Profeta.
1. DIVERSIDAD Y UNIDAD DEL PROFETISMO DE ISRAEL.
En todas partes existen en el antiguo Oriente hombres que ejercen la adivinación (cf. Núm 22.5s; Dan 2.2; 4,3s) y son juzgados aptos para recibir mensajes de la divinidad. A veces se acude a ellos antes de comenzar una empresa. Sucederá que los profetas de Israel hayan de cumplir funciones análogas (1Re 22,1-29); pero la consideración del profetismo como duración es la que mejor permite captar su carácter único.
1. Orígenes.
¿Dónde comienza el profetismo bíblico? A Abraham se da el título de profeta, pero esto es una transposición tardía (Gén 20,7). En cuanto a Moisés, auténtico enviado divino (Éx 3-4), es una fuente por lo que atañe a la profecía (Éx 7,1; Núm 11,17-25) y por tanto más que un profeta (Núm 12.6-8). El Deuteronomio es el único libro de la ley que le da este nombre (Dt 18,15); pero no como a un profeta como los otros: después de él nadie le igualó (Dt 34.10). Al final de la época de los jueces surgen bandas de “hijos de profetas” (1Sa 10,5s), cuyo exterior agitado (1Sa 19.20-24) tiene resabios de ambiente cananeo. Con ellos entra en uso la palabra nabi (¿”llamado”?). Pero al lado de este título subsisten los antiguos: “vidente” (1Sa 9,9) o “visionario” (Am 7, 12), “hombre de Dios” (1Sa 9,7s), título principal de Elías y sobre todo de Eliseo (2Re 4.9). Por lo demás el título de nubf no está reservado a los profetas auténticos de Yahveh: al lado de ellos hay nabim de Baal (1 Re 18.22); hay también hombres que hacen del profetismo un oficio, aunque hablan sin que Dios les inspire (IRe 22,5s...). El estudio del vocabulario muestra, pues, que el profetismo tiene aspectos muy variados; pero al desarrollarse manifestará su unidad.
2. Continuidad.
Existió una verdadera tradición profética que se perpetuó gracias a los discípulos de los profetas. El Espíritu. como en el caso de Moisés (Núm 11,17), se comunica: así por ejemplo de Elías a Eliseo (2Re 2). Isaías menciona a sus discípulos (Is 8,16), y Jeremías va acompañado de Baruc. El siervo de Yahveh, cuya figura, más aún que la de Moisés, desborda el profetismo, asume los rasgos de un profeta-discípulo docente (Is 50,4s; 42,2ss). En este marco de una tradición viva, la escritura desempeña naturalmente un papel (Is 8,16; Jer 36,4), que crece con el tiempo: Yahveh no pone ya en la boca de Ezequiel sus solas palabras, sino un libro. Sobre todo a partir del exilio se impone retrospectivamente a Israel la conciencia de una tradición profética (Jer 7,25; cf. 25,4; 29,19; 35,15; 44,4). El libro de la Consolación (de escuela isaiana) se apoya en esta tradición cuando recuerda las predicciones antiguas de Yahveh (Is 45,21; 48,5). Pero la tradición profética tiene una fuente de unidad que es de orden distinto del de estas relaciones mensurables: los profetas, desde los orígenes, están todos animados por el mismo Espíritu de Dios (aun cuando varios no mencionen al Espíritu como origen de su profecía; cf., sin embargo, 1Sa 10,6; Miq 3,8 [heb.]; Os 9,7; Jl 3,1s; Ez 11,5). Sean cuales fueren sus dependencias mutuas, de Dios es de quien reciben la palabra. El carisma profético es un carisma de revelación (Am 3,7; Jer 23,18; 2Re 6,12), que da a conocer al hombre lo que no podría descubrir por sus propias fuerzas. Su objeto es a la vez múltiple y único: es el designio de salvación que se cumplirá y se unificará en Jesucristo (cf. Heb l,ls).
3. El profeta en la comunidad.
El profetismo, constituyendo una tradición, tiene también un puesto preciso en la comunidad de Israel: forma una parte integrante de la misma, pero sin absorberla; vemos que el profeta desempeña un papel, con el sacerdote, en la consagración del rey (1Re 1). Rey, sacerdote, profeta son durante largo tiempo como los tres ejes de la sociedad de Israel, bastante diversos para ser a veces antagónicos, pero normalmente necesarios los unos a los otros. Mientras existe un Estado se hallan profetas para iluminar a los reyes: Natán, Gad, Eliseo, sobre todo Isaías, y por momentos Jeremías. Les incumbe decir si la acción emprendida es la que Dios quiere, si tal política se encuadra exactamente dentro de la historia de la salvación. Sin embargo, el profetismo en el sentido fuerte de la palabra no es una institución como la realeza o el sacerdocio: Israel puede procurarse un rey (Dt 17,14s), pero no un profeta; éste es puro don de Dios, objeto de promesa (Dt 18,14-19), pero otorgado libremente. Esto se siente bien en el período en que se interrumpe el profetismo (1Mac 9,27; cf. Sal 74,9): Israel vive entonces en la espera del profeta prometido (1Mac 4,46; 14,41). En estas circunstancias se comprende la acogida entusiástica dispensada por los judíos a la predicación de Juan Bautista (Mt 3,1-12).
II. DESTINO PERSONAL DEL PROFETA.
1. Vocación.
Al profeta corresponde un lugar en la comunidad, pero lo que lo constituye es la vocación. Se ve a ojos vistas en el llamamiento de Moisés, de Samuel, Amós, Isaías, Jeremías, Ezequiel, sin olvidar al Siervo de Yahveh. Las confidencias líricas de Jeremías giran en torno al mismo tema. Dios tiene la entera iniciativa; domina a la persona del profeta: “El Señor Yahveh habla, ¿quién no profetizará?” (Am 3,8; cf. 7,14s). Jeremías, consagrado desde el seno de su madre (1,5; cf. Is 49,1), habla de seducción (20,7ss). Ezequiel siente que la mano de Dios pesa fuertemente sobre él (Ez 3,14).
El llamamiento despierta en Jeremías la conciencia de su debilidad (Ter 1,6); en Isaías, la del pecado (Is 6, 5). Este llamamiento lleva siempre a una misión, cuyo instrumento es la boca del profeta que dirá la palabra de Dios (Jer 1,9; 15,19; Is 6,6s; cf. Ez 3,Iss).
2. El mensaje del profeta y su vida. Anuncios en forma de gestos (más de treinta) preceden o acompañan a las exposiciones orales (Jer 28,10; 51,63...; Ez 3,24-5,4; Zac 11,15...). Es que la palabra revelada no se reduce a vocablos; es vida, va acompañada de una participación simbólica (no mágica) en el gesto de Yahveh que realiza lo que dice. Algunos de estos actos simbólicos tienen efectos inmediatos: compra de un campo (Ter 32), enfermedades y angustias (Ez 3,25s; 4,4-8; 12,18). Sin embargo, es de notar que en los más grandes la vida conyugal y familiar hace cuerpo con la revelación. Tal es el caso del matrimonio de Oseas (1-3). Isaías se limita a mencionar a la “profetisa” (Is 8,3), pero él y sus hijos son signos para el pueblo (8, 18). En el momento del exilio los signos se hacen negativos: celibato de Jeremías (Jer 16,1-9), viudez de Ezequiel (Ez 24,15-27). Otros tantos símbolos no imaginados, sino vividos y de esta manera enlazados con la verdad. El mensaje no puede ser exterior a su portador: no es un concepto de que pueda disponer éste; es la manifestación en él del Dios vivo (Elías), del Dios santo (Isaías).
3. Pruebas.
Los que hablan en su propio nombre (Jer 14,14s; 23,16), sin haber sido enviados (Jer 27,15), siguiendo su propio espíritu (Ez 13, 3), son falsos profetas. Los verdaderos profetas tienen conciencia de que otro les hace hablar, tanto que se da el caso de tener que corregirse alguna vez cuando han hablado de su propia cosecha (2Sa 7). La presencia de este otro (Jer 20,7ss), el peso de la misión recibida (Jer 4,19), causan a menudo una lucha interior. La serenidad de Isaías deja traslucir poco de esto: “guardo a Yahveh que oculta su rostro” (Is 8,17)... Pero Moisés (Núm 11,11-15) y Elías (1Re 19,4) conocen la crisis de depresión. Sobre todo Jeremías se queja amargamente, y un momento parece retraerse de su vocación (Jer 15.18s; 20,14-18). Ezequiel está “lleno de amargura y de furor”, “pasmado” (Ez 3,14s). El siervo de Yahveh atraviesa una fase de aparente esterilidad y de inquietud (Is 49,4). En fin, Dios apenas si deja a los profetas esperar el éxito de su misión (Is 6,9s; Jer 1,19: 7,27; Ez 3, 6s). La de Isaías no logrará sino endurecer al pueblo (Is 6,9s = Mt 13, 14s: cf. Jn 15,22). Ezequiel deberá hablar, “se le escuche o no” (Ez 2, 5.7: 3.11.27); así los hombres “sabrán que yo soy Yahveh” (Ez 36,38, etc.): pero este reconocimiento del Señor sólo tendrá lugar posteriormente. La palabra profética trasciende en todos sentidos sus resultados inmediatos, pues su eficacia es de orden escatológico: en último término nos interesa a nosotros (1Pe 1,10ss). 4. Muerte. Se exterminó a los profetas bajo Ajab (1Re 18,4.13; 19, 10.14). probablemente bajo Manasés (2Re 21,16), ciertamente bajo Yoyaquim (Jer 26,20-23). Jeremías no ve nada excepcional en estas matanzas (Jer 2,30); en tiempos de Nehemías su mención ha venido a ser un tópico (Neh 9,26), y Jesús podrá decir: “Jerusalén, que matas a los profetas” (Mt 23,37)... La idea de que la muerte de los profetas es el coronamiento de todas sus profecías, de hecho va abriéndose paso a través de esta experiencia. La misión del Siervo de Yahveh, remate de la serie, comienza en la discreción (Is 42.2), y se consuma en el silencio del cordero, al que se sacrifica (Is 53,7). Ahora bien, este fin es una cima entrevista: desde Moisés los profetas intercedían por el pueblo (Is 37,4; Jer 7,17; 10.23s; Ez 22,30); el siervo, intercediendo por los pecadores, los salvará con su muerte (Is 53,5.11s).
III. EL PROFETA FRENTE A LOS VALORES ADMITIDOS.
El encuentro dramático entre el profeta y el pueblo sucede primero en el terreno de las condiciones de la antigua alianza: la ley, las instrucciones, el culto.
1. La ley.
Profetismo y ley no expresan dos opciones, dos corrientes divergentes: se trata de funciones distintas, de sectores, que no son en modo alguno compartimientos estancos, en el interior de una totalidad. La ley declara lo que debe ser en todo tiempo y para todo hombre. El profeta, para comenzar, denuncia las faltas que surgen contra la ley. Lo que le distingue aquí de los representantes de la ley es que no aguarda a que se le someta un caso para pronunciarse, y que lo hace sin referirse a un poder que le ha transmitido la sociedad ni a un saber aprendido de otros. En razón de lo que Dios le revela para el momento presente asocia la ley con la existencia; pone nombres, dice al pecador, como Natán a David: “Tú eres ese hombre” (2Sa 12,7), coge a las personas en el acto mismo (1Re 21. 20), a menudo por sorpresa (1 Re 20, 38-43). Oseas (4,2), Jeremías (7,9), hacen alusión al decálogo; Ezequiel (18.5-18) a las leyes y costumbres. El no pagar el salario (Jer 22,13; cf. Mal 3,5), el fraude (Am 8,5; Os 12,8; Miq 6,10s), la venalidad de los jueces (Miq 3,11; Is 1,23; 5,23), el negarse a manumitir a los esclavos en el tiempo debido (Jer 34,8-22). la inhumanidad de los prestamistas (Am 2,8) y de los que “machacan el rostro de los pobres” (Is 3,15; cf. Am 2,6-8; 4,1; 8,4ss): he aquí otras tantas faltas contra la alianza. Pero la esencia de la ley que hacen presente los profetas no se reduce al texto escrito; en todo caso lo escrito no puede operar lo que opera el profeta en sus oyentes. Por su carisma alcanza en cada persona ese punto secreto en que se escoge o se rechaza la luz. Ahora bien, en la situación de hecho en que surge la palabra profética no sólo se rehúsa el derecho, sino que se retuerce (Miq 3,9s; Jer 8,8; Hab 1,4), se cambia en amargura (Am 5,7; 6,12); al bien se le llama mal, y viceversa (Is 5, 20; 32,5); tal es la mentira condenada incesantemente por Jeremías (Jer 6,6...). Los pastores enturbian el agua a las ovejas (Ez 34,18s), se extravía a los débiles (Is 3,12-15; 9, 15; Am 2,7). El pueblo, también culpable, no merece contemplaciones (Os 4,9; Jer 6,28; Is 9,16): pero los profetas vituperan más violentamente a los sacerdotes y a todos los responsables (Is 3,2; Jer 5,4s) que representan las normas (Os 5,1; Is 10, 1) y las falsean. Contra tal situación se halla la ley desarmada. En la perversión de los signos el único recurso está en el discernimiento entre dos espíritus, el del mal y el de Dios: es la situación en que se ve enfrenarse profeta contra profeta (Jer 28).
2. Las tradiciones.
El pecado no tiene toda la culpa; la sociedad ha cambiado. Los profetas tienen conciencia de la novedad del estado de las costumbres, ya sea en los vestidos (Is 3,16-23), en la música (Am 6,5) o en las relaciones sociales. Habiendo aumentado los intercambios de todas clases, Israel conoce la situación que había previsto Samuel (1Sa 8,10-18): la relación de amo a esclavo se ha transferido, desde la permanencia en Egipto, al interior del pueblo. A pesar de ciertas posiciones antimonárquicas (Os 13,11), los profetas no tratan de hacer volver a un estado anterior de cosas. No es ése su papel. Se oponen incluso al pueblo, aferrado como a su propio bien a una imagen venturosa del pasado, cuya reproducción indefinida considera como asegurada. Es la euforia de los que dicen: “¿No está Yahveh en medio de nosotros?” (Miq 3,11), que llaman a Yahveh “el amigo de su juventud” (Jer 3,4; Os 8,2), que piensan obtener a poca costa que “Yahveh reproduzca para ellos todos sus prodigios” (Jer 21,2), para quienes no ha pasado nada: “mañana será como hoy” (Is 56,12; cf. 47,7)... Éstos se hallan en su centro en la predicación tranquilizadora de los falsos profetas (Jer 23,17) y se niegan a que se les abran los ojos acerca de la realidad presente. Sin embargo los profetas de Dios son el extremo opuesto de una ruptura radical con el pasado: Elías vuelve al Horeb; Oseas (11,1-5) y Jeremías (2, 2s) están prendados de los recuerdos del desierto, el Déutero-Isaías (Is 43,16-21), de los del Éxodo. Los profetas no confunden este pasado con sus sobrevivencias muertas. Les sirve para centrar en su verdadero eje la religión del pueblo.
3. El culto.
Los profetas tienen palabras radicales contra los sacrificios (Jer 7,21s; Is 1,11s; Am 5,21-25), el arca (Jer 3,16) y el templo (Jer 7,4; 26,1-15); ese templo en el que Isaías recibió su vocación (Is 6) y en el que predica Jeremías (Jer 7), como predicaba Amós en el santuario de Betel (Am 7,13). Estas palabras se refieren a la actualidad: condenan sacrificios que en realidad son sacrilegios; en condiciones análogas podrían aplicarse igualmente a los actos del culto cristiano. Recuerdan también el valor relativo de estos signos que no han sido siempre ni tampoco serán siempre tales como son (Am 5,25; Jer 7,22), que no son capaces por sí mismos de purificar ni de salvar (cf. Heb 10,1). Estos sacrificios no tienen sentido sino en relación con el sacrificio único de Cristo; a la revelación de este sentido definitivo da paso la crítica de los profetas. Por lo demás, a partir del exilio, organización del culto y profetismo coinciden en Ezequiel (Ez 40-48; cf. Is 58,13), Malaquías, Ageo. El culto judío de baja época es un culto purificado, lo cual es debido en gran parte a la acción de los profetas, que no se imaginaron nunca una religión sin culto, como tampoco una sociedad sin ley.
IV. LA PROFECÍA Y LA NUEVA ECONOMÍA.
Los profetas ponen en conexión al Dios vivo con su criatura en la singularidad del momento presente. Pero precisamente por esta razón su mensaje está orientado hacia el futuro. Lo ven acercarse con su doble semblante, de castigo y de salvación.
1. El castigo.
Isaías, Jeremías, Ezequiel ven, por encima de la multiplicidad de las transgresiones, la continuidad del pecado nacional (Miq 7,2; Jer 5,1), dato histórico y radical (Is 48,8; Ez 20; Is 64,5). Está grabado (Jer 17,1), adherido como el orín o el color de la piel (Jer 13, 23; Ez 24,6). Como profetas que son, expresan esta situación en términos de momentos históricos. Dicen que el pecado, hoy, ha llegado a su colmo; Dios se lo ha hecho ver como se lo hizo ver a Abraham en el caso de Sodoma (cf. Am 4,11; Is 1,10...). Por eso su mensaje comporta, junto con exhortaciones, el enunciado de una sentencia, con o sin fecha, pero nunca indeterminado: Israel ha roto la alianza (Is 24,5; Jer 11,10); a los profetas toca significárselo con sus consecuencias. El pueblo aguarda como un triunfo el día de Yahveh; ellos anuncian que viene bajo la forma contraria (Am 5,I8ss). La viña que ha decepcionado será destruida por el viñador (Is 5,1-7).
2. La salvación.
Sin embargo, los profetas, desde los tiempos de Amós, saben que Dios es ante todo salvador. Jeremías ha sido establecido “para destruir, arrancar, arruinar y asolar, para levantar, edificar y plantar” (Jer 1,10). Israel ha roto la alianza, pero con esto no está dicho todo: Dios, que es el autor de esta alianza, ¿tiene intención de romperla? Ningún sabio podría responder a esta cuestión, pues en el pasado especuló Israel con la fidelidad de Dios a fin de serle infiel y así se encerró en el pecado. Pero cuando se calla el sabio (Am 5,13), habla el profeta. Él es el único que puede decir que después del castigo triunfará Dios perdonando, sin estar obligado a ello (Ez 16,61), sólo por su gloria (Is 48,11). Esta perspectiva se comprende mejor cuando, a partir de Oseas, se desarrolla la doctrina de la alianza bajo la figura del matrimonio, como la respuesta profética a las aporías de la alianza: el matrimonio es, sí, un contrato, pero sólo tiene sentido por el amor; ahora bien, el amor hace imposible el cálculo y concebible el perdón.
3. Los heraldos de la nueva alianza.
El exilio y la dispersión que le sigue ejecutaron la sentencia. Si la ley hizo a Israel pasar por la experiencia de su impotencia (cf. Rom 7), es porque los profetas le abrieron los ojos. Entonces vino la hora de la misericordia. Desde los tiempos del exilio lo dicen los profetas cuando hacen promesas para el futuro. Lo que prometen no es la restauración (Jer 31,32) de instituciones ahora ya caducas; habrá una nueva alianza. Jeremías la anuncia (Jer 31, 31-34); Ezequiel (Ez 36,16-38) y el Déutero-Isaías (Is 55,3; 54,1-10) lo repiten. En esta nueva perspectiva no se suprime la ley, sino que cambia de puesto; de condición de la promesa pasa a ser objeto de la misma (Jer 31,33; 32,39s; Ez 36,27). Es ésta una gran novedad; pero los profetas aportan otras muchas, en todos los puntos de la revelación bíblica: la experiencia profética se extiende a todos para renovarlos todos. Por su género de vida como por su doctrina son los profetas los jefes de fila de los que Pascal llamó los “cristianos de la antigua ley”.
4. El hoy definitivo.
Esta refundición de las condiciones de la salvación es inseparable de las circunstancias del exilio y del retorno, pues el profeta ve con una sola mirada las verdades eternas y los hechos en que se manifiestan. Las unas como los otros le son revelados por la gracia de su carisma, pero entre los los conocimientos que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, éste del porvenir es un caso particular y privilegiado. Su predicción adopta formas diversas. A veces se refiere a hechos próximos, cuyo alcance es menor, pero su realización más impresionante (Am 7,17; Jer 28,15s; 44,29s; 1Sa l0,ls; cf. Lc 22,I0ss). Semejantes predicciones, una vez realizadas, son signos respecto al futuro lejano, que es el único decisivo. Este futuro, este fin de la historia, es el objeto esencial al que mira la profecía. La forma como se evoca anticipadamente se enraíza siempre en la historia del Israel carnal, pero hace resaltar su alcance definitivo y universal. Si los videntes describen la salvación a la escala de los acontecimientos que ellos mismos viven, ello depende de la limitación de su experiencia, pero también del hecho de que el futuro está en acción en el presente; los profetas enlazan el presente con el futuro porque éste es el hoy por excelencia; el empleo de la hipérbole muestra bien que la realidad rebasará todos los objetivos históricos enfocados en lo inmediato. Este lenguaje no pretende tanto hacernos admirar un ropaje literario cuanto ponerse a la altura de un acontecimiento absoluto. Éste es el que la apocalíptica, esa revelación por excelencia, más desgajada de las opciones políticas que la antigua profecía, enfocará directamente en sus arquitecturas de tiempos, sus números, sus representaciones figuradas (cf. Dan). Más allá de la historia presente dejará presentir el acontecimiento absoluto, centro y fin de la historia.
NT.
1. EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROFECÍAS.
El Nuevo Testamento tiene conciencia de dar cumplimiento a las promesas del Antiguo. Entre uno y otro el libro de Isaías, que es ya una suma de la profecía, y sobre todo los Cantos del Siervo, parecen ser un eslabón privilegiado que anuncia no sólo el cumplimiento, sino también su modo. Por eso los Evangelios toman de él los textos que describen la mala acogida hecha a la salvación realizada (Is 6,9 es citado por Mt 13,14s; Jn 12,39s y Hech 28, 26s; Is 53,1 por Rom 10,16 y Jn 12,38; Is 65,2 por Rom 10,21).
En efecto, si el NT subraya fácilmente los rasgos particulares de la vida de Jesús que cumplen las Escrituras, esto no debe hacernos olvidar la conformidad global de “todos los profetas” (Hech 3,18-24; Lc 24,27) con lo esencial de los misterios: la pasión y la resurrección. La primera se menciona sola varias veces como objeto de los profecías (Mt 26,54-56; Hech 3,18; 13,27); más a menudo, las dos juntas. La lección de exégesis de Emaús, que se puso en práctica en la redacción de los Evangelios, reúne las expresiones de que están salpicados los otros libros cuando se trata de anunciar el misterio de Cristo: “los profetas”, “Moisés y todos los profetas”, “todas las Escrituras”, “la ley de Moisés, los profetas y los salmos” (Lc 24,25.27. 44; comparar Hech 2,30; 26,22; 28, 23; Rom 1,2; 1Pe 1,11; 2Pe 3,2...). Todo el Antiguo Testamento se convierte en una profecía del Nuevo, una “escritura profética” (2Pe 1, 19s).
II. LA PROFECÍA EN LA NUEVA ECONOMÍA.
1. En torno a Jesús.
Jesús aparece por decirlo así en medio de una red de profetismo, representada por Zacarías (Lc 1,67), Simeón (Lc 2,25ss), la profetisa Ana (Lc 2,36) y por encima de todo Juan Bautista. Precisaba la presencia de Juan para hacer sentir la diferencia entre el profetismo y su objeto, Cristo. Todo el mundo mira a Juan como a un profeta. Efectivamente, como los profetas de antaño, traduce la ley en términos de existencia vivida (Mt 14, 4; Lc 3,11-14). Anuncia la inminencia de la ira y de la salvación (Mt 3,2.8). Sobre todo, discierne proféticamente a aquel que está aquí y no se le conoce, y lo designa (Jn 1,26. 31). Por él todos los profetas dan testimonio de Jesús: “todos los profetas, así como la ley, profetizaron hasta Juan” (Mt 11,13; Lc 16,16). 2. Jesús. Aunque el comportamiento de Jesús es claramente distinto del de Juan Bautista (Mt 9,14), se reconocen en él muchos rasgos proféticos; revela el contenido de los “signos de los tiempos” (Mt 16,2s) y anuncia su fin (Mt 24-25). Su actitud frente a los valores recibidos reasume la crítica de los profetas: severidad para con los que tienen la llave, pero no dejan entrar (Lc 11, 52); ira contri la hipocresía religiosa (Mt 15,7; cf. Is 29,13); discusión de la calidad de hijos de Abraham de que se glorían los judíos (Jn 8,39; cf. 9,28); clarificación de una herencia espiritual enmarañada, cuyas grandes líneas son ya difíciles de distinguir; purificación del templo (Mc 11,15ss p; cf. Is 56. 7; Jer 7,11) y anuncio de un culto perfecto después de la destrucción del santuario material (Jn 2,16; cf. Zac 14,21). Finalmente, un rasgo que lo enlaza particularmente con los profetas de otro tiempo: ve denegado su mensaje (Mt 13,13ss p), rechazado por aquella Jerusalén que había matado a los profetas (Mt 23, 37s p; cf. 1Tes 2,15). A medida que se acerca este término, lo anuncia y explica su sentido, siendo él mismo su propio profeta mostrando así que es dueño de su destino, que lo acepta para realizar el designio del Padre, formulado en las Escrituras.
En presencia de tales actitudes, acompañadas de signos milagrosos, se comprende que la multitud dé espontáneamente a Jesús el título de profeta (Mt 16,14; Lc 7,16; Jn 4,19; 9,17), que en ciertos casos designa al profeta por excelencia anunciado en las Escrituras (Jn 1,21; 6,14; 7,40). Jesús mismo no adopta este título sino incidentalmente (Mt 13,57 p); tampoco la Iglesia naciente le asignará gran lugar (Hech 3,22; cf. Lc 24,19). Es que la personalidad de Jesús desborda en todos los sentidos la tradición profética: él es el Mesías, el Siervo de Dios, el Hijo del hombre. La autoridad que recibe de su Padre es también totalmente suya: es la del Hijo, lo cual le sitúa por encima de toda la serie de los profetas (Heb 1,lss). Recibe sus palabras, pero es, como dirá Juan, la palabra de Dios hecha carne (Jn 1,14). En efecto, ¿qué profeta se habría presentado nunca como fuente de verdad y de vida? Los profetas decían: “Oráculo, de Yahveh.” Jesús dice: “En verdad, en verdad os digo...” Su misión y su persona no son, pues, ya del mismo orden.
3. La Iglesia.
“Las profecías desaparecerán un día”, explica Pablo (1Cor 13,8). Pero esto será al fin de los tiempos. La venida de Cristo acá abajo, muy lejos de eliminar el carisma de profecía, provocó la extensión del mismo, que había sido predicha. “¡Ojalá que todo el pueblo fuera profeta!”, era el deseo de Moisés (Núm 11,29). Y Joel veía realizarse este deseo “en los últimos tiempos” (Jl 3,1-4). El día de pentecostés declara Pedro cumplida esta profecía: el Espíritu de Jesús se ha derramado sobre toda carne: visión y profecía son cosas comunes en el nuevo pueblo de Dios. El carisma de las profecías es efectivamente frecuente en la Iglesia apostólica (cf. Hech 11,27s; 13,1; 21,10s). Pablo quiere que no sea despreciado en las Iglesias que ha fundado (1Tes 5,20). Lo sitúa muy por encima del don de lenguas (1Cor 14,1-5); sin embargo, tiene empeño en que se ejerza dentro del orden y para el bien de la comunidad (14,29-32). El profeta del NT, lo mismo que el del AT, no tiene por única función predecir el porvenir: “edifica, exhorta, consuela” (14,3), funciones que se acercan mucho a la predicación. El autor profético del Apocalipsis comienza por desvelar a las siete iglesias lo que ellas mismas son (Ap 2-3), tal como lo hacían los antiguos profetas. El profeta, también sometido al control de los otros profetas (1Cor 14,32) y a las órdenes de la autoridad (14,37), no puede pretender agrupar en torno a sí a la comunidad (cf. 12,4-11) ni gobernar la Iglesia. Hasta el final el profetismo auténtico se podrá reconocer gracias a las reglas de discreción de espíritus. Ya en el AT ¿no veía el Deuteronomio en la doctrina de los profetas el signo auténtico de su misión divina (Dt 13,2.6)? Lo mismo sucede ahora. Porque el profetismo no se extinguirá con la edad apostólica. Sería difícil comprender la misión de muchos santos en la Iglesia sin referirse al carisma profético, el cual está sometido a las reglas dictadas por san Pablo.
PAUL BEAUCHAMP