Revelación.
La religión de la Biblia está fundada en una revelación histórica; este hecho la sitúa aparte en medio de las religiones. Algunas de ellas no recurren en absoluto a la revelación: el budismo tiene como punto de partida la iluminación completamente humana de un sabio. Otras presentan su contenido como una revelación celeste, pero atribuyen su transmisión a un fundador legendario o mítico, cómo Hermes Trismegisto para la gnosis hermética. En la Biblia, por el contrario, la revelación es un hecho histórico perceptible: sus intermediarios son conocidos, sus palabras se han conservado, ya directamente, ya en una tradición sólida. El Corán estaría en el mismo caso. Pero, sin hablar de los signos que autentizan la revelación bíblica, ésta no reposa en la enseñanza de un fundador único; se la ve desarrollarse durante quince o veinte siglos, antes de alcanzar su plenitud en el hecho de Cristo, revelador por excelencia. Para un cristiano creer es acoger esta revelación que llega a los hombres traída por la historia.
AT.
¿Por qué, pues, esta revelación? Es que Dios está infinitamente por encima de los pensamientos y de las palabras del hombre (Job 42,3). Es un Dios escondido (Is 45,15), tanto más inaccesible cuanto que el pecado hizo perder al hombre su familiaridad con él. Su designio es un misterio (cf. Am 3,7); dirige los pasos del hombre sin que éste comprenda el camino (Prov 20,24). En conflicto con los enigmas de su existencia (cf. Sal 73,21s) no puede el hombre hallar por sí mismo las claridades necesarias. Lc es necesario volverse hacia aquel “cuyas son las cosas ocultas” (Dt 29,28), para que él le descubra estos secretos en que no es posible penetrar (cf. Dan 2,17s), para que le haga “ver su gloria” (Ex 33,18). Ahora bien, aun antes de que el hombre se vuelva hacia Dios, Dios mismo toma la iniciativa y le habla el primero.
1. CÓMO REVELA DIOS.
1. Técnicas arcaicas.
El medio oriental usaba de ciertas técnicas para tratar de penetrar los secretos del cielo: adivinación, presagios, sueños, consulta de la suerte, astrología, etc. El AT conservó durante largo tiempo algo de estas técnicas, purificándolas de sus adherencias politeístas o mágicas (Lev 19,26; Dt 18,10s; 1Sa 15, 23; 28,3), pero atribuyéndoles todavía cierto valor. Dios, condescendiendo con la mentalidad imperfecta de su pueblo, confía efectivamente su revelación a estos canales tradicionales. Los sacerdotes lo consultan por medio de los Urim y los Tummim (Núm 27,21; Dt 33,8; 1Sa 14. 41; 23,10ss) y sobre esta base pronuncian oráculos ($x 18,15s; 33,7-11; Jue 18,5s). José posee una copa adivinataria (Gén 44,2.5) y es perito en la interpretación de sueños (Gén 40-41). En efecto, los sueños se consideran como portadores de las indicaciones del cielo (Gén 20,3; 28,12-15; 31,11ss; 37,5-10), y esto hasta una época bastante baja (Jue 7,13s: 1Sa 28,6; IRe 3,5-14); pero progresivamente se van distinguiendo los que Dios mismo envía a los profetas auténticos (Núm 12,6; Dt 13.2) y los de los adivinos profesionales (Lev 19.26; Dt 18,10). contra los cuales batallan los profetas (Is 28,7-13; Jer 23,25-32) y los sabios (Ecl 5,2; Eclo 34,1-6).
2. La revelación profética.
Estas técnicas son habitualmente superadas por los profetas. En ellos se traduce de dos maneras la experiencia de la revelación: por visiones y por la audición de la palabra divina (cf. Núm 23,3s.15s). Las visiones en sí mismas serían enigmáticas: ni siquiera un profeta podría ver directamente las realidades divinas ni el desenvolvimiento futuro de la historia. Lo que ve queda envuelto en símbolos, unas veces tomados del acervo común de las religiones orientales (p.c., 1Re 22,16; ls 6,Iss; Ez 1). otras veces creadas en forma original (p.e., Am 7,1-9, Jer 1,11s; Ez 9). De todas formas se requiere la palabra de Dios para suministrar la clave de estas visiones simbólicas (p.e., Jer 1,14ss; Dan 7,15-18; 8,15...); las más de las veces llega la palabra a los profetas sin que la acompañe visión alguna, y hasta sin que puedan decir de qué manera les ha llegado (p.e., Gén 12,1; Ter 1,4s). Tal es la experiencia fundamental, que en el AT caracteriza a la revelación.
3. La reflexión de sabiduría.
Los sabios, a diferencia de los profetas, no presentan su doctrina como resultado de una revelación directa. La sabiduría recurre a la reflexión humana, a la inteligencia, a la comprensión (Prov 2,1-5; 8,12.14). Sin embargo, es un don de Dios (2,6), pues todo saber dimana de una Sabiduría trascendente (8,15-21.32-36; 9,1-6). Más aún: los datos sobre los que se ejercita esta reflexión guiada por Dios pertenecen con pleno derecho a la revelación divina: la creación, que manifiesta a su manera al creador (cf. Sal 19,1; Eclo 43); la historia, que da a conocer sus caminos (Eclo 44-50, sin contar los libros históricos) la Escritura, que contiene la ley divina y las palabras de los profetas (Eclo 39,1ss). Semejante sabiduría no es, pues, cosa humana; en sí misma es un modo de revelación que prolonga el modo profético; porque la Sabiduría divina que la guía es, como el Espíritu, una realidad trascendente, “un reflejo de la esencia de Dios” (Sab 7,15-21); igualmente la luz que aporta a los hombres es la de un conocimiento sobrenatural (Sab 7,25s; 8, 4-8).
4. El apocalipsis.
Al final mismo del AT profecía y sabiduría se entrecruzan en la literatura apocalíptica, que es por definición una revelación de los secretos divinos. Esta revelación está en conexión tanto con la Sabiduría (Dan 2,23; 5,11.14) como con el Espíritu divino (Dan 4,5s.15; 5,11.14). Puede tener como fuentes sueños y visiones; pero puede también proceder de una meditación de las Escrituras (Dan 9,lss). En todo caso la palabra de Dios es la que da, por conocimiento sobrenatural, la clave de estos sueños, de estas visiones, de estos textos sagrados.
II. LO QUE DIOS REVELA.
El objeto de la revelación divina es siempre de orden religioso. No se carga ni con el fárrago cosmológico ni con las especulaciones metafísicas de que están llenos los libros sagrados de la mayoría de las religiones antiguas (así los Vedas de la India y las obras gnósticas, como también ciertos apócrifos judíos). Dios revela sus designios, que trazan para el hombre la vía de la salvación; se revela él mismo para que el hombre pueda encontrarlo.
1. Dios revela sus designios.
El hombre, nacido en una raza pecadora, no sabe siquiera exactamente lo que Dios quiere de él. Dios le revela por tanto reglas de conducta: su palabra toma forma de enseñanza y de ley (Éx 20,1...), y el hombre posee así “cosas reveladas” que debe poner en práctica (Dt 29,28). La ley saca todo su valor de este origen divino, que la arranca del plano jurídico para hacer de ella la delicia de las almas religiosas (cf. Sal 119, 24.97...). Igualmente, las instituciones del pueblo de Dios son objeto de revelación: instituciones sociales (Núm 11,16s) y políticas (1Sa 9,17), así como instituciones cultuales (Éx 25,40). Es que, aun conservando un carácter provisional, como todo el estatuto del pueblo de Dios en el AT, no por eso dejan de tener significado positivo respecto a la realización de la salvación en el NT: son sus figuras proféticas.
En segundo lugar, Dios revela a su pueblo el sentido de los acontecimientos que le es dado vivir. Estos acontecimientos constituyen la materia visible del designio de salvación; preparan su realización final y son ya su prefiguración. Por esta do ble razón tienen una faz secreta que el ojo humano no es capaz de descubrir; pero Dios “no hace nada sin descubrir su secreto a sus servidores los profetas” (Am 3,7). Historiadores, profetas, salmistas, sabios se aplican a porfía a esta inteligencia religiosa de la historia, que nace del contacto entre la palabra divina y ,los hechos, queridos y dirigidos por Dios. Los hechos acreditan la palabra y conducen a los hombres a la fe, pues tienen valor de signos (Éx 14,30s). La palabra esclarece los hechos, que sustrae a la banalidad cotidiana y al azar (p.c., Jer 27.4-11; Is 45,1-6) para hacerlos entrar en un plan establecido.
Por último, Dios revela progresivamente el secreto de los “últimos tiempos”. Su palabra es promesa. A este título enfoca, más allá del presente y hasta del futuro próximo, el término de su designio de salvación. Revela el futuro del linaje de David (2Sa 7,4-16), la gloria final de Jerusalén y del templo (Is 2,1-4; 60; Ez 40-48), el increíble papel del siervo doliente (Is 52,13-53, 12), etc. Este aspecto de la revelación profética da a los hombres un conocimiento anticipado del NT, revestido todavía de figuras por una parte, pero esbozando ya los rasgos de la alianza escatológica.
2. Dios mismo se revela también a través de lo que realiza acá en la tierra.
Su creación ya lo manifiesta, en su sabiduría y en su poder soberano (Job 25,7-14; Prov 8,23-31; Eclo 42,15-43,33). Está como tejida de signos que permiten representarlo simbólicamente, velado en la nube (Éx 13,21), ardiente como un fuego (Éx 3,2; Gén 15,17), tronando en la tormenta (Éx 19,16), suave como la brisa ligera (1Re 19,12s)... Estos signos, observados por los paganos, eran con frecuencia interpretados por ellos torcidamente (Sab 13,1s); la revelación permite ahora al pueblo de Dios contemplar por analogía al creador a través de la grandeza y la belleza de las criaturas (Sab 13,3ss).
Sin embargo, por la historia de Israel es como Dios se revela sobre todo en forma específica. Sus actos muestran quién es: el Dios terrible que juzga y combate; el Dios compasivo que consuela (Is 40,1) y que cura; el Dios fuerte que libera y que triunfa... Su definición bíblica (Éx 34,6s) no es consecuencia de una especulación filosófica; resulta de una experiencia vivida. Y este conocimiento concreto, profundizado a lo largo de los siglos, determina la actitud que los hombres deben tomar frente a él: fe y confianza, temor y amor. Actitud compleja, que rectifica y completa la que adoptaría espontáneamente el hombre religioso. Este Dios es creador y dueño, rey y señor; pero para con Israel se muestra igualmente padre y esposo. Así el temor religioso que le es debido debe matizarse con una piedad cordial (Os 6,6) que puede conducir a la intimidad mística.
¿Se puede decir más? ¿Revela Dios en el AT el secreto íntimo de su ser? Aquí entramos en el terreno de lo inefable. El AT conoce misteriosas manifestaciones del ángel de Yahveh, en las que el Dios invisible adopta en cierto modo una forma accesible a los sentidos (Gén 16,7; 21,17; 31,11; Jue 2,1). Conoce las visiones de Abraham, de Moisés, de Elías, de Miqueas ben Yimla, de Isaías, de Ezequiel, de Zacarías... Sin embargo, la gloria divina se vela siempre en ellas bajo símbolos: símbolos cósmicos del fuego y de la tormenta, símbolos que traducen la realeza divina (1 Re 22,19; Is 6,lss), símbolos inspirados en el arte babilónico (Ez 1). De todos modos, a Yahveh mismo no se le describe nunca (cf. Ez 1,27s); su rostro no se ve nunca (Éx 33,20), ni siquiera por Moisés que le habla “cara a cara” (Éx 33,11; Núm 12,8), y los hombres se velan instintivamente el semblante para no fijar sus ojos en él (Éx 3,6; 1Re 19,9s). A Moisés le otorga la revelación suprema, la de su nombre (Éx 3,14). Pero ésta mantiene intacto el misterio de su ser; en efecto, su respuesta -”Yo soy el que es” o “Yo soy el que soy”- puede interpretarse como una declaración de misterio: Israel no poseerá el nombre de su Dios de modo que pueda tenerlo dominado, como los paganos circuí vecinos tenían cogidos a sus dioses. Así Dios se mantiene en su trascendencia absoluta, aun concediendo a los hombres cierta aproximación concreta a su misterio. Si no penetran todavía hasta lo íntimo de su ser, están ya ilustrados por su palabra, por la acción de su sabiduría; están santificados por su Espíritu. En los “últimos tiempos” irá más adelante. Entonces “se revelará su gloria y toda carne la verá” (Is 40,5; 52,8; 60,1). Revelación suprema, cuyo modo no se precisa anticipadamente. Sólo el acontecimiento dirá cómo debe realizarse.
NT.
La revelación comenzada en el AT se consuma en el NT. Pero en lugar de ser transmitida por múltiples intermediarios, ahora se concentra en Jesucristo, que es a la vez su autor y su objeto. En ella hay que distinguir tres estadios. En el primero es comunicada por Jesús mismo a sus apóstoles. En el segundo es comunicada a los hombres por los apóstoles, luego por la Iglesia bajo la dirección del Espíritu Santo. En el tercero hallará su consumación final cuando la visión directa del misterio de Dios sucederá en los hombres al conocimiento de fe. Para caracterizar estos estadios sucesivos usa el NT un vocabulariovariado: revelar (apokalypto), manifestar (phaneroo), dar a conocer (gnorizo), poner en claro (photizo), explicar (exegeomai), mostrar (deiknyomi), o sencillamente: decir; y los apóstoles proclaman (kerysso), enseñan (didasko) esta revelación que constituye ahora la palabra, el Evangelio, el misterio de fe. Todos estos temas reaparecen en los diferentes grupos de escritos del NT.
1. LOS SINÓPTICOS Y LOS HECHOS.
1. La revelación de Jesucristo.
a) Revelación por los hechos.
Incluso en el AT el conocimiento del designio de Dios seguía envuelto en sombras; su consumación final, aunque prometida, sólo se evocaba en figuras. Lo que desgarra actualmente los velos y disipa la ambigüedad de la promesa es el acontecimiento de Cristo. El destino histórico de Jesús, coronado por su muerte y su resurrección da, en efecto, a conocer el contenido real de esta promesa realizándola en los hechos.
b) Revelación por las palabras.
Sin embargo, la revelación por los hechos resultaría incomprensible si Jesús no explicitara con sus palabras el sentido de sus actos y de su vida. En las parábolas del reino “proclama las cosas ocultas desde el comienzo del mundo” (Mt 13,35); si para la multitud vela todavía su enseñanza bajo símbolos el misterio de este reino (Mc 4,11 p), que es el término del designio de Dios. Asimismo les revela el sentido oculto de las Escrituras cuando les muestra que el Hijo a muerte y resucitar al tercer día (Mt 16,21 p). Así pues, gracias a él la revelación camina hacia su plenitud: “No hay nada velado que no se haya de revelar, nada oculto que no haya de ser conocido” (Mc 4,22 p).
c) Revelación por la persona de Jesús.
Más allá de las palabras de Jesús, más allá de los hechos de su vida, tienen los hombres acceso hasta el centro misterioso de su ser; allí es donde hallan finalmente la revelación divina. Jesús no sólo contiene en sí mismo el reino y la salvación que anuncia, sino que es la revelación viva de Dios. Siendo el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), él es el único que conoce al Padre y puede revelarlo (Mt 11,27 p). Por el contrario, el misterio de su persona es inaccesible a la “carne y a la sangre”: imposible de penetrarlo sin una revelación del Padre (Mt 16,17), que se niega a los sabios y a los prudentes, pero se otorga a los pequeños (Mt 11,25 p). Estas relaciones íntimas del Hijo y del Padre, de que no tenía conocimiento el AT, constituyen el punto culminante de la revelación aportada por Jesús. Y todavía el misterio del Hijo se vela bajo una humilde apariencia: la del Hijo del hombre llamado a sufrir (Mc 8.31ss p). Aun desnués de su resurrección no se manifestará Jesús al mundo en la plenitud de su gloria.
2. La revelación comunicada.
a) La revelación en la Iglesia.
Los actos y las palabras de Jesús no fueron conocidos directamente sino por un pequeño número de personas. Todavía más pequeño fue el número de los que creyeron en él y se hicieron sus discípulos. Ahora bien, la revelación que aportaba estaba destinada al mundo entero. Por esto la confió Jesús a sus apóstoles con misión de comunicarla a los otros hombres (cf. ya Mt 10,26s); irán por el mundo entero a llevar el Evangelio a todas las naciones (Mt 28,19s; Mc 16,15). Por eso inmediatamente después de su resurrección hace de ellos sus testigos (Hech 1,8). No sólo en cuanto que habiéndose visto con sus propios ojos y habiendo oído sus palabras podrán referir exactamente lo que él había dicho y hecho (cf. Lc 1,2), sino en cuanto que Jesús autentiza su testimonio: “El que os escucha me escucha” (Lc 10,16). El libro de los Hechos muestra cómo, gracias a estos testigos la revelación de Jesucristo arraigó en la historia del mundo entero. En él vemos cómo se difunde la palabra desde Jerusalén hasta las extremidades de la tierra. Esbozo concreto que anunciaba la acción de la Iglesia, prolongación de la de los apóstoles, desde pentecostés hasta el fin de los tiempos.
b) La revelación y la acción del Espíritu Santo.
Los Hechos muestran además la estrecha relación que hay entre la comunicación de la revelación en la Iglesia y la acción del Espíritu Santo acá en la tierra. Desde el día de pentecostés se da el Espíritu Santo y él es el que garantiza la validez del testimonio apostólico (Hech 1,8; 2,1-21). Bajo su luz descubren al mismo tiempo los apóstoles el significado total de las Escrituras y el de la existencia de Jesús, y sobre este doble objeto versa ya su testimonio (cf. 2,22-41). Siendo así notificada la revelación a los hombres, los que son dóciles al Espíritu Santo la acogerán con fe, y con su bautismo entrarán por la vía de la salvación (2,41.47).
3. Hacia la revelación perfecta.
La revelación dada por Jesús y comunicada por sus apóstoles y su Iglesia es todavía imperfecta, pues las realidades divinas están veladas en ella bajo signos. Pero anuncia ya la revelación total que sobrevendrá al final de la historia. Entonces el Hijo del hombre se revelará en su gloria (Lc 17,30; cf. Mc 13,26 p) y los hombres pasarán del “mundo presente” al “mundo venidero”.
II. LAS CARTAS APOSTÓLICAS.
1. La revelación de Jesucristo.
a) Revelación de la salvación.
Si las alusiones a las palabras de Jesús son raras en las cartas apostólicas, en cambio el hecho de Cristo, y particularmente su muerte y su resurrección, ocupan en ellas un puesto central. Es que en este hecho se reveló la salvación prometida en otro tiempo a Israel. Cristo, cordero sin mancha escogido desde la fundación del mundo, se ha manifestado en los últimos tiempos por causa nuestra (1Pe 1,20). Se ha manifestado de una vez para siempre a fin de abolir el pecado por su sacrificio (Heb 9,26). Por esta aparición de nuestro salvador Cristo Jesús se ha manifestado la gracia de Dios (2Tim 1,10). En él se ha manifestado la justicia salvífica de Dios, que testimoniaban la ley y los profetas (Rom 3,21; cf. 1,17). En él se ha revelado el misterio oculto a las generaciones de tiempos anteriores (Rom 16,26; Col 1,26; 1Tim 3,16); Dios nos lo ha dado a conocer (Ef 1,9), como lo ha notificado también a los principados y a las potestades (3,10). Este misterio es el último secreto del designio de salvación.
b) Revelación del misterio de Dios.
Incluso más allá del misterio de la salvación se nos revela en Cristo el ser mismo de Dios. La creación había sido una primera manifestación de sus perfecciones invisibles, que no tardó en borrarse en el espíritu de los hombres pecadores (Rom 1,19ss). Luego el AT había aportado una revelación, todavía parcial, de su gloria. Finalmente “Dios hizo resplandecer el conocimiento de su gloria en la faz de Cristo Jesús” (2Cor 4,6), realizando así el oráculo profético de Is 40,5. Tal es el sentido profundo de Cristo, en sus actos y en su persona.
2. La revelación comunicada.
Los apóstoles no comprendieron todo esto por sí mismos, sino gracias a una revelación interior que les dio su inteligencia (cf. Mt 16,17). Pablo recibió su Evangelio de una revelación de Jesucristo, cuando plugo a Dios revelar en él a su Hijo (Gál 1,12.16). El Espíritu que escudriña hasta las profundidades de Dios le reveló el sentido de la cruz, que es la verdadera sabiduría (1Cor 2,10). Por revelación le fue notificado el misterio de Cristo, como a todos los apóstoles y profetas, en el Espíritu (Ef 3,3ss).
He aquí por qué el Evangelio del Apóstol no es a medida humana (Gál 1,11): eco de la palabra de Dios mismo, es “una fuerza divina para la salvación de los creyentes” (Rom 1,16). Notificando el misterio del Evangelio (Ef 6,19) pone Pablo en claro a los ojos de todos la dispensación de este misterio, en otro tiempo oculto y ahora revelado (3, 9s). Tal es el sentido de la palabra apostólica: comunica a los hombres la revelación divina para llevarlos a la fe que les procurará la salvación.
3. Hacia la revelación perfecta.
Sin embargo, el régimen de la fe durará un tiempo limitado. Tiene como fundamento “la aparición del amor de Dios nuestro salvador” en la vida terrenal de Jesús (Tit 3,4). Se prosigue aun cuando Jesús ha entrado ya en la gloria. Tendrá fin con “la aparición en gloria, de nuestro gran Dios y salvador, Cristo Jesús” (Tit 2,13; Lc 17,30). Esta revelación final de Jesús (1Pe 1,7.13), esta manifestación del cabeza de los pastores (1Pe 5,4), forma el objeto de la esperanza cristiana (2Tes 1,7; 1Cor 1,7; cf. Tit 2,13). En efecto, cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, también nosotros seremos manifestados con él en la gloria (Col 3,4). A esta revelación escatológica de los hijos de Dios aspira con nosotros la creación entera (Rom 8,19-23). Acontecimiento misterioso, imposible de describir, después del cual la visión directa sucederá al régimen de la fe (1Cor 13,12; 2Cor 5,7).
III. EVANGELIO Y CARTAS DE JUAN.
En el vocabulario joánnico se expresa el tema de la revelación sobre todo por el verbo manifestar (phaneroo), pero la idea asoma en todas partes en los textos.
1. La revelación de Jesucristo.
a) La manifestación sensible de Jesús.
En el centro de la revelación se halla la persona de Jesús, Hijo de Dios venido en carne. Juan Bautista había testimoniado “a fin de que se manifestara a Israel” (Jn 1,31). Efectivamente “se manifestó” (Jn 3,5.8), es decir, se hizo objeto de experiencia sensible. No fue una manifestación fulgurante a los ojos del mundo, como la que habrían deseado sus hermanos (Jn 7,4), sino una manifestación casi secreta, paradójica, que culminó en la elevación en cruz (Jn 12,32), pues miraba esencialmente a quitar el pecado y a destruir la obra del diablo (1Jn 3,5.8). Sólo después de su resurrección se manifestó Jesús en gloria; y entonces no lo hizo sino para sus discípulos (Jn 21,1.14).
b) La manifestación de Dios en Jesucristo.
La manifestación sensible de Jesús tenía un alcance trascendente: era la revelación suprema de Dios. Revelación por las palabras de Jesús: él que, como Hijo, ha visto a Dios, explica a los hombres (Jn 1,18), primero en términos velados, luego, en vísperas de su partida, claramente y sin figuras (16,29). Revelación por los actos: sus milagros eran signos, por los que manifestaba su gloria a fin de que se creyera, en él (2,11), pues tal gloria era la que tenía del Padre como Hijo único (1,14). Por este doble camino manifestó a los hombres el nombre de Dios (17,6), es decir, el misterio de su ser, coronando así toda la revelación del AT (cf. 1,17). El evangelista, que ha visto, oído, palpado al Verbo de vida (Jn 1,1),resume así el misterio de su experiencia: en Jesús se manifestó la vida (1,2), en Jesús se manifestó el amor de Dios para con nosotros (4,9).
2. La revelación comunicada.
La revelación de Jesucristo no fue recibida por todos los hombres. No solamente porque tan sólo un pequeño número la conoció, sino sobre todo porque su aceptación requería una gracia interior: “Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre que me envió” (Jn 6,44). Ahora bien, pocos son los que “oyen la enseñanza del Padre” (6,45); muchos esquivan la luz y prefieren las tinieblas (3,19ss) porque pertenecen al mundo maligno. Así pues, Jesús no manifestó el nombre del Padre sino a los que el Padre mismo había retirado del mundo para dárselos (17,6).
Pero a éstos confió una misión: la de dar testimonio de él (16,27). Misión difícil, que exigirá una inteligencia profunda de lo que dijo e hizo Jesús. Por esto precisameñte después de su partida les enviará el Espíritu Santo, para que los guíe hacia la verdad entera (16,12ss). Gracias al Paráclito, el testimonio apostólico dará a conocer a todos los hombres la revelación de Jesucristo, a fin de que crean y posean la vida: “La vida se manifestó, nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella” (Jn 1,2); “nosotros hemos visto y testimoniamos que el Padre envió a su Hijo. salvador del mundo” (4.14). Todo hombre podrá. acogiendo este testimonio, como los primeros testigos, “entrar en comunión con el Padre y su Hijo, Jesucristo” (1,3s).
3. Hacia la revelación perfecta.
A través del misterio del Verbo hecho carne no se contempla todavía la gloria divina, sino en la fe. El hombre “permanece en Dios”, pero todavía no ha alcanzado el término. “Ahora ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos.” Día llegará en que Cristo se manifestará en gloria, en el momento de su advenimiento (cf. 2,28); entonces también nosotros seremos manifestados con él y “seremos semejantes a Dios porque le veremos tal cual es” (3,2). Tal es el objeto de la esperanza cristiana.
IV. EL APOCALIPSIS.
El Apocalipsis de Juan es, por su misma definición, una revelación (Ap 1,1). No ya centrada en la vida terrena de Jesús, sino orientada hacia su manifestación final, cuyos pródromos están contenidos en la historia de la Iglesia y del mundo. Es una profecía cristiana (1,3), que supone conocida la revelación de la salvación por la cruz y por la resurrección de Cristo. A esta luz lee el vidente las antiguas Escrituras proféticas (cf. 5,1; 10,8ss). Una vez que ya posee su cifra, la utiliza para exponer el misterio de Cristo en todo su desarrollo, desde su nacimiento (12,5) y su inmolación en la cruz (1,18; 5,6) hasta su advenimiento en gloria (19,11-16). Lo esencial de su testimonio versa sobre este último objeto, esta venida de Cristo a la que aspira la Iglesia (22,17).
Su libro nace así en la confluencia de dos revelaciones divinas, igualmente ciertas: la que condensa las Escrituras y la de Cristo que las realizó. El vidente, iluminando una por otra estas dos fuentes del conocimiento de fe, les aporta un último complemento. Gracias a esto, la Iglesia puede ver claro en su destino histórico, donde la persecución sirve paradójicamente de medio para la victoria de Dios sobre el mundo y sobre Satán. Los cristianos, en medio de su prueba, contemplan ya en la fe la Jerusalén celeste en espera de que se les revele plenamente (22,2...). Así la revelación de Jesucristo, que es “él mismo ayer1 hoyy para siempre” (Heb 13,8), ilumina toda la historia del mundo, desde el principio hasta el fin.
BÉDA RIGAUX y PIERRE GRELOT