Paz.

El hombre ansía la paz desde lo más profundo de su ser. Pero a veces ignora la naturaleza del bien que tan ansiosamente anhela, y los caminos que sigue para alcanzarlo no son siempre los caminos de Dios. Por eso debe aprender de la historia sagrada en qué consiste la búsqueda de la verdadera paz y oír proclamar por Dios en Jesucristo el don de esta verdadera paz.

1. LA PAZ, FELICIDAD PERFECTA.

Para apreciar en su pleno valor la realidad designada por la palabra hay que percibir el sabor de la tierra latente en la expresión semítica aun en su concepción más espiritual, y en la Biblia hasta el último libro del NT.

1. Paz y bienestar.

La palabra hebrea salom, deriva de una raíz que, según sus empleos, designa el hecho de hallarse intacto, completo (Job 9,4), por ejemplo, acabar una casa (1 Re 9,25). o el acto de restablecer las cosas en su prístino estado, en su integridad, por ejemplo, “apaciguar” a un acreedor (Éx 21,34), cumplir un voto (Sal 50,14). Por tanto la paz bíblica no es sólo el “pacto” que permite una vida tranquila, ni el “tiempo de paz” por oposición al “tiempo de guerra” (Ecl 3,8; Ap 6,4); designa el bien-estar de la existencia cotidiana, el estado del hombre que vive en armonía con la naturaleza, consigo mismo, con Dios; concretamente, es bendición, reposo, gloria, riqueza, salvación, vida.

2. Paz y felicidad.

“Tener buena salud” y “estar en paz” son dos expresiones paralelas (Sal 38,4); para preguntar cómo está uno, si se halla bien, se dice: “¿Está en paz?” (2Sa 18,32; Gén 43,27); Abraham, que murió en una vejez dichosa y saciado de días (Gén 25,8), partió en paz (Gén 15,15; cf. Lc 2,29). En sentido más lato la paz es la seguridad. Gedeón no debe ya temer la muerte ante la aparición celestial (Jue 6,23; cf. Dan 10,19); Israel no tiene ya que temer a enemigos gracias a Josué, el vencedor (Jos 21,44; 23,1), a David (2Sa 7,1), a Salomón (1 Re 5, 4; 1Par 22,9; Eclo 47,13). Finalmente, la paz es concordia en una vida fraterna: mi familiar, mi amigo, es “el hombre de mi paz” (Sal 41,10; Jer 20,10); es confianza mutua, con frecuencia sancionada por una alianza (Núm 25,12; Eclo 45,24) o por un tratado de buena vecindad (Jos 9,15; Jue 4,17; 1Re 5,26; Lc 14,32; Hech 12,20).

3. Paz y “salud”.

Todos estos bienes, materiales y espirituales, están comprendidos en el saludo, en el deseo de paz (el salamalec de los árabes), con el que en el AT y en el NT se saluda, se dice “buenos días” o “adiós” ya en la conversación (Gén 26,29; 2Sa 18,29), ya por carta (p.c., Dan 3, 98; FIm 3). Ahora bien, si se debe desear la paz o informarse sobre las disposiciones pacíficas del visitante (2Re 9,18), es que la paz es un estado que se ha de conquistar o defender; es victoria sobre algún enemigo. Gedeón o Ajab esperan regresar en paz, es decir, vencedores de la guerra (Jue 8,9; 1Re 22,27s); asimismo se desea el éxito de una exploración (Jue 18,5s), el triunfo sobre la esterilidad de Ana (1Sa 1,17), la curación de las heridas (Jer 6,14; Is 57,18s); finalmente, se ofrecen “sacrificios pacíficos (salutaris hostia), que significan la comunión entre Dios y el hombre (Lev 3,1).

4. Paz y justicia.

La paz, en fin, es lo que está bien por oposición a lo que está mal (Prov 12,20; Sal 28,3; cf. Sal 34,15). “No hay paz para los malvados” (Is 48,22); por el contrario, “ved al hombre justo: hay una posteridad para el hombre de paz” (Sal 37,37); “los humildes poseerán la tierra y gustarán las delicias de una paz insondable” (Sal 37,11; cf. Prov 3,2). La paz es la suma de los bienes otorgados a la justicia: tener una tierra fecunda, comer hasta saciarse, vivir en seguridad, dormir sin temores, triunfar de los enemigos, multiplicarse, y todo esto en definitiva porque Dios está con nosotros (Lev 26,1-13). La paz, pues, lejos de ser solamente una ausencia de guerra, es plenitud de dicha.

II. LA PAZ, DON DE DIOS.

Si la paz es fruto y signo de la justicia, ¿cómo, pues, están en paz los impíos (Sal 73,3)? La respuesta a esta pregunta acuciante se dará a lo largo de la historia sagrada: la paz, concebida en primer lugar como felicidad terrenal, aparece como un bien cada vez más espiritual por razón de su fuente celestial.

1. El Dios de paz.

Ya en los comienzos de la historia bíblica se ve a Gedeón construir un altar a “Yahveh Salóm” (Jue 6,24). Dios, que domina en el cielo puede, en efecto, crear la paz (Is 45,7). De él se espera, pues, este bien. “Yahveh es grande, que quiere la paz de su servidor” (Sal 35,27): bendice a Israel (Núm 6,26), su pueblo (Sal 29,11), la casa de David (1Re 2,33), el sacerdocio (Mal 2,5). En consecuencia, quien confía en él puede dormirse en paz (Sal 4,9; cf. Is 26,3). “¡Haced votos por la paz de Jerusalén! Vivan en seguridad los que te aman” (Sal 122, 6; cf. Sal 125,5; 128,6).

2. ¡”Da la paz, Señor”!

Este don divino lo obtiene el hombre por la oración confiada, pero también por una “actividad de justicia”, pues Dios quiere que coopere a su establecimiento en la tierra, cooperación que se muestra ambigua a causa del pecado siempre presente. La historia del tiempo de los jueces es la de Dios que suscita libertadores encargados de restablecer esa paz que Israel ha perdido por sus faltas. David piensa haber realizado su cometido una vez que ha liberado al país de sus enemigos (2Sa 7,1). El rey ideal se llama Salomón, rey pacífico (1Par 22,9), bajo cuyo reinado se unen fraternalmente los dos pueblos del Norte y del Sur (1Re 5).

3. La lucha por la paz.

a) El combate profético.

Ahora bien, este ideal se corrompe pronto, y los reyes tratan de procurarse la paz, no como fruto de la justicia divina, sino con alianzas políticas, con frecuencia impías. Conducta ilusoria, que parece autorizada por la palabra de apariencia profética de ciertos hombres, menos solícitos de escuchar a Dios que “de tener algo que meterse en la boca” (Miq 3,5): en pleno estado de pecado osan proclamar una paz durable (Jer 14,13). Hacia el año 850 Miqueas, hijo de Yimla, se alza para disputar a estos falsos profetas la palabra y la realidad de la paz (1Re 22,13-28). La lucha se hace muy viva con ocasión del sitio de Jerusalén (cf. Jer 23,9-40). El don de la paz requiere la supresión del pecado y por tanto un castigo previo. Jeremías acusa: “Curan superficialmente la llaga de mi pueblo diciendo: ¡Paz! ¡Paz! Y sin embargo, no hay paz” (Jer 6,14). Ezequiel clama: ¡Basta de revoques! La pared tiene que caer (Ez 13,15s). Pero una vez que ésta se ha derrumbado, los que profetizaban desgracias, seguros ya de que no hay ilusión posible, proclaman de nuevo la paz. A los exiliados anuncia Dios: “Yo, sí, sé el designio que tengo sobre vosotros, designio de paz y no de desgracia: daros porvenir y esperanza” (Jer 29,11; cf. 33,9). Se concluirá una alianza de paz que suprima las bestias feroces, garantice seguridad, bendición (Ez 34,25-30), pues, dice Dios, “yo estaré con ellos” (Ez 37,26).

b) La paz escatológica.

Esta controversia sobre la paz está latente en el conjunto del mensaje profético. La verdadera paz se despeja de sus limitaciones terrenales y de sus falsificaciones pecadoras, convirtiéndose en un elemento esencial de la predicación escatológica. Los oráculos amenazadores de los profetas terminan ordinariamente con un anuncio de restauración copiosa (Os 2,20...; Am 9,13...; etc.). Isaías sueña con el “príncipe de la paz” (Is 9,6; cf. Zac 9,9s), que dará una “paz sin fin” (Is 9,6), abrirá un nuevo paraíso, pues “él será la paz” (Miq 5,4). La naturaleza está sometida al hombre, los dos reinos separados se reconciliarán, las naciones vivirán en paz (Is 2,2...; 11,1...; 32,15-20; cf. 65,25), “el justo florecerá” (Sal 72,7). Este evangelio de la paz (Nah 2,1), la liberación de Babilonia (Is 52,7; 55, 12), es realizado por el siervo doliente (53,5), que con su sacrificio anuncia cuál será el precio de la paz.

Así pues, “¡paz al que está lejos y al que está cerca! Las heridas serán curadas” (57,19). Los gobernantes del pueblo serán paz y justicia (60,17): “Voy a derramar sobre ella la paz como río, y la gloria de las naciones como torrente desbordado” (66, 12; cf. 48,18; Zac 8,12).

c) la reflexión sapiencial

Finalmente, la reflexión sapiencial aborda la cuestión de la verdadera paz. La fe afirma: “Gran paz para los que aman tu ley; nada es para ellos escándalo” (Sal 119,165); pero los acontecimientos parecen contradecirla (Sal 73,3) suscitando el problema de la retribución. Éste sólo quedará plenamente resuelto (Eclo 44,14) con la creencia en la vida futura perfecta y personal: “Las almas de los justos están en la mano de Dios... A los ojos de los insensatos parecen muertos... pero están en paz” (Sab 3,lss), es decir, en la plenitud de los bienes, en la bienaventuranza.

III. LA PAZ DE CRISTO.

La esperanza de los profetas y de los sabios se hace realidad concedida en Jesucristo, pues el pecado es vencido en él y por él; pero en tanto que no muera el pecado en todo hombre, en tanto que no venga el Señor el último día, la paz sigue siendo un bien venidero; el mensaje profético conserva, pues, su valor: “el fruto de la justicia se siembra en la paz por los que practican la paz” (Sant 3,18; cf. Is 32,17). Tal es el mensaje que proclama el NT, de Lucas a Juan, pasando por Pablo.

1. El evangelista Lucas

El evangelista Lucas quiere en forma especial trazar el retrato del rey pacífico. A su nacimiento anunciaron los ángeles la paz a los hombres, a los que Dios ama (Lc 2,14); este mensaje, repetido por los discípulos gozosos que escoltan al rey a su entrada en su ciudad (19,38), no quiere acogerlo Jerusalén (19,42). En la boca del rey pacífico los votos de paz terrena se convierten en un anuncio de salvación: como buen judío, dice Jesús: “¡Vete en paz!”, pero con esta palabra devuelve la salud a la hemorroísa (8,48 p), perdona los pecados a la pecadora arrepentida (7,50), marcando así su victoria sobre el poder de la enfermedad y del pecado. Como él, los discípulos ofrecen a las ciudades, junto con su saludo de paz, la salvación en Jesús (10,5-9). Pero esta salvación viene a trastornar la paz de este mundo: “¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? No, sino la división” (12,51). De este modo Jesús no se contenta con proferir las mismas amenazas que los profetas contra toda seguridad engañosa (17,26-36); cf. 1Tes 5,3), sino que separa los miembros de una misma familia. Según el decir del poeta cristiano, no vino a destruir la guerra, sino a sobreañadir la paz, la paz de pascua que sigue a la victoria definitiva (Lc 24,36). Así pues, los discípulos irradiarán hasta los confines del mundo la pax israelirica (cf. Hech 7,26; 9,31; 15,23), que en el plano religioso es como una transfiguración de la pax romana (cf. 24,2), pues Dios anunció la paz por Jesucristo mostrándose “el Señor de todos” (10,36).

2. Pablo

Pablo, uniendo ordinariamente en los saludos de sus cartas la gracia a la paz, afirma así su origen y su estabilidad. Manifiesta sobre todo el nexo que tiene con la redención. Cristo, que es “nuestra paz”, hizo la paz, reconcilió a los dos pueblos uniéndolos en un solo cuerpo (Ef 2,14-22), “reconcilió a todos los seres consigo, tanto a los de la tierra como a los del cielo, haciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Así pues, como “estamos reunidos en un mismo cuerpo”, “la paz de Cristo reina en nuestros corazones” (Col 3.15), gracias al Espíritu que crea en nosotros un vínculo sólido (Ef 4,3). Todo creyente, justificado, está en paz por Jesucristo con Dios (Rom 5,1), el Dios de amor y de paz (2Cor 13,11), que lo santifica “a fondo” (1Tes 5,23). La paz, como la caridad y el gozo, es fruto del Espíritu (Gal 5,22; Rom 14,17), es la vida eterna anticipada acá abajo (Rom 8,6), rebasa toda inteligencia (Flp 4,7), subsiste en la tribulación (Rom 5,1-5), irradia en nuestras relaciones con los hombres (1Cor 7,15; Rom 12,18; 2Tim 2,22), hasta el día en que el Dios de paz que resucitó a Jesús (Heb 13,20), habiendo destruido a Satán (Rom 16,20), restablezca todas las cosas en su integridad original.

3. Juan

Juan explicita todavía más la revelación. Para él, como para Pablo, es la paz fruto del sacrificio de Jesús (Jn 16,33); como en la tradición sinóptica, no tiene nada que ver con la paz de este mundo.

Como el AT, que veía en la presencia de Dios entre su pueblo el bien supremo de la paz (p.c., Lev 26, 12; Ez 37,26), muestra Juan en la presencia de Jesús la fuente y la realidad de la paz, lo cual es uno de los aspectos característicos de su perspectiva. Cuando la tristeza invade a los discípulos que van a ser separados de su Maestro, Jesús los tranquiliza: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27); esta paz no está ya ligada a su presencia terrenal. sino a su victoria sobre el mundo; por eso Jesús, victorioso de la muerte, da con su paz el Espíritu Santo y el poder sobre el pecado (20, 19-23).

4. “Feliz visión de paz”.

El cristiano. firme en la esperanza que le lleva a contemplar la Jerusalén celestial (Ap 21,2), tiende a realizar la bienaventuranza: “Bienaventurados los pacíficos” (Mt 5,9), pues esto es vivir como Dios, ser hijos de Dios en el Hijo único, Jesús. Tiende por tanto con todas sus fuerzas a establecer acá en la tierra la concordia y la tranquilidad. Ahora bien, esta política cristiana de la paz terrenal se muestra tanto más eficaz cuanto que es sin ilusión; tres principios guían su infatigable prosecución.

Sólo el reconocimiento universal del señorío de Cristo por todo el universo en el último advenimiento establecerá la paz definitiva y universal. Sólo la Iglesia, que rebasa las distinciones de raza, de clase y de sexo (Gál 3,28; Col 3,11), es en la tierra el lugar, el signo y la fuente de la paz entre los pueblos, puesto que ella es el cuerpo de Cristo y la dispensadora del Espíritu. Finalmente, sólo la justicia delante de Dios y entre los hombres es el fundamento de la paz, puesto que ella es la que suprime el pecado, origen de toda división. El cristiano sostendrá su esfuerzo pacífico oyendo a Dios, único que da la paz, hablar a través del salmo, en que están reunidos los atributos del Dios de la historia: “Lo que dice Dios es la paz para su pueblo... Fidelidad brota de la tierra y justicia mira desde lo alto de los cielos. Yahveh mismo dará la dicha, y la tierra su fruto. Justicia marchará ante su faz. y paz en la huella de sus pasos” (Sal 85,9-14).

XAVIER LÉON-DUFOUR