Proceso.
Si el proceso ocupa gran lugar en la Biblia y si Dios figura en él con frecuencia, bajo los diversos papeles de acusado, de juez, de querellante o de abogado, no es que Israel propendiera notablemente más que otros pueblos al enredo y al prccedimiento: es que el Dios que se revela en la Biblia quiere la justicia y la razón. Creando al hombre a su imagen, espera de él un reconocimiento en la acción de gracias, una adhesión en la libertad, una comunión en la verdad. Aun después de haber pecado la criatura, Dios no desespera de su corazón y de su inteligencia; antes de verse reducido a desecharla, irá primero en su busca por todos los medios; si debe condenarla, no será en un golpe de fuerza, sino después de haberla convencido de su sinrazón y del derecho que a él le asiste; si triunfa, será por la sola fuerza de la verdad. El proceso supone un desacuerdo, un litigio entre las partes, supone también un mínimum de acuerdo sobre algunos principios de base; mientras se prosigue y no se ha pronunciado todavía sentencia, hay todavía esperanza de reconciliación; aun después de pronunciado el veredicto persiste la luz de los anteriores debates que, reduciendo “toda boca al silencio” (Rom 3,19), hace brillar la justicia de Dios.
El AT, carta y relación de la alianza, está totalmente ocupado por el debate que se sigue entre Dios y su pueblo (1). La venida de Jesucristo cierra el debate con una iniciativa inaudita de Dios: confundiendo al pecado, ofrece a los pecadores el modo de justificarse mediante la mera adhesión a su Hijo por la fe (u). Esta peripecia abre una nueva fase: ahora ya el proceso del hombre delante de Dios se desenvuelve en torno al proceso de Jesús y según el papel que en él asume.
1. DIOS Y SU PUEBLO EN PROCESO EN EL AT.
1. El pecador en proceso con Dios.
Entrar en proceso con Dios, sospechar en él mentira y malicia, es la tentación fundamental, la que la serpiente insinúa en el corazón de Eva; “¡Nada de eso! ¡No moriréis!” Dios se ríe de vosotros (Gén 3,3ss); es la primera reacción de Adán pecador: “La mujer que me diste por compañera...”, todo el mal viene de ti (3,12); es el pecado permanente de Israel en el desierto, que olvida que Dios lo ha, salvado de Egipto y pone en duda su poder y su fidelidad. El episodio de Meriba al salir del Mar Rojo (Éx 17,7; el nombre propio evoca la raíz rfb, la misma del proceso) anuncia todas las defecciones de la “generación pervertida” (Dt 32,20) y todos los procesos entablados contra Dios por su pueblo (Jer 2,29). Se trata siempre de la fe; negarse a creer es buscar razones contra Dios, discutirlo, tentarlo.
2. Dios en proceso con su pueblo.
Dios no puede sufrir que se le discuta de esta manera, que se insulte a su amor. Él a su vez “entra en proceso” con Israel (Os 4,1; 12,3; Is 3,13; Miq 6,2; Jer 2,9). El proceso supone, según la tradición profética, la alianza y los signos que ésta ofrece a la fe: Dios entra en proceso con sus elegidos. Sin embargo, a medida que la alianza se revela ser el centro del universo el proceso se amplía para convertirse en “el proceso de las naciones” (Jer 25, 13), luego el de todos los falsos dioses (Is 41,21-24; 43,8-13; 44,6ss).
El proceso es una explicación pública, en el marco más grandioso y más vasto posible, “las montañas, las colinas, los fundamentos de la tierra” (Miq 6,1s; cf. Sal 50,4); el mundo entero es llamado a dar testimonio, Quedar y las islas de Kittim (Jer 2,10), como cualquier transeúnte que viene de Jerusalén o de Judá (Is 5,3).
Dios comparece, acompañado de sus testigos (Is 43,10; 44,8) como acusador (Sal 50,7.21; Os 4,1-5), pero también como víctima in extremis, después de haber agotado todos los demás medios (Miq 6,3s; Jer 2,9...; Is 43,22-25). Invita a Israel a presentar sus argumentos (Is 1,18; 43,26; Miq 6,3) y no obtiene sino denegaciones mentirosas (Jer 2,35). Nadie puede responderle, “ningún viviente puede justificarse” delante de él (Sal 143,2). No le queda sino pronunciar la sentencia, que no debería ser sino una condenación (Os 2,4; 4,1s; Jer 2,9.29) que hiciera aparecer que sólo él puede hablar y que tiene en su favor todo el derecho (Is 41,24; 43,12s; 44,7; Sal 50,7.21; 51, 6). Sin embargo, en el centro mismo de la condenación asoma todavía un recurso, el anuncio de una reversión radical: “Venid y discutamos: aun cuando vuestros pecados fueran rojos como escarlata, quedarán blancos como nieve” (Is 1,18; cf. Os 2,16-25).
3. Job en proceso con Dios.
Hay que reconocer que si tratar de acusar a Dios es el pecado capital, es, con todo, una tentación frecuente que puede ser, ya que no justificada al menos fatal frente a los desconcertantes caminos de Dios. El sufrimiento, el mal del mundo ¿no son un argumento contra Dios? Job es el caso ejemplar de la tentación llevada al paroxismo, y todo el poema no parece ser sino un proceso entablado contra Dios. Puesto que de Dios mismo viene todo el mal de que sufre Job (Job 6,4; 10,2; 16,12; 19,21), ¿no le toca a Dios justificarse? Job no ignora que es quimérico imaginarse que uno pueda tener razón contra Dios (9,1-3), pero si pudiera “defender su causa” (9,14), “justificar su conducta delante de él” (13,1s), solamente comparecer ante él, sabe que su causa triunfaría (23,3-7) y que su “defensor... estaría de su parte” (19,25ss). Es todo un lenguaje de proceso, pero Job se detiene en el momento preciso en que su querella podría convertirse en verdadero proceso, en que su interrogación po dría convertirse en acusación. No puede comprender a Dios, pero no cede a la tentación de acusarlo; sostiene que Dios está de su parte y él se reconoce su servidor.
Es normal que el hombre plantee a Dios estas tremendas cuestiones (cf. Jer 12,1), y Job no incurre en pecado al suscitarlas; sin embargo, es necesario que aprenda a desestimarlas. Dios mismo interviene, el hombre comprende su ceguera (38, ls) y retira todas sus cuestiones (42, 6): sin necesidad de formular sentencia, basta con que Dios esté presente para que todo se explique.
II. EN JESUCRISTO CONCLUYE DIOS EL PROCESO.
El proceso suscitado por el pecado del hombre y llevado adelante por la justicia de Dios halla en Jesucristo su punto final. La solución divina es una maravilla de audacia, pero respeta rigurosamente las exigencias de la razón y del derecho, sin las cuales no hubiera tenido sentido el proceso. En él queda condenado el pecado sin recurso y sin compromiso; bajo todas sus formas y bajo todos los regímenes, el del paganismo y el del judaísmo, aparece frente a Cristo como el mal supremo, el desconocimiento radical de Dios y la corrupción irremediable del hombre (Rom 1,18-3,20). La santidad manifestada por el Evangelio de Jesucristo pone al descubierto la mentira oculta en todos los corazones (3,4), reduce toda boca al silencio (3,19) y hace que brille el triunfo del Dios veraz (3,4).
Ahora bien, este triunfo es al mismo tiempo la salvación del hombre. Perdiendo su proceso el pecador que acepta su derrota y renuncia a defender su propia justicia (F1p 3,9) para creer en el perdón, en la gracia y en la justicia de Dios en Jesucristo, obtiene por lo mismo su justificación (Rom 3,21-26), su precio y su valor delante de Dios. Creer en Jesucristo y en el poder redentor de su muerte es, en efecto, desaprobar el propio pecado, responsable de esta muerte, y reconocerse objeto del incomprensible amor de un Dios capaz de entregar a su Hijo único por los enemigos (Rom 5,6-10; 8,32); es renunciar a la defensiva y a la acusación de Dios para abandonarse al amor y a la acción de gracias. El proceso se termina con una reconciliación integral.
III. EL PROCESO DE JESÚS.
Esta reconciliación no se opera sino en la fe, y el objeto de esta fe es Cristo en su muerte y en su resurrección. Para superar el movimiento espontáneo que nos erige en acusadores de Dios, hay que reconocer en Jesús al Hijo muy amado entregado por su Padre. Pero la reacción del pecador consiste en rehusar la generosidad de Dios, en repudiar al que él envía, en ver blasfemar en los signos que presenta de su misión. El proceso entablado por Caifás y seguido ante todos los tribunales de Jerusalén es el tipo acabado del proceso, entablado por el hombre contra Dios a partir del primer pecado. No pudiendo poner su confianza en Dios, vuelve contra él todos los testimonios que recibe de su amor.
1. Todos los relatos evangélicos de la pasión ponen en el centro del proceso la cuestión decisiva: Jesús ¿es Cristo, el enviado de Dios encargado de la salvación del mundo (Mt 26,63 p; 27,11 p; In 19,7)? Todos hacen resaltar en Jesús la certeza de estar unido con Dios por un nexo que ninguna fuerza, ni la de los hombres ni la de la muerte, es capaz de romper; y en sus adversarios la presencia de una negativa consciente de la verdad, en los falsos testimonios del proceso judío (Mt 26, 59), en la cobardía de Pilato (27,18. 24), en la vanidad de Herodes (Lc 23,8-11), en la preferencia dada a Barrabás (Lc 23,25), pero también la excusa (Lc 23,34; Hech 3,24) de una situación en la que deliberadamente Dios entrega a su Hijo y lo abandona (Hech 2,23; Mt 27,46) al poder del pecado (Lc 22,53; Jn 14,30s; 2Cor 5,21).
2. El evangelio de Juan marca todavía más claramente el carácter ejemplar del proceso de Jesús. Este proceso se desenvuelve a todo lo largo de su vida pública: desde el primer milagro en Jerusalén “los judíos buscan pleito a Jesús” (Jn 5,16) y prevén ya su muerte (5,18; cf. Mt 3,6); todas las discusiones que tienen lugar entre los “judíos” y él son como la instrucción de un proceso en el que Jesús aduce sus testimonios, el de Juan (5,33), sus signos propios y sus obras, los cuales todos constituyen finalmente el único testimonio en que quiere basarse, el de Dios (5,31-37; 8,13-18). El objeto de este proceso es exactamente el de los Sinópticos, la personalidad mesiánica y divina de Jesús, su calidad de Hijo de Dios (5,18; 8,25ss; 10,22-38; 19,7).
3. La revisión del proceso de Jesús es el primer gesto público de la Iglesia, y sigue siendo su misión permanente. Dios, resucitando a Jesús, demostró solemnemente la justicia de su causa y confundió a sus adversarios, hizo “Señor y Cristo” (Hech 2,36) a aquel al que ellos habían condenado a muerte. No obstante, al hacer de esta resurrección, en lugar de una demostración de fuerza, un llamamiento a la fe y a la conversión, muestra Dios que su victoria es la de su perdón. Este doble anuncio, del triunfo de Dios sobre los pecadores y de la salvación que este triunfo aporta a los pecadores, es el tema esencial de la predicación de la Iglesia naciente (Hech 2,36.38; 3,13.19; 4,10.12; 5,30s; 10,39s.43). Coincide exactamente con la teología explícita de Pablo a los romanos. Tal es el testimonio que el cristiano aporta al mundo. Su misión consiste en demostrar al mundo, coco los apóstoles en Jerusalén, la injusticia del proceso que no cesa de seguir contra Dios y contra Cristo. Es normal que el cristiano sea llevado ante los tribunales, acusado y entregado por sus allegados (Mc 13, 9-13 p); es fatal que el mundo odie y persiga a los discípulos de Cristo (Jn 15,18ss) y que toda su existencia esté expuesta a su mirada implacable (1Cor 4,9); es preciso que estén “siempre prontos a defender (su) esperanza ante quienquiera que sea” (1Pe 3,15). Pero este proceso no es el suyo, sino el de Cristo, que se continúa y por el que tienen que dar testimonio. Así su testimonio no es el suyo, sino el del Espíritu Santo (Mc 13,11); el Paráclito, como abogado infalible, “confundirá al mundo” por su boca y por su vida, haciendo brillar la injusticia de su causa y la justicia de Jesucristo (Jn 16,8-11).
JACQUES GUILLET