9,16; Mc 2, 21; Col 1,24), puede igualmente designar el continente o bien la totalidad (Rom 11,12), la abundancia (Rom 15,29), el cumplimiento (Rom 13,10).
1. La plenitud de los tiempos.
Así como para Isabel (Lc 1,57) y María (Lc 2,6) “se cumplen” los días en que deben dar a luz, así para la tierra se han “cumplido” los tiempos (Mc 1,15), y se puede hablar de la plenitud de los tiempos mesiánicos y escatológicos (Gál 4,4; Ef 1,10). Esta medida finalmente llena. que hace pensar en el contenido de un reloj de arena lleno, no corresponde a una madurez o a una perfección alcanzada por los hombres, sino a un tiempo fijado por Dios. Entonces Jesús “llena” “cumple” las profecías.
2. La plenitud que habita en Cristo.
A Dios plugo hacer habitar en Cristo resucitado toda la plenitud (Col 1,19). Para explicar esta expresión merecen indicarse, entre otras, dos interpretaciones. Según la primera, más estática, el pleróma sería el universo lleno de la presencia de Dios. En este caso habría sido Pablo influenciado a la vez por el estoicismo vulgarizado y por el medio sapiencial; la sabiduría, en efecto, “llena el universo y mantiene unidas todas las cosas” (Sab 1,7). Según la otra interpretación, más dinámica, Pablo reflejaría otras imágenes de la literatura sapiencial: la sabiduría, como las aguas de los más grandes ríos, corre caudalosamente, hasta los bordes, se desborda y se extiende. Más vasta que el mar, más grande que el abismo, llena al sabio, el cual, en un principio mero canal de derivación, es a su vez transformado en río y en mar (Eclo 24,25-31; cf. Prov 8,12ss). Por otra parte, Dios hizo habitar en Israel la sabiduría (Eclo 24,8-12). Ahora bien, precisamente en Cristo, en quien habita toda la plenitud (Col 1,19; 2,9) se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría (Col 2,3). Estos tesoros no tienen nada que ver con riquezas acumuladas y codiciosamente conservadas, sino que, semejantes a aguas vivas que se derraman, son plenitud de vida que se opone.al vacío de la muerte (Flp 2,7), poder salvador sobreabundante que fluye del nombre que está por encima de todo nombre (F1p 2,9). Esta sobreabundancia se transparenta por todas partes en las epístolas paulinas, especialmente en los pasajes más líricos como Rom 5,15-21; 8,31-39; 11, 33-36; Flp 2,9ss; muy en particular brilla en el himno a los efesios, donde el estilo inagotable se esfuerza por traducir la riqueza desbordante de la gracia de que Dios nos ha colmado en su Hijo muy amado.
3. La Iglesia, plenitud de Cristo.
En Cristo, perfectamente colmado de la omnipotencia divina (Col 1,19; 2,9) se hallan los fieles asociados a su plenitud (2,10; Ef 3,19). En efecto,` la vida eterna y la santificación sobre-abundante que reside en el cuerpo glorificado de Cristo (Col 2,9), se vuelva en la Iglesia, que es su cuerpo. Por esta razón desde ahora la Iglesia puede llamarse la plenitud de Cristo (Ef 1,23). Estos dos títulos de cuerpo y de plenitud no se aplican al universo, sino sólo a la Iglesia. Sin embargo, ésta debe desarrollarse todavía para llegar a la dimensión de la plenitud de Cristo (4,13). Este crecimiento se efectuará tanto en profundidad (cf. 4,14ss) como en extensión. La Iglesia, en efecto, está destinada a extenderse a toda la creación que gime en la espera (cf. Rom 8,19-23) a fin de unirlo y salv:.rlo todo: de esta manera, progresivamente, Cristo llena el universo de su plenitud (Ef 1,20ss; 4,10).
San Juan reasume en su prólogo esta doctrina en términos más sencillos: en su gloria el Hijo unigénito “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14) derrama sobre los hombres la abundancia inagotable de la benevolencia divina. “Sí, de la plenitud de Cristo todos hemos recibido” (Jn 1,16).
PAUL LAMARCHE