Responsabilidad.

La toma de conciencia de las propias responsabilidades por un hombre que llega a ser adulto o por una humanidad que desarrolla su cultura, es uno de los mayores problemas humanos que dista mucho de ser ajeno a la Biblia. Pero aquí sólo podemos evocarlo marginalmente, ya que este artículo está centrado en la responsabilidad del hombre delante de Dios, enfocada bajo algunos aspectos capitales.

1. Por un hombre entró el pecado en el mundo (Rom 5,12).

El relato del pecado de Adán (Gen 2-3) es apto para servir de respuesta a una interrogación fundamental: ¿quién es responsable de la dureza de la vida, de la muerte? Pablo formula la respuesta: el responsable no es Dios, fue un gesto humano el que dejó que se desplegara el poder sobrehumano del pecado. Este gesto es responsable, parcialmente, pero realmente, del mal en el mundo.

Esta respuesta es chocante, inaudita. Para las grandes religiones que rodeaban a Israel, el mal es tan antiguo como el mundo y los dioses; de los dioses pasó a los hombres. Hombres y dioses, todos son, pues, a la vez responsables e irresponsables; todos son lo que son, una mezcla diversamente dosificada de bien y de mal. La Biblia, por el contrario, al sentar un Dios bueno, una criatura buena, un mal posterior a la creación, hace reposar la responsabilidad del mal sobre las libertades creadas.

Esta responsabilidad no es de medida humana. Lo sabe el relato bíblico, que hace venir el pecado del tentador. Pero sabe también que el hombre, en su condición pecadora, si bien es desbordado por su responsabilidad, no puede, sin embargo, repudiarla. Cada pecador puede descubrir en estas páginas, por una parte la fatalidad que hace que nazca de sus pecados un mal que él no ha querido, y por otra la imagen exacta de sus faltas, mezcla de debilidad (cf. carne) y de malicia. Puede descubrir su propia parte de responsabilidad en el mal del mundo.

2. Yo no he conocido el pecado sino por medio de la ley (Rom 7,7).

La ley fue para Israel un “pedagogo” dado por Dios (Gál 3,24). La ley lo formó de manera muy profunda en el sentido de la responsabilidad. Diciendo: “Haz esto... no hagas aquello”, ponía a cada israelita frente a sus responsabilidades y le probaba que se hallaba en condiciones de asumirlas. Haciendo intervenir la diversidad de las circunstancias, el influjo de las intenciones, afinaba su conciencia. Mostrándole que Dios quiere el bien y reprueba el mal, daba a sus gestos un valor infinito. Vinculando la ley a la alianza, hacía de toda la existencia una opción por Dios o contra Dios. Es verdad que aun “sin la ley” hay paganos que pueden reconocer “en su corazón” sus responsabilidades (Rom 2,15). Pero la ley hizo de Israel un pueblo “sabio e inteligente entre todos” (Dt 4,6), consciente de la seriedad de los gestos del hombre.

3. Reconoce lo que has hecho (Jer 2,23).

Lo que la ley proclamaba de manera general, los profetas vienen a significarlo concretamente a tal príncipe sin conciencia o al pueblo que vive en la ilusión, y a situarlos frente a sus responsabilidades. Casi siempre, desde Samuel y Natán (1Sa 3,13s; 2Sa 12,10ss) hasta el último de los herederos de Isaías (ls 59,8ss), los profetas intervienen a partir de las desgracias, ya presentes o previsibles: “Porque hacéis tal mal, tal mal os ha alcanzado también.” Cada catástrofe nacional es para ellos ocasión de dirigir una mirada más penetrante a las responsabilidades del pueblo.

El desastre supremo, el exilio, es para Ezequiel un descubrimiento decisivo. Israel ha sucumbido por haber faltado a sus responsabilidades, pero para cada israelita todo es todavía posible. Cada uno debe asumir sus responsabilidades, escoger entre la vida y la muerte: “La justicia del justo le será reconocida, y la iniquidad del malvado sobre él caerá” (Ez 18,20).

4. He pecado contra ti (Sal 51,6).

La confesión de los pecados, bajo la forma que adopta en la Biblia, como eco de la ley y de los profetas, expresa la conciencia de la responsabilidad. No se trata de establecer la cuenta de las faltas, de enumerar el máximum de pecados, para tener la seguridad de no omitir nada. Pone cara a cara la justicia de Dios y la injusticia del hombre (Is 59,9.14; Dan 3,27-31; Sal 51,6...). No sólo para reconocer que el castigo recibido es merecido, sino, en una visión más profunda y que empalma con la acción de gracias, para que el peso de la falta recaiga sobre el pecador y Dios quede disculpado de la misma: “Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la vergüenza” (Dan 9,7; Bar 1,15...). Así la oración de penitencia enlaza con la intuición del relato original: Dios es bueno, el pecador es responsable del mal.

5. El Evangelio

Es, para san Pablo, la revelación definitiva de esta justicia de Dios y de la responsabilidad del pecador. Los tres primeros muestran de la carta a los Romanos muestran la gravedad destructora del pecado, el peso de las opciones decisivas, al mismo tiempo que explican ese destino que desborda la medida humana. Si la ira de Dios carga de tal peso los gestos del hombre y hace que su responsabilidad rebase todo lo que él mismo puede prever y querer, este destino paradójico es el reverso de un amor que tiene las dimensiones de Dios, “pues Dios incluyó a todos los hombres en la desobediencia, a fin de tener misericordia de todos” (Rom 11,32).

Este designio se manifiesta en la pasión de Cristo. Las responsabilidades diversas que se combinaron para rematar en la muerte del Hijo de Dios no son iguales (cf. In 19,11; Hech 3,13s) ni totales (Hech 3,17), pero son reales, y todas juntas produjeron este crimen monstruoso. Así la predicación del Evangelio en la Iglesia naciente recuerda siempre a Jerusalén, considerada como un todo, su responsabilidad: “Vosotros le disteis muerte” (Hech 2,23; 3,14; 4,10; 5, 30...). El pecador no accede a la fe sino en la penitencia y en la conciencia de su responsabilidad

JACQUES GUILLET