Pueblo.
El tema del pueblo de Dios, en el que se organiza en síntesis todos los aspectos de la vida de Israel, es tan central en el AT como lo será en el NT el tema de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, pero también cuerpo de Cristo. Entre los dos sirve de enlace la escatología profética: en el marco de la antigua alianza, anuncia y describe anticipadamente al pueblo de la nueva alianza, aguardado para el “fin de los tiempos”.
A. EL PUEBLO DE LA ANTIGUA ALIANZA.
Al designar los grupos humanos de una cierta extensión, las voces hebraicas `am y goy destacaban dos de los elementos que los constituyen: la comunidad de sangre y la estructura sociológica estable. Pero se especializaron poco a poco en el len guaje del AT: 'am (en sing.) designó preferentemente al pueblo de Dios, mientras que goyim (en plur.) estaba reservado a las naciones extranjeras, a los paganos (ya Núm 23,9); este uso, sin embargo, conoce excepciones. En la Biblia griega laos significó igualmente al pueblo de Dios (más raramente demos cuando se insistía en su organización política), mientras que ethne (en plur.) se aplicaba a las naciones paganas; pero también aquí hay excepciones. Este hecho lingüístico muestra que se sintió la necesidad de una palabra especial para expresar el carácter excepcional de Israel, pueblo tan diferente de los otros por el misterio de su vocación, que su experiencia nacional adquirió un significado religioso y un aspecto esencial del designio de salvación comenzó a revelarse en ella.
I. TRANSCENDENCIA DEL PUEBLO DE DIOS.
1. Elección, vocación, alianza.
Israel, como todos los demás pueblos, pertenece a la historia humana; pero desde su origen la revelación lo presenta como desbordando el orden de la 'historia. Si existe, es porque Dios lo ha elegido (Dt 7,7; Is 41,8) y llamado (Is 48, 12), no por su nombre, su fuerza o sus méritos (Dt 7,7; 8,17; 9,4), sino por amor (Dt 7,8; Os 11,1). Habiéndolo distinguido de este modo entre los otros, lo rescató y liberó en el tiempo del éxodo (Dt 6,12; 7,8; 8,14...; 9,26). Constituyéndolo en nación independiente, en cierto modo lo creó (cf. Is 48,15), lo formó como a un niño en el seno materno (Is 44,2.24). La conciencia viva de una dependencia total respecto a Dios acompaña por tanto en Israel a la toma de conciencia de la nación como tal. Luego viene la alianza, y este acto de fundación subraya que ahora ya todo se situará para Israel en un plano doble: el de la historia y el de la fe. Un pacto sagrado, en el que las doce tribus son partes contratantes, se sella con la sangre de un sacrificio (Éx 24,8); con ésta Yahveh viene a ser el Dios de Israel, e Israel el pueblo de Yahveh (cf. Dt 29,12; Lev 26,12; Jer 7,23, etc.; Ez 11,20, etc.). De este modo se establece un vínculo único entre Dios y una comunidad humana; todo el que por la circuncisión sea agregado a esta comunidad participará también en este vínculo (cf. Gén 17,10...).
“2. Títulos y funciones del pueblo de Dios.
Israel es el pueblo santo, consagrado a Yahveh, puesto aparte para él (Dt 7,6; 14,2), su bien propio (Éx 19,5; Jer 2,3), su herencia (Dt 9, 26). Es su rebaño (Sal 80,2; 94,7), su viña (Is 5,1; Sal 80,9), su hijo (Éx 4,22; Os 11,1), su esposa (Os 2,4; Jer 2,2; Ez 16,8). Es un “reino de sacerdotes” (Éx 19,6), en el que Dios reina sobre súbditos consagrados a su servicio. Esta finalidad cultual de la alianza muestra al mismo tiempo la función que desempeña Israel para con las otras naciones: testigo del Dios único cerca de ellas (Is 44,8), es el pueblo mediador, por el que se reanudará el vínculo entre Dios y el conjunto de la humanidad, de modo que se eleve a Dios la alabanza de la tierra entera (Is 45,14s.23s) y todas las naciones tengan participación en la bendición de Dios (Gén 12,3; Jer 4,2; Eclo 44,21).
II. SIGNIFICACIÓN RELIGIOSA DE UNA EXPERIENCIA NACIONAL.
Así pues, Israel, en virtud de la alianza realiza una paradoja en medio de la historia humana: el pueblo de Dios, comunidad específicamente religiosa, transcendente por su naturaleza misma, es al mismo tiempo una. magnitud de este mundo, con todos los elementos temporales que componen acá en la tierra la vida de los pueblos.
Consiguientemente su experiencia nacional en la que todas las otras podrán reconocer su propio rostro, va a adquirir un significado religioso luminoso para la fe.
1. Una comunidad de raza.
El pueblo de Israel se representa su unidad interna como derivada de su unidad de origen. Los patriarcas hebreos son los padres de la raza, y los recuerdos de la historia anterior al éxodo cristalizan en el marco de una genealogía que va de Abraham, por Isaac, a Jacob-Israel, padre de doce hijos, epónimos de las doce tribus. Es cierto que en el transcurso de las edades la raza asimiló no pocos elementos heterogéneos, desde la salida de Egipto (Éx 12,38), en el desierto (Núm 11,4; Jue 4,11), después de la conquista de Canaán (Jos 9; Jue 3,1...). Pero en época tardía se ve más bien acentuarse la preocupación por la pureza de la sangre judía: se prohiben los matrimonios extranjeros para defender la “raza santa” (Esd 9,2) contra los pueblos paganos que llevan la idolatría en la sangre. Hasta se idealiza el pasado enlazando con la genealogía patriarcal a ciertos extranjeros asimislados ya mucho tiempo atrás, como los clanes celehitas (1Par 2,18; cf. Núm 32,12 y Gén 15,19). Es que por sus padres pasó la elección de Israel: ¿no vemos, en cada etapa de su genealogía, a los pueblos vecinos descartados en sus padres del designio de salvación (Gén 19,30; 21,8...; 25, 1...; 36)? Para participar en las promesas y en la alianza divina hay, pues, que ser de la raza de Abraham, el amigo de Dios (Is 41,8; 51,2: cf. 63,16; ter 33,26; Sal 105,6; 2Par 20,7). Cierto universalismo subsiste en el horizonte del pensamiento, puesto que Abraham debe llegar a ser “padre de numerosos pueblos” (Gén 17. 5s). Pero prácticamente los extranjeros que se convierten al judaísmo, los prosélitos (Is 56,8), se agregan de hecho a la raza elegida para participar de sus privilegios religiosos. La fe común no basta aún para construir el pueblo de Dios; tiene por base concreta una rama étnica escogida por Dios en medio de las otras.
2. Una comunidad de instituciones.
La raza de los profetas no es una masa amorfa, sino una sociedad organizada. Sus células fundamentales, familia y clan (mispaha), en que se reconoce la comunidad de sangre, atraviesan los siglos y sobreviven aun después del desenraizamiento de la dispersión (Esd 2; Neh 7). Ahora bien, en materia económica, determinan la propiedad de los ganados, de las tierras, de los derechos de pasto; determinan costumbres como la venganza de la sangre (Núm 35,19), el levirato (Dt 25,5...), el derecho de rescate (Rut 4,3). Por ellas cada individuo toma conciencia de una pertenencia social que le protege y le obliga a la vez. Los clanes mismos se reagrupan en tribus, unidades políticas de base, y la primera forma que adopta la nación organizada es la de una confederación de doce tribus ligadas entre sí por el pacto de la alianza (Éx 24,4; Jos 24). Cuando el Estado israelita adquiera más consistencia, la monarquía centralizada se superpondrá a la confederación sin abolirla (2Sa 2,4; 5,3), tanto que después de la ruina del edificio monárquico, cuando se disperse la nación, la confederación de las tribus quedará como el ideal de los restauradores judíos (cf. Ez 48). Ahora bien, si esta evolución de las instituciones depende de factores históricos diversos, depende sobre todo de un principio que rebasa la presión de los hechos: la ley, cuyos fundamentos esenciales echó Moisés y que desarrollándose asegura en el transcurso de las edades la permanencia de un mismo espíritu en los usos y costumbres (cf. Neh 8). Por ella todas las instituciones de Israel adquieren sentido y valor en función del designio de Dios: ella es el “pedagogo” providencial del pueblo de la Alianza (Gál 3,24).
3. Una comunidad de destino.
Paralelamente a las instituciones que estructuran la nación, la comunidad de destino da a sus miembros un alma común: experiencia de la vida nómada, de la opresión y de la liberación, de la vida errante por el desierto y de los combates por la posesión de una patria, de la unidad nacional pagada cara y del apogeo imperial, de la división política, preludio de la ruina de las dos fracciones del Estado, del desastre y de la dispersión... Ahora bien, todas estas experiencias tienen un significado religioso; son a su manera una experiencia concreta de las vías de Dios. Su rostro luminoso muestra claramente los dones de Dios a su pueblo y hace presagiar y desear sus intenciones secretas; su rostro sombrío hace sentir la ira divina, que se manifiesta en juicios ejemplares. Con esto la historia se convierte en revelación. De sus experiencias seculares saca el pueblo de Dios esquemas fundamentales de pensamiento en los que se vierten las experiencias sucesivas (cf. 1Mac 2,51...; 2Mac 8,19); en su pasado halla puntos de referencia para representarse su propio porvenir y para expresar el objeto de sus esperanzas (cf. Is 63,8...).
4. El enraízamiento en una patria.
Del desierto, su habitat primitivo, fue conducido el pueblo de Dios a Canaán. Es la tierra en que vivieron sus padres y donde tienen sus tumbas (Gén 23; 25,9; etc); es la tierra prometida (Gén 12,7; 13,15) dada luego por Dios en herencia (Éx 23, 27...; Dt 9,1...; Jer 2,7; Sal 78,54s); es la tierra conquistada a lo largo de una empresa humana que realizaba el designio de Dios (Jos 1,13...; 24,11...). No es ya, pues, Canaán, un país pagano, es la tierra de Israel, la tierra santa donde Dios mismo, presente en medio de su pueblo, ha puesto su residencia (1Re 8,15). Jerusalén, morada de Yahveh y capital política, es un signo sensible de unidad nacional y religiosa a la vez (Sal 122). Así la dispersión que sigue a la catástrofe nacional no hace sino reforzar el apego del pueblo de Dios a su tierra. La mística sionista nace ya con el decreto de Ciro (Esd 1,2) y se mantiene viva en los siglos siguientes (Esd 7). Los judíos, aun cuando viven en medio de los extranjeros, no se sienten nunca totalmente desenraizados, puesto que allá tienen todavía una patria, en la que se hallan las tumbas de sus padres (Neh 2,3) y hacia la que se vuelven para orar (Dan 6,11).
5. La comunidad de lenguaje.
Israel, al conquistar la tierra santa, hizo de la “lengua de Canaán” (Is 19,18) su propia lengua. En un pueblo la lengua es factor de unidad, garantiza una mentalidad común, sirve de vehículo de una cultura y de una concepción del mundo; es una verdadera patria espiritual. Ahora bien, en Israel la misma revelación divina se expresa en hebreo, adoptando las categorías de pensamiento forjadas por la cultura semítica y sacando partido del carácter concreto y dinámico del hebreo. De siglo en siglo va cobrando forma una verdadera cultura nacional, en la que se reconocen aportaciones humanas muy diversas (cananea, asiriobabilónica, irania, hasta griega); pero la revelación efectúa siempre una filtración, eliminando los elementos inasimilables, dando a las palabras y a las concepciones del espíritu contenidos nuevos en relación con el designio de Dios. Finalmente, cuando los judíos hablan arameo o griego, el hebreo queda como la “len gua santa”; sin embargo, la práctica de los targums y la versión de los Setenta permiten entonces al arameo y al griego transmitir, a su vez, la doctrina revelada sin traicionarla. De este modo la evolución cultual de Israel está dominada por la palabra de Dios, fijada en las sagradas Escrituras; pero la palabra de Dios para hacerse inteligible, se vertió en un molde judío.
6. La comunidad cultual.
En las sociedades del antiguo Oriente era el culto un aspecto esencial de la vida civil. En Israel el culto del Dios único es, conforme a la alianza, la función suprema de la nación. La lengua hebrea posee términos técnicos para designar al pueblo reunido en esta función cultual. Forma una comunidad (`edah), una convocación sagrada (rniqra), una asamblea (qahal), y estos términos, transpuestos al griego, dieron origen a las palabras synagoge y ekklesia. El judaísmo, buscando su ideal en la comunidad santa del desierto, tal como la describe el Pentateuco, no es ciertamente todavía una Iglesia en el sentido fuerte del término, pues sigue ligado a las estructuras temporales de una nación particular; pero esboza ya sus rasgos, puesto que los caracteres específicos del pueblo de Israel se acusan con la mayor claridad en su calidad de comunidad cultual (gahaliekklesia).
III. LA ANTIGUA ALIANZA: VALOR Y LÍMITES.
Así pues, ya en la antigua alianza se reveló la estructura social del designio de salvación: el hombre no será salvado por Dios evadiéndose de la historia; no hallará a Dios en la soledad de una vida religiosa separada del mundo. Se enlazará con Dios compartiendo la vida y el destino de la comunidad elegida por Dios para que sea su pueblo. Este designio de Dios tiene ya un comienzo de realización en Israel, pues los miembros del pueblo de la alianza poseen ya efectivamente una vida de fe, que tiene por soportes las instituciones y la historia nacional no menos que la palabra de Dios y las asambleas cultuales. Aquí aparece el carácter imperfecto de esta realización provisional. En ella la vida de fe, como experiencia de la relación de alianza con Dios, constituye ya una realidad positiva, que lleva en sí la promesa de la salvación definitiva. Pero todavía está ligada con condiciones que la limitan de dos maneras: sus perspectivas no rebasan el orden de las cosas temporales ni el horizonte de una sola nación. Y, sin embargo, por esta misma sutura de una realidad transcendente (el “pueblo de Dios”) con una realidad nacional y temporal en que halla un soporte visible, algo de su misterio profundo se hizo inteligible a los hombres: a partir de las experiencias de Israel como pueblo de este mundo, poco a poco se fueron esbozando bajo el velo de las figuras los diversos aspectos de la sociedad santa, en que finalmente se consumará el designio de salvación.
B. LA PROMESA DEL NUEVO PUEBLO
La economía fundada en la antigua alianza no tenía sólo los límites que acabamos de decir; era incapaz de “hacer” nada “perfecto” (Heb 7,19; 9,9 10,1), incapaz de realizar acá en la tierra el “pueblo santo” que estaba llamado a formar Israel. Los hechos mismos lo mostraron; puesto que los pecados de Israel atrajeron sobre él el castigo radical del exilio y de la dispersión. Pero no por esto vino a caducar el designio de Dios; así la escatología profética anuncia para los “últimos tiempos” la venida de una economía nueva en la que Dios hallará el pueblo perfecto, cuyo esbozo y germen era el antiguo.
I. EL PUEBLO DE LA NUEVA ALIANZA.
1. Superioridad de la nueva alianza.
Como en otro tiempo Israel, el pueblo nuevo debe nacer de una iniciativa de Dios. Pero esta vez Dios va a triunfar del pecado que había contrarrestado su primer plan: purificará a su pueblo, cambiará su corazón, derramará en él su Espíritu (Ez 36, 26...); eliminará de él a los pecadores para conservar un resto humilde y justo (Is 10,20s; Sof 3,13; Job 3,5). Con este pueblo “creado” por él (Is 65,18) concluirá una nueva alianza (Jer 31,31...; Ez 37,26). Es-te pueblo será el “pueblo santo” (Is 62,12), el rebaño (Jer 31,10), y la esposa (Os 2,21) de Yahveh. La rectitud interior así descrita contrasta con el estado espiritual de Israel, pueblo pecador; evoca un estado de la humanidad anterior al pecado de su primer padre (Gén 2).
2. Universalidad del pueblo nuevo.
Al mismo tiempo se ensanchan las fronteras del pueblo de Dios, pues las naciones van a unirse a Israel (Is 2,2...); tendrán parte con él en la bendición prometida a Abraham (Jer 4,2; cf. Gén 12,3) y a la alianza cuyo mediador (Is 42,6) será el misterioso siervo de Yahveh. La puesta aparte de Israel aparece así como un estadio provisional en el desenvolvimiento del plan divino; al final de los tiempos se logrará el universalismo primitivo.
II. EVOCACIÓN SIMBÓLICA DEL NUEVO PUEBLO.
Para evocar en forma concreta el nuevo pueblo no tienen los profetas más que interrogar la experiencia pasada del pueblo de Israel: si se eliminan de ella las imperfecciones y las sombras, aparece como una figura anticipada de los “últimos tiempos”.
1. Una nueva raza.
Israel entrará en el pueblo nuevo en calidad de raza de Abraham (Is 41,8). Pero también las naciones se unirán al pueblo del Dios de Abraham (Sal 47,10), como para convertirse a su vez en la posteridad espiritual del patriarca. A Sión, madre simbólica del pueblo santo, todos le dirán: “¡Madre!” (Sal 87). Así pues, la raza humana entera recobrará su unidad primitiva, cuando se reúnan los salvados de las naciones dispersas después de la aventura de Babel (Is 66,18ss; cf. Gén 10-11; Zac 14,17).
2. Nuevas instituciones.
Para describir anticipadamente el pueblo nuevo como una comunidad organizada se recurre todavía a las instituciones figurativas: nueva ley, inscrita esta vez en los corazones (Jer 31,33; Ez 36,27); reunión de las doce tribus (Ez 48) y fin del antagonismo entre Israel y Judá (Ez 37,15...); realeza del germen de David (Is 9; 11; Jer 23,5; Ez 34,23; Zac 9,9). etc. También aquí el universalismo hace saltar las barreras de las instituciones pasadas. El rey, hijo de David, reina sobre todas las naciones (cf Sal 2; 72); sobre todo, todas ellas reconocen por su rey al Dios único (Zac 14,16; Sal 96,10), y se les enseña su derecho a que se les aparte la luz (Is 2,2...; 42,14). Así, sin perder su personalidad se agregan al pueblo de Dios en forma orgánica.
3. Los acontecimientos de la salvación.
La experiencia histórica de Israel proporciona igualmente el medio de representar los acontecimientos de la salvación: nuevo éxodo, que será como el primero redención y liberación (Jer 31,11; Is 43, 16...; 44,23); nueva marcha a través del desierto, que renueve los prodigios de otros tiempos (Os 2,16; Jer 31,2; Is 40,3; 43,14; 48,21; 49, 10), retorno a la tierra prometida (Os 2,17; Jer 31,12; Ez 37,21), triunfo del rey sobre los enemigos de alrededor para inaugurar un reinado pacífico (Is 9)... Pero una vez más se amplía el horizonte: no sólo Sa maría participará en la restauración prometida, sino incluso Sodoma (Ez 16,53...), tipo de la ciudad pecadora... La paz universal así restablecida al final de la historia de la salvación (Is 2) restituirá al género humano a un estado que ya no conocía desde el pecado de Caín (cf. Gén 4,8).
4. La nueva tierra santa.
La tierra santa será naturalmente el lugar de reunión del nuevo Israel (Ez 34,14; Jer 31,10...). Pero entonces tendrá una fecundidad maravillosa que dejará muy atrás las más entusiásticas descripciones del Deuteronomio (Ez 47,12; Jl 4,18). Literalmente será el paraíso recobrado (Ez 36,35; Is 51, 3). Jerusalén, su capital, será el centro del mundo entero (Is 2). Así, en el universo “recreado” (Is 65,17) realizará Dios la unidad de todas las patrias para proporcionar a sus elegidos una felicidad y una paz paradisíacas (Os 2,20; Is 65,17-25).
5. La reunión de todas las lenguas.
No en vano hizo Dios de la lengua de Canaán la lengua santa; cuando Egipto se convierta en los últimos tiempos, invocará a Yahveh en la lengua santa (Is 19,18...). Pero la escatología profética va más lejos: Dios purificará los labios de todos los pueblos para que cada uno pueda alabarle en su propia lengua (Sof 3,9). Así, en un culto que habrá vuelto a ser unánime se operará la reunión de las naciones y de las lenguas (Is 66,18); esta reunión pondrá fin a la fragmentación del género humano y será signo de unión espiritual recuperada, como en los orígenes del designio de Dios (Gén 11,1).
6. El nuevo culto de Dios.
Evidentemente, el culto escatológico se describe bajo los rasgos del culto israelita (cf. Ez 40-48). Pero es muy de notar que constantemente se afirma el universalismo. La humanidad recobrará su unidad por el servicio común del Dios único (Is 2,2...: 56, 6s; 66,20s). Su reunión final adoptará la forma de las peregrinaciones en que el pueblo de Dios se congrega para la fiesta de los tabernáculos (Zac 14,16), y la de las comidas cultuales por las que entra en comunión con Dios (Is 25,6). Aunque la palabra no figura en los textos, se piensa en una nueva “asamblea santa” análoga al qahal (= ekklesia) del desierto, en la que las naciones se unirán al resto de Israel.
III. EL PUEBLO ESCATOLÓGICO Y EL ISRAEL DE LA HISTORIA.
Así pues, el pueblo de la alianza es evocado anticipadamente partiendo de la experiencia histórica de Israel, cuyo valor de prefiguración se ve así claramente. Sin embargo, en dos puntos se transcienden los datos de la experiencia: se rebasa el marco nacional, y el pueblo nuevo se abre a la humanidad entera; la humanidad y el universo mismo recobran su perfección original, perdida por razón del pecado humano.
Pero en este cuadro simbólico subsisten ciertas ambigüedades, de las que es responsable en parte la experiencia de Israel. La restauración de la unidad humana en torno al pueblo de la antigua alianza, de su rey, de su ciudad santa, conserva a veces estrecheces (cf. Is 52,1), resonancias nacionalistas (Is 60,12), y hasta un aspecto guerrero (Sal 2; 72), que tenderá a desarrollarse bajo la forma de guerra escatológica (Ez 38-39). Y sobre todo, aun cuando la felicidad prometida al pueblo implique la supresión de todo mal moral y físico (el sufrimiento: Is 65,19; la muerte misma: Is 25,8), el horizonte sigue siendo las más de las veces temporal, apegado a los goces terrenales. Aun al “pueblo de los santos del Altísimo” (Dan 7,22.27), que tiende a rebasar estos límites y adopta un sesgo transcendente, se le asigna un dominio que se parece al de los poderes de este mundo (Dan 7, 27; cf. 14).
Para que se disipe la ambigüedad será necesario que con Cristo y su Iglesia el pueblo escatológico entre a su vez en el campo de la experiencia humana.
C. EL PUEBLO DE LA NUEVA ALIANZA.
En el griego del NT se halla todavía mejor que en los LXX la especialización de las palabras laos, pueblo de Dios, y ethne, naciones paganas. Pero para definir la comunidad de la salvación, ligada a Dios por la nueva alianza, el tema de la ekklesia (“asamblea cultual”) se impone a todos los otros. Sin embargo, la Iglesia de Cristo, en la que se invita a entrar al pueblo de la antigua alianza y luego a las otras naciones, es verdaderamente un pueblo, con todas las resonancias que implica este término, pues la realidad escatológica, sucediendo a sus prefiguraciones, no abroga su sentido sino que lo cumple o verifica.
1. EL NUEVO PUEBLO.
Por la nueva alianza, sellada con la sangre de Jesús, ha creado, pues, Dios un nuevo pueblo, acerca del cual se realiza plenamente el dicho de la Escritura: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (2Cor 6,16; cf. Lev 26, 12; Heb 8,10; cf. Jer 31,33; Ap 21, 3). Es el pueblo cuyos pecados expió Jesús (Heb 2,17), el pueblo al que santificó por medio de su sangre (13,12), el pueblo en el que se entra por la fe (Gál 3,7; Rom 4,3...). De este modo los títulos de Israel se trasladan ahora a este pueblo: pueblo particular de Dios (Tit 2,14; cf. Dt 7,6); raza elegida, nación santa, pueblo adquirido (1Pe 2,9; cf. Éx 19,5 e Is 43,20s); rebaño (Hech 20,28; 1Pe 5,2; Jn 10,16) y esposa del Señor (Ef 5,25; Ap 19,7; 21,2). Y puesto que el pueblo de la antigua alianza había experimentado las vías de Dios en los acontecimientos de su historia, la experiencia de la salvación otorgada al pueblo nuevo se puede verter en categorías de pensamiento que recuerden estos acontecimientos figurativos: este pueblo debe entrar en el reposo divino prefigurado por la tierra prometida (Heb 4,9); debe salir de Babilonia, ciudad del mal (Ap 18,4), para reunirse en Jerusalén, residencia de Dios (Ap 21,3).
Pero esta vez se rebasa el nivel de la vida temporal en que se mueven las naciones. La trascendencia del pueblo de Dios es total: siendo un “reino sacerdotal” (1Pe 2,9), no pertenece a este mundo (Jn 18,36); su patria está en los cielos (Heb 11,13...), donde sus miembros tienen derecho de ciudadanía (Flp 3,20), pues son los hijos de la Jerusalén de lo alto (Gál 4,26), la misma que al final de los tiempos descenderá del cielo a la tierra (Ap 21,1ss). Sin embargo, este pueblo mora todavía acá en la tierra. Así pues, por él lo espiritual y lo escatológico se articulan en lo temporal y en lo histórico. Después de la paradoja de Israel viene la paradoja de la Iglesia: en su condición terrenal es un pueblo visible llamado a desarrollarse en el tiempo.
II. ISRAEL Y LAS NACIONES EN EL NUEVO PUEBLO.
Es natural que Israel sea el primer llamado a formar parte del nuevo pueblo; tal era su vocación desde la primera alianza. Jesús fue enviado como “el profeta semejante a Moisés” (Hech 3,23) para “salvar a su pueblo” (Mt 1,21), llevarle luz (Mt 4,15s), redención (Lc 1,68), conocimiento de la salvación (Lc 1,77), gozo (Lc 2,10), gloria (Lc 2,32). Es el jefe que debe regirlo (Mt 2,6) y que finalmente morirá por él (Jn 11,50). Pero alrededor de Jesús y del anuncio del Evangelio se reproduce después el drama del “pueblo de dura cerviz”, del que el AT ofrecía ya ejemplos impresionantes (Mt 13,15; 15,8; Hech 13,45; 28,26; Rom 10,21; 11,1s).
Entonces es cuando logra su objetivo completo el designio de salvación. En efecto, la muerte de Jesús, que lleva a su colmo el pecado del pueblo de la antigua alianza (Mt 23, 32-36; cf. 7,51s), pone fin a esta primera economía. Derriba la barrera que separaba a Israel de las otras naciones (Ef 2,14...): Jesús muere “no sólo por su nación, sino para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52). Un resto del primer pueblo de Dios se convertirá y entrará en el nuevo pueblo; pero Dios tiene resuelto “sacar también de entre las naciones un pueblo para su nombre” (Hech 15,14); de los que no eran su pueblo quiere ahora hacer su pueblo (Rom 9,25s; 1Pe 2,10), “para que todos tengan participación en la herencia con los santificados” (Hech 26,18).
Así pues, mediante esta conjunción de Israel y de las naciones se realiza la reunión escatológica de la “nueva humanidad” (Ef 2,15), raza elegida (1Pe 2,9) que es todavía espiritualmente la raza de Abraham (Rom 4, lls), pero que engloba de hecho a la raza humana entera, ahora que Cristo, nuevo Adán, recapitula en sí toda la descendencia del primer Adán (1Cor 15,45; Rom 5,12...). El pueblo santo está ahora ya constituido por hombres “de todas las tribus, pueblos, naciones y lenguas” (Ap 5,9; 7, 9; 11,9; 13,7; 14,6), estando el antiguo Israel comprendido en esta enumeración. Tal es el semblante eterno de la Iglesia, que contempla en el cielo el vidente del Apocalipsis. Tal es también su realidad terrestre, pues no siendo ya “ni griega ni judía” (Gál 3,28), constituye un tertiurn genus, como decían los cristianos de los primeros siglos.
III. EL NUEVO PUEBLO EN MARCHA HACIA SU CONSUMACIÓN.
De este modo resulta ser la Iglesia un “pueblo” enraizado en la historia. Como los hijos de Israel, sus miembros tienen comunidad de origen, comunidad de instituciones y de destino, comunidad de patria hacia la cual se encaminan (Heb 11,16), comunidad de lenguaje asegurada por la palabra de Dios, comunidad cultual, que es la finalidad suprema de la ekklesia (cf. 1Pe 2,9; Ap 5,10). El destino terreno de este pueblo aparte presenta todavía sorprendentes paralelismos con el de Israel: las mismas infidelidades de sus miembros pecadores (cf. Heb 3,7...); las mismas persecuciones que vienen de los poderes terrenales que encarnan la bestia diabólica (Ap 13,1-7; cf. Dan 7); la misma necesidad de abandonar Babilonia para librarse de la ruina que la amenaza (Ap 18,4...; cf. Is 48,20). La historia sagrada y las Escrituras del AT quedan así cargadas de sentido para el pueblo nuevo en tanto está en marcha hacia la consumación celestial.
PIERRE GRELOT