Reino.
“El reino de Dios está cerca”: tal es el objeto primero de la predicación de Juan Bautista y de Jesús (Mt 3,1; 4,17). Para saber en qué consiste esta realidad misteriosa que Jesús vino a instaurar en la tierra, cuál es su naturaleza y cuáles son sus exigencias, hay que dirigirse al NT. No obstante, el tema proviene del AT, que había esbozado sus grandes líneas al mismo tiempo que anunciaba y preparaba su venida.
AT.
La realeza divina es una idea común a todas las religiones del antiguo Oriente. Las mitologías la utilizan para conferir un valor sagrado al rey humano, lugarteniente terrestre del Dios-rey. Pero al adoptarla el AT le da un contenido particular, en relación con su monoteísmo, su concepción del poder político, su escatología.
I. ISRAEL, REINO DE DIOS.
La idea de Yahveh-rey no aparece desde los comienzos del AT. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob no tiene rasgos reales, ni siquiera cuando viene a revelar su nombre a Moisés (Éx 3,14). Pero después de la instalación de Israel en Canaán, se recurre muy pronto a esta representación simbólica para traducir la situación respectiva de Yahveh y de su pueblo. Yahveh reina sobre Israel (Jue 8,23; 1Sa 8,7). Su culto es un servicio que efectúan acá en la tierra sus súbditos como allá en el cielo los ángeles. Es ésta una idea fundamental que se descubre tanto en el lirismo cultual (Sal 24,7-10) como en los profetas (Is 6,1-5), y cuyos diferentes aspectos enumeran los autores sagrados. Yahveh reina para siempre (Éx 15,18), en el cielo Sal 11,4; 103,19), en la tierra (Sal 47,3), en el universo que él mismo ha creado (Sal 93,1s; 95,3ss). Reina sobre todas las naciones (Jer 10,7.10). Sin embargo, hay entre ellos un pueblo al que él escogió como propiedad particular: es Israel, al que por la alianza constituyó en un “reino de sacerdotes y en una nación consagrada” (Éx 19,6). El reinado de Yahveh se manifiesta, pues, especialmente en Israel, su reino. Allí reside el gran rey, en medio de los suyos, en Jerusalén (Sal 48,3; Jer 8,19); desde allí les bendice (Sal 134,3), los guía, los protege, los reúne, como hace un pastor con su rebaño (Sal 80; cf. Ez 34). Así la doctrina de la alianza halla una traducción excelente en el tema de la realeza divina, al que da un contenido completamente nuevo. Si, en efecto, el rey Yahveh de los Ejércitos (Is 6,5) reina sobre el mundo porque rige su curso, y sobre los acontecimientos porque los conduce y ejerce en ellos el juicio, quiere que en su pueblo sea reconocido su reinado en forma efectiva por la observancia de su ley. Esta exigencia primera da al reinado un carácter moral, no político, que descuella sobre todas las representaciones de la realeza divina en la antigüedad.
II. EL REINO DE DIOS Y LA REALEZA ISRAELITA.
Israel, reino de Dios, tiene, sin embargo, una estructura política que evoluciona con el tiempo. Pero cuando el pueblo se procura un rey, la instauración de esta realeza humana debe subordinarse a la realeza de Yahveh, convertirse en un órgano de la teocracia fundada en la alianza. Este hecho explica por una parte la corriente de oposición que se manifiesta contra la monarquía (1Sa 8,1-7.19ss) y, por otra parte, la intervención de los enviados divinos que manifiestan la elección de Yahveh: en el caso de Saúl (10,24), de David (16,12), y finalmente de toda la dinastía davídica (2Sa 7,12-16). A partir de este momento el reino de Dios tiene por soporte temporal un reino humano, mezclado como todos sus vecinos en la política internacional. Desde luego, los reyes israelitas no ejercen una realeza ordinaria: detentan la realeza de Yahveh, al que deben servir (2Par 13,8; cf. 1Par 28,5) y Yahveh mira a los descendientes de David como sus hijos (2Sa 7,14; Sal 2,7). A pesar de todo, la experiencia de la monarquía es ambigua: la causa del reinado de Dios no coincide con las ambiciones terrestres de los reyes, sobre todo si desconocen la ley divina. Por eso los profetas hacen presente sin cesar la subordinación del orden político al orden religioso: reprochan a los reyes sus pecados y anuncian los castigos que de ellos se seguirán (ya 2Sa 12; 24,10-17). La historia del reino de Israel se escribe así con lágrimas y sangre, hasta el día en que la ruina de Jerusalén venga definitivamente a rematar la experiencia, con gran desconcierto de los judíos fieles (Sal 89,39-46). Esta caída de la dinastía davídica tiene por causa profunda la ruptura de los reyes humanos con el rey del que tenían su poder (cf. Jer 10,21).
III. EN ESPERA DEL REINADO FINAL DE YAHVEH.
En el momento en que se derrumba la realeza israelita, los guías religiosos de la nación miran, más allá de la época monárquica, hacia la teocracia original que quieren restaurar (cf. Éx 19,6), y los profetas anuncian que Israel, en los últimos tiempos, volverá a recobrar sus rasgos. Cierto que en sus promesas reservan un lugar al rey futuro, el Mesías, Hijo de David. Pero el tema de la realeza de Yahveh reviste en ellos una importancia mucho mayor, sobre todo a partir del fin del exilio. Yahveh, como un pastor, va a ocuparse en persona de su rebaño para salvarlo, para reunirlo y devolverlo a su tierra (Miq 2,13; Ez 34,11...; Is 40,9ss). La buena nueva por excelencia que se anuncia a Jerusalén es: “Tu Dios reina” (Is 52, 7; cf. Sof 3,14s). Y se prevé una extensión progresiva de este reinado a la tierra entera: de todas partes vendrán gentes a Jerusalén a adorar al rey Yahveh (Zac 14,9; Is 24,23).
Trasladando al plano cultual estas promesas radiantes y orquestando los temas de ciertos salmos más antiguos, el lirismo postexílico canta por adelantado el reinado escatológico de Dios: reinado universal, proclamado y reconocido en todas las naciones, manifestado por el juicio divino (Sal 47; 96-99; cf. 145,11ss). Finalmente, a la hora de la persecución de Antíoco Epífanes, el apocalipsis de Daniel viene a renovar solemnemente promesas proféticas. El reinado transcendente de Dios va a instaurarse sobre las ruinas de los imperios humanos (Dan 2,44...). El símbolo del Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo sirve para evocarlo, por contraste con las bestias que representan a los poderes políticos de acá abajo (Dan 7). Su venida irá acompañada de un juicio, después de lo cual la realeza será dada para siempre al Hijo del Hombre y al pueblo de los santos del Altísimo (7,14.27). El reinado de Yahveh tomará, pues, todavía la forma concreta de un reino, cuyo depositario será este pueblo (cf. Éx 19, 6); pero el reino no será ya de “este mundo”. A tal promesa hace eco el libro de la Sabiduría: después del juicio los justos “mandarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará sobre ellos para siempre” (Sab 3,8).
Después de siglos de preparación el pueblo judío vivirá en adelante en la espera del reinado, como lo muestra la literatura no canónica. Con frecuencia se concreta esta espera en forma política: se espera la restauración del reino davídico por el Mesías. Pero las almas más religiosas saben ver en ello una realidad esencialmente interior: obedeciendo a la ley, enseñan los rabinos, es como “el justo toma sobre sí el yugo del reino de los cielos”. Tal es la esperanza, fuerte, pero todavía ambigua, a que va a responder el Evangelio del reino.
NT.
EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS.
1. Jesús da al reino de Dios el primer puesto en su predicación.
Lo que anuncia en los pueblos de Galilea es la buena nueva del reino (Mt 4,23; 9,35). “Reino de Dios”, escribe Marcos; “reino de los cielos”, escribe Mateo conformándose a los usos del lenguaje rabínico: las dos expresiones son equivalentes. Los milagros, que acompañan a la predicación, son los signos de la presencia del reino y hacen entrever su significado. Con su venida llega a su fin el dominio de Satán, del pecado y de la muerte sobre los hombres: “Si yo lanzo los demonios por el Espíritu de Dios, ha llegado, pues, a vosotros el reino de Dios” (Mt 12,28). De ahí se sigue que es necesaria una decisión: hay que convertirse, abrazar las exigencias del reino para convertirse en discípulo de Jesús.
2. Los apóstoles, en vida de su maestro, reciben misión de proclamar por su parte este Evangelio del reino (Mt 10,7). En consecuencia, después de pentecostés es el reino el tema central de la predicación evangélica, incluso en san Pablo (Hech 19, 8; 20,25; 28,23-31). Si los fieles que se convierten sufren mil tribulaciones, es “para entrar en el reino de Dios” (Hech 14,22), pues Dios “los llama a su reino y a su gloria” (1Tes 2,12). Sólo que ahora ya el nombre de Jesucristo se añade al reino de Dios para constituir el objeto completo del Evangelio (Hech 8,12): hay que creer en Jesús para tener acceso al reino.
II. LOS MINISTROS DEL REINO DE DIOS.
El reino de Dios es una realidad misteriosa, cuya naturaleza sólo Jesús puede dar a conocer. Y no la revela, sino a los humildes y a los pequeños, no a los sabios y a los prudentes de este mundo (Mt 11,25), a sus discípulos, no a las gentes de fuera, para quienes todo es enigmático (Mc 4,11 p). La pedagogía de los Evangelios está constituida en gran parte por la revelación progresiva de los misterios del reino, particularmente en las parábolas. Después de la resurrección se completará esta pedagogía (Hech 1,3) y la acción del Espíritu Santo la terminará (cf. Jn 14,26; 16,13ss).
1. Las paradojas del reino.
El judaísmo, tomando ál pie de la letra los oráculos escatológicos del AT, se representaba la venida del reino como algo fulgurante e inmediato. Jesús lo entiende de otra manera. El reino viene cuando se dirige a los hombres la palabra de Dios; debe crecer, como una semilla depositada en la tierra (Mt 13,3-9.18-23 p). Crecerá por su propio poder, como el grano (Mc 4,26-29). Levantará al mundo, como la levadura puesta en la masa (Mt 13,33 p). Sus humildes comienzos contrastan así con el porvenir que se le promete. En efecto, Jesús no dirige la palabra sino a los judíos de Palestina; y aun entre ellos, sólo “se da el reino” á la “pequeña grey” de los discípulos (Lc 12,32). Pero el mismo reino debe convertirse en un gran árbol donde aniden las aves del cielo (Mt 13,31s p); acogerá a todas las naciones en su seno, pues no está ligado con ninguna de ellas, ni siquiera con el pueblo judío. Existiendo en la tierra en la medida en que la palabra de Dios es acogida por los hombres (cf. Mt 13,23), podría pasar por una realidad invisible. En realidad, su venida no se deja observar como un fenómeno cualquiera (Lc 17,20s). Y sin embargo se manifiesta al exterior como el trigo mezclado con la cizaña en un campo (Mt 13,24...). La “pequeña grey” a la que se da el reino (Lc 12,32) le confiere una fisonomía terrestre, la de un nuevo Israel, de una Iglesia fundada sobre Pedro; y éste recibe incluso “las llaves del reino de los cielos” (Mt 16,18s). Únicamente hay que notar que esta estructura terrena no es la de un reino humano: Jesús se sustrae cuando quieren hacerlo rey (Jn 6,15), y sólo en un sentido muy particular deja que le den el título de Mesías.
2. Las fases sucesivas del reino.
Si el reino está llamado a crecer, esto supone que debe contar con el tiempo. Cierto que, en un sentido, se han cumplido los tiempos y el reino está presente; desde Juan Bautista está abierta la era del reino (Mt 11,12s p); es el tiempo de las nupcias (Mc 2,19 p; cf. Jn 2,1-11) y de la siega (Mt 9,37ss p; cf. Jn 4,35). Pero las parábolas de crecimiento (la semilla, el grano de mostaza, la levadura, la cizaña y el buen grano, la pesca: cf. Mt 13) dejan entrever un espacio entre la inauguración histórica del reino y su realización perfecta. Más aún: actualmente “el reino sufre violencia” (Mt 11,12), pues se quiere impedir que irradie con la predicación evangélica. Después de la resurrección de Jesús, la disociación de su entrada en la gloria y su retorno como juez (Hech 1,9ss) acabará de revelar la naturaleza de este tiempo intermedio: será el tiempo del testimonio (Hech 1,8; Jn 15,27), el tiempo de la Iglesia. Al final de este tiempo será el advenimiento del reino en su plenitud (cf. Lc 21,31): entonces se consumará la pascua (Lc 22,14ss), tendrá lugar la comida escatológica 22,17s) en la que los invitados venidos de todas partes tendrán fiesta con los patriarcas (Lc 13,28s p; cf. 14,15; Mt 22,2-10; 25,10). Este reino, llegado a su consumación, están llamados a “heredarlo” los fieles (Mt 25,34), después de la resurrección y la transformación de sus cuerpos (1 Cor 15,50; cf. 6,10; Gál 5,21; Ef 5,5). Hasta entonces suspiran por su venida: “¡Venga tu reino!” (Mt 6,10 p).
3. El acceso de los hombres al reino.
El reino es el don de Dios por excelencia, el valor esencial que hay que adquirir a costa de todo lo que se posee (Mt 13.44ss). Pero para recibirlo hay que llenar ciertas condiciones. No ya que se lo pueda en modo alguno considerar como un salario debido en justicia: libremente contrata Dios a los hombres en su viña y da a sus obreros lo que le parece bien darles (Mt 20,1-16). Sin embargo, si bien todo es gracia, los hombres deben responder a la gracia: los pecadores endurecidos en el mal “no heredarán el reino de Cristo y de Dios” (1Cor 6,9s; Gál 5,21; Ef 5,5; cf. Ap 22,14s). Un alma de pobre (Mt 5,3 p), una actitud de niño (Mt 18,1-4 p; 19,14), una búsqueda activa del reino y de su justicia (Mt 6,33), el soportar las persecuciones (Mt 5,10 p; Hech 14,22; 2Tes 1,5), el sacrificio de todo lo que se posee (Mt 13,44ss; cf. 19,23 p), una perfección más grande que la de los fariseos (Mt 5,20), en una palabra, el cumplimiento de la voluntad del Padre (Mt 7,21), especialmente en materia de caridad fraterna (Mt 25,34): todo esto se pide a quienquiera entrar en el reino y heredarlo finalmente. Porque si todos son llamados a él, no todos serán elegidos: se expulsará al comensal que no lleve el vestido nupcial (Mt 22,11-14). En un principio se requiere una conversión (cf. Mt 18, 3), un nuevo nacimiento, sin el cual no se puede “ver el reino de Dios” (Jn 3,3ss). La pertenencia al pueblo judío no es ya una condición necesaria, como lo era en el AT: “muchos vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos, mientras que los súbditos del reino serán lanzados fuera...” (Mt 8,11s p). Perspectiva de juicio, que ciertas parábolas presentan en forma concreta: separación de la cizaña y del buen grano (Mt 13,24-30), selección de los peces (Mt 13,47-50), rendición de cuentas (Mt 20,8-15; 25,15-30): todo esto constituye una exigencia de vigilancia (Mt 25,1-13).
III. EL REINO DE DIOS Y LA REALEZA DE JESÚS.
En el NT los dos temas del reino de Dios y de la realeza mesiánica se unen en la forma más estrecha, porque el rey-Mesías es el mismo Hijo de Dios. Este puesto de Jesús en el centro del misterio del reino se descubre en las tres etapas por las que éste debe pasar: la vida terrena de Jesús, el tiempo de la Iglesia y la consumación final de las cosas.
1. Durante su vida terrenal se muestra Jesús muy reservado respecto al título de rey. Si lo acepta en cuanto título mesiánico que responde a las promesas proféticas (Mt 21,1-11 p), tiene necesidad de despojarlo de sus resonancias políticas (cf. Lc 23,2), a fin de revelar la realeza “que no es de este mundo” y que se manifiesta por el testimonio prestado a la verdad (Jn 18; 36s). Por el contrario, no vacila en identificar la causa del reino de Dios con la suya propia: dejar todo por el reino de Dios (Lc 18,29) es dejarlo todo “por su nombre” (Mt 19,29; cf. Mc 10,29). Describiendo por adelantado la recompensa escatológica que aguarda a los hombres, identifica el “reino del Hijo del hombre” con el “reino del Padre” (Mt 13,41ss), y asegura a sus apóstoles que dispone para ellos del reino como el Padre lo ha dispuesto para él (Lc 22,29s).
2. Su entronización regia no tiene lugar, sin embargo, sino a la hora de su resurrección: entonces es cuando toma asiento en el trono mismo de su Padre (Ap 3,21) y es exaltado a la diestra de Dios (Hech 2,30-35). A todo lo largo del tiempo de la Iglesia, la realeza de Dios se ejerce así sobre los hombres por medio de la realeza de Cristo, señor universal (Flp 2,11); porque el Padre constituyó a su Hijo “rey de los reyes y señor de los señores” (Ap 19.16; 17,14; cf. 1,5).
3. Al final de los tiempos, Cristo vencedor de todos sus enemigos “entregará la realeza a Dios Padre” (1 Cor 15,24). Entonces esta realeza quedará plenamente adquirida para nuestro Señor y para su Cristo” (Ap 11,15; 12,10), y los fieles recibirán “la herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Ef 5,5). Así es como Dios, señor de todo, tomará plenamente posesión de su reinado (Ap 19,6). Los discípulos de Jesús serán llamados a compartir la gloria y el reinado (Ap 3,21), porque desde la tierra ha hecho Jesús de ellos “un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,6; 5,10; 1Pe 2,9; cf. Éx 19,6).
Rl y PIERRE GRELOT