Rey.
En el antiguo Oriente la institución regia está siempre íntimamente ligada con la concepción mítica de la realeza divina, común a las diversas civilizaciones del tiempo. Por esta razón es una institución sagrada que, en diversos grados, pertenece a la esfera de lo divino. En Egipto el faraón reinante es considerado como una encarnación de Horus; todos sus actos son por tanto divinos por naturaleza y las funciones cultuales le incumben por derecho. En Babilonia el rey es el elegido de Marduk, delegado por él para el gobierno de las “cuatro regiones”, es decir, de la tierra entera; jefe civil y militar, es también el sumo sacerdote de la ciudad. En los dos casos la función regia convierte a su titular en el mediador nato entre los dioses y los hombres. No sólo debe procurar a éstos la justicia, la victoria, la paz, sino que además, por intermedio de él, llegan .Loylas las bendiciones divinas, incluso la fertilidad de los campos y la fecundidad humana y animal. Así la institución regia hace cuerpo con las mitologías y los cultos politeístas. En época más tardía el imperio griego y el imperio romano reasumirán las ideas fundamentales de la misma cuando lleguen a divinizar a sus soberanos. Tal es el fondo sobre el que se destaca en toda su originalidad la revelación bíblica. El tema del reino de Dios ocupa en los dos Testamentos un puesto de primera importancia; el de la realeza humana se desarrolla a partir de la experiencia israelita y sirve finalmente para definir la realeza de Jesucristo. Pero por una parte y por otra la ideología sufre una purificación radical que la pone en armonía con la revelación del Dios único. En el segundo punto es incluso completamente transformada: por una parte, desde los orígenes, la realeza como institución se desgaja de la esfera de lo divino; por otra parte, al final del desarrollo doctrinal la realeza de Cristo es de un orden diferente del orden del mundo político.
AT.
La realeza no pertenece a las instituciones más fundamentales del pueblo de Dios, confederación de las tribus ligadas por la Alianza. Existía, sin embargo, en Canaán desde la época de los patriarcas (Gén 20), y en los pequeños pueblos vecinos desde la época del éxodo y de los jueces (Gén 36,31-39; Núm 20,14; 21,21.33; 22,4; Jos 10-11; Jue 4,2; 8,5). Pero cuando Israel adopta la representación regia para aplicarla a su Dios, no saca de ella ninguna consecuencia para sus instituciones políticas; Yahveh reina sobre Israel (cf. Jue 8,23; 1Sa 8,7; Éx 19,6) en virtud de la alianza, pero ningún rey humano encarna su presencia en medio de su pueblo.
1. LA EXPERIENCIA REGIA.
1. Institución de la realeza.
En tiempo de los jueces, Abimelek trata de instaurar en Siquem una realeza de tipo cananeo (Jue 9,1-7); la institución tropieza con una fuerte resistencia ideológica (9,8-20), fracasando lamentablemente (9,22-57). Ante el peligro filisteos es cuando los ancianos de Israel comienzan a desear un rey “que los juzgue y dirija sus guerras” (1Sa 8,19). Institución ambigua que se expone a asimilar a Israel a las “otras naciones” (8,5.20); por eso uno de los relatos del hecho atribuye a Samuel una actitud de oposición (8,6; 10,17ss; 12,12). De todos modos, Samuel consagra religiosamente la institución confiriendo la unción a Saúl (9,16s; 10,1) y presidiendo su coronación (10,20-24; 11,12-15). Pero la monarquía se inserta en un marco más amplio, cuyos rasgos fundamentales son fijados siempre por el pacto de la alianza: Saúl es, como los jueces, un jefe carismático guiado por el Espíritu de Yahveh (10,6ss) y que dirige la guerra santa (11). También como jefe carismático de valor comprobado le sucede David, primero en Judá (2Sa 2,1-4), luego en Israel (5,lss). Sin embargo, con él da la monarquía un nuevo paso: el reino se organiza políticamente según el modelo de los Estados vecinos, y sobre todo. la profecía de Natán hace de la dinastía davídica una institución permanente del pueblo de Dios, depositaria de las promesas divinas (7,5-16). Así pues, la esperanza del pueblo de Dios estará ligada en adelante con la realeza davídica, por lo menos en el sur del país (cf. Núm 24,17; Gén 49,8-12), donde la institución conservará siempre su forma dinástica. En el Norte, por el contrario, los medios religiosos tenderán a conservarle una forma carismática, y se verá a profetas suscitar vocaciones reales (1 Re 11,26-40; 2Re 9).
2. Las funciones regias.
En Israel el rey no pertenece, como en las civilizaciones circundantes, a la esfera de lo divino. Está sometido como los otros hombres a las exigencias de la alianza y de la ley, como los profetas no dejan de recordarlo cuando se presenta la ocasión (cf. 1Sa 13,8-15; 15,10-30; 2Sa 12,1-12; 1Re 11,31-39; 21,17-24). Es, sin em bargo, un personaje sagrado, cuya unción se debe respetar (1Sa 24,11; 26,9). A partir de David se precisa su situación con respecto a Dios: Dios hace de él su hijo adoptivo (2Sa 7-14; Sal 2,7; 89,27s), depositario de sus poderes y virtualmente establecido a la cabeza de todos los reyes de la tierra (Sal 89,28; cf. 2, 8 12; 18,44ss). Si es fiel, Dios le promete su protección. Por sus victorias sobre el enemigo del exterior deberá asegurar la prosperidad de su pueblo (cf. Sal 20: 21) y, en el interior, hacer que reine la justicia (Sal 45,4-8; 72,1-7.12ss; Prov 16,12: 25,4s: 29,4.14). Sus quehaceres temporales convergen de este modo con el fin fundamental de la alianza y la ley. Además, como jefe del pueblo de Dios ejerce en la ocasión determinadas funciones cultuales (2Sa 6.17s: I Re 8,14.62s), lo que explica el que se hable de un sacerdocio regio (Sal 110,4). El ideal del rey fiel (Sal 101), justo, pacífico, corona así en cierto modo todo el ideal nacional: el ejercicio del poder regio debe hacer que ese ideal pase a la practica.
3. Ambigüedad de la experiencia regia.
Sin embargo, los libros históricos y proféticos hacen notar la ambigüedad de la experiencia regia. En toda la medida en que los reyes responden al ideal que les está asignado, los profetas los sostienen y los historiadores no les escatiman su elogio: así, por ejemplo, respecto de David (Sal 78,70; 89,20-24), de Asa (1Re 15.11-15), de Josafat (1Re 22.43). de Ezequias (2Re 18,3-7), de Josías (2Re 23,25). Pero la gloria de Salomón es ya más equívoca (1 Re 11.1-13). Finalmente, son numerosos los malos reyes, tanto en Israel (I Re 16.25ss.30-33) como en Judá (2Re 16,2ss; 21,1-9). En efecto, la realeza israelita se ve constantemente en la tentación, sobre todo en el Norte, de seguir el ejemplo de las monarquías paganas circundantes, no sólo copiando su despotismo (que denuncia 1Sa 8,10-18), sino inclinándose a una idolatría que en otras partes es favorecida por la concepción mítica de la realeza divina. Por eso el movimiento profético denuncia incesantemente estos abusos y muestra en las calamidades nacionales el castigo merecido por los reyes (cf. Is 7,10ss; Jer 21-22; 36-38; 2Re 23, 26s). Oseas condena la misma institución regia (Os 8,4). El Deuteronomio, tratando de reglamentarla, pone a los monarcas en guardia contra la imitación de los reyes paganos (Dt 17,14-20).
4. Los reyes paganos.
Frente a los reyes paganos no carece de matices la actitud de los libros sagrados. Como toda autoridad terrestre, tienen el poder de Dios; Eliseo interviene incluso en nombre de Dios para suscitar en Damasco la insurrección de Hazael (2Re 8,7-15; cf. 1Re 19,15). Estos reyes pueden tener misiones providenciales para con el pueblo de Dios: da a Nabucodonosor el imperio sobre todo el Oriente, comprendido Israel (Jer 27) y luego suscita a Ciro para abajar a Babilonia y liberar a los judíos (Is 41,1-4: 45,1-6). Pero todos están sometidos a sus exigencias, y Yahveh pronuncia sus juicios para castigar su “soberbia sacrílega” (Is 14,3-21; Ez 28,1-19) y sus blasfemias (Is 37,21-29). Ellos también deben plegarse, cuando llegue la hora, ante su suprema realeza y ante el poder de su ungido (Sal 2: 72,9ss).
II. HACIA LA REALEZA FUTURA.
1. Las promesas proféticas.
Diversos profetas, juzgando la experiencia regia desde un punto de vista puramente religioso, acabaron por estimarla desastrosa. Oseas anunció su fin (Os 3.4s). Jeremías enfocó con lucidez el abajamiento de la dinastía daví dica (cf. Jer 21-22), a la que Isaías mostraba todavía tanta adhesión. En la perspectiva de los “últimos tiempos” la generalidad de los profetas deja entrever la realización del designio divino manifestado en el llamamiento de David y esbozado en figura en algunos raros casos logrados. En el siglo vtü vuelve Isaías los ojos hacia el rey futuro cuyo nacimiento saluda (Is 9,1-6): éste dará al pueblo de Dios el gozo, la victoria, la paz y la justicia. Este retoño de Jesé animado por el Espíritu de Yahveh hará que reine de tal modo la justicia (cf. 32,1-5) que el país volverá a convertirse en un paraíso terrenal (11,1-9). Miqueas profesa la misma confianza en su venida (Miq 5,1-5). Jeremías, en el momento mismo en que se produce la caída de la dinastía, anuncia el reinado futuro del germen justo de David (Jer 23,5s). Ezequiel, aunque profesando la misma fe fundamental, marca, sin embargo, una nueva dirección. Al nuevo David, pastor de Israel, sólo le concede el título menos llamativo de príncipe (Ez 34, 23s; 45,7s); remontándose más allá de la época de la monarquía busca, pues, el profeta el ideal de Israel en la teocracia de los tiempos mosaicos. Centrando también su esperanza en esta teocracia (cf. Is 52,7), el mensaje de consolación no deja por ello de contar con la realización de las promesas hechas a David (Is 55,3; cf. Sal 89,35-38).
2. En espera de las promesas.
La experiencia de la monarquía tuvo fin en 587. No había sido después de todo más que un paréntesis en la historia de Israel. Pero había dejado profunda huella en los espíritus. Durante el exilio se sufre de la humillación de la dinastía (Lam 4, 20; Sal 89,39-52) y se ora por su restauración (Sal 80,18). La misión de Zorobabel (Esd 3) hace esperar por un instante que este “germen de David” restablezca la monarquía nacional (Zac 3,8ss; 6,9-14); pero la esperanza queda frustrada. El judaísmo postexílico, reorganizado en forma teocrática, está sometido a la autoridad de reyes paganos que protegen liberalmente su autonomía (cf. Esd 7,1-26) y por los que se ora oficialmente (6,10; 1Mac 7,33). A medida que se prolonga la duración de la prueba para la nación, los ojos se vuelven más hacia los “últimos tiempos” anunciados por los profetas. La espera del reino de Dios constituye el punto central de la esperanza escatológica. Pero en este marco la espera del rey futuro sigue ocupando un lugar importante. Los antiguos salmos reales se ponen en relación con él (Sal 2; 45; 72,110) y a la luz de los mismos se representa su reinado. La imagen de un rey justo, victorioso y pacífico (Zac 9,9s) se perfila en el horizonte. En cuanto a los reyel paganos, unas veces se los pinta sometidos a su imperio y participando en el culto del verdadero Dios (cf. Is 60,16), otras se anuncia su juicio y su condenación (Is 24,21s) si se alzan contra el reinado de Yahveh (Dan 7,17-27).
3. En el umbral del NT.
La restauración de la monarquía por la dinastía asmonea en el momento en que la corriente apocalíptica se refugia en la espera de una intervención milagrosa de Dios (cf. Dan 2,44s; 12,1), no está en la línea de la esperanza tradicional. Así como la insurrección de Judas enlaza con la ideología de las antiguas guerras santas (cf. 1Mac 3), así también la concentración de los poderes en manos de Simón (1Mac 14) aparece luego como una innovación. Además la dinastía asmonea no tarda en adoptar costumbres y métodos de gobierno en vigor entre los reyes paganos. Por eso los fariseos rompen con ella, por fidelidad a la realeza davídica, en la que debe nacer el Mesías (cf. Salmos de Salomón). Paralelamente la corriente esenia se opone a un sacerdocio que estima ilegítimo y aguarda la venida de los “dos mesías de Aarón y de Israel” (el sumo sacerdote y el rey davídico que le estará subordinado). Por lo demás, después de los asmoneos pasa el poder a la dinastía de los Herodes, que actúan bajo el control romano. Pero, aparte de los saduceos, que se acomodan a este estado de cosas, la espera del rey escatológico es ardiente en todo el pueblo judío. Pero aun conservando su objetivo religioso - el reinado final de Dios -, esta espera reviste generalmente un carácter político bastante marcado: se espera que el rey Mesías libere a Israel de la opresión extranjera.
NT.
El mensaje del NT tiene por centro el tema, esencialmente religioso, del reino de Dios. El de la realeza mesiánica, enraizado en la experiencia de Israel y fundado en las promesas proféticas, sirve todavía para definir el papel de Jesús, artífice humano del reino. Pero para hallar su puesto en la revelación completa de la salvación se despoja totalmente de sus resonancias políticas.
1. LA REALEZA DE JESÚS DURANTE SU VIDA TERRENA.
1. ¿Es rey Jesús?
Durante su ministerio público no cede nunca Jesús al entusiasmo mesiánico de las multitudes, demasiado mezclado con elementos humanos y con esperanzas temporales. No se opone ni a la autoridad del tetrarca Herodes, que sin embargo, sospecha de él como concurrente (Lc 13,31ss; cf. 9,7s), ni a la del emperador romano, a quien se debe el tributo (Mc 12,13-17 p); su misión es de orden muy diferente. No se opone al acto de fe mesiánica de Natanael (“Tú eres el rey de Israel”, Jn 1,49); pero orienta sus miradas hacia la parusía del Hijo del hombre. Cuando después de la multiplicación de los panes quieren las multitudes tomarlo para hacerlo rey, desaparece (Jn 6,15). Sin embargo, una vez se presta a una manifestación pública en su entrada triunfal en Jerusalén: mostrándose con humilde aparato, conforme al oráculo de Zacarías (Mt 21,5; cf. Zac 9,9), se deja aclamar por rey de Israel (Lc 19,38; Jn 12,13). Pero precisamente este éxito acelerará la hora de su pasión. Finalmente, en una perspectiva puramente escatológica habla a los suyos de su reino en el momento en que se va a inaugurar la pasión (Lc 22,29s). 2. La pasión y la realeza de Jesús. El interrogatorio de Jesús durante su proceso religioso versa sobre su calidad de Mesías y de Hijo de Dios. Por el contrario, en su proceso civil ante Pilato se trata de su realeza; los evangelistas lo aprovechan para mostrar que su pasión es la revelación paradójica de la misma. Jesús, interrogado por Pilato (“¿Eres el rey de los judíos?” Mc 15,2 p; Jn 18,33.37), no reniega este título (Jn 18,37), pero precisa que su “reino no es de este mundo” (Jn 18,36), de modo que no puede hacer competencia al César (cf. Lc 23,2). Las autoridades judías, en la ceguera de su incredulidad, acaban por reconocer al César un poder político exclusivo para mejor rechazar la realeza de Jesús (Jn 19,12-15). Pero ésta se manifiesta a través de los gestos mismos que la vilipendian: después de la flagelación le saludan los soldados con el título de rey de los judíos (Mc 15,18 p); el letrero de la cruz reza: “Jesús nazareno, rey de los judíos” (Jn 19,19ss p); los asistentes se ensañan en motejar esta realeza irrisoria (Mt 27,42 p; Lc 23,37); pero el buen ladrón, re conociendo su verdadera naturaleza, ruega a Jesús “que se acuerde de él cuando esté en su reino” (Lc 23,42). En efecto, Jesús conocerá la gloria de la realeza, pero esto tendrá lugar en su resurrección y en la parusía del último día. Venido, como el pretendiente de la parábola, para recibir la realeza, y renegado por sus compatriotas, será, no obstante, investido y volverá para pedir cuentas y vengarse de sus enemigos (Lc 19,12-15.27). En la cruz resplandece esta realeza para quien sepa ver las cosas con una mirada de fe: Vexilla Regis prodeunt, fulget crucis mysterium...
II. LA REALEZA DE CRISTO RESUCITADO.
1. La realeza actual del Señor.
Cristo resucitado entró en su reino. Pero todavía tiene necesidad de hacer comprender a sus testigos la naturaleza de este reinado mesiánico, tan diferente de lo que aguardan los judíos: no se trata de que restaure la realeza en provecho de Israel (Hech 1,6); su reinado se establecerá mediante el anuncio de su Evangelio (Hech 1,8). Aunque rey, lo es como lo proclama la predicación cristiana que le aplica las Escrituras proféticas: el rey de justicia del Sal 45,7 (Heb 1,8), el rey sacerdote del Sal 110,4 (Heb 7,1). Lo era misteriosamente desde el comienzo de su vida terrenal, como lo subrayan los evangelistas al narrar su infancia (Lc 1,33; Mt 2,2). Pero su realeza, “que no es de este mundo” (Jn 18,36) y que no está representada en él por ninguna monarquía humana a la que Jesús hubiera delegado sus poderes, no hace en modo alguno competencia a la de los reyes terrenales. Los cristianos vienen a ser sus súbditos cuando Dios los “arranca del dominio de las tinieblas para trasladarlos al reino de su Hijo, en quien tienen la redención” (Col 1,13). Esto no les impide someterse también a los reyes de este mundo y reverenciarlos (1Pe 2,13.17), aun cuando estos reyes sean paganos: siendo depositarios de la autoridad, basta con que no la opongan a la autoridad epiritual de Jesús. El drama está en que a veces se alzan contra ella, realizando la profecía del Sal 2,2. Tal fue ya el caso en su pasión (Hech 4,25ss). Tal es el caso a todo lo largo de la historia cuando estos reyes terrenales, fornicando con Babilonia (Ap 17,2) y dejándola reinar sobre ellos (17,18), participan por el mismo caso en la realeza satánica de la bestia (17,12): entonces, embriagados de su poder, se convierten en perseguidores de la Iglesia y de sus hijos, como la misma Babilonia que se embriaga con la sangre de los mártires de Jesús (17,6).
2. El reinado de Cristo en la parusía.
En el cuadro simbólico de los últimos tiempos que traza el Apocalipsis la crisis final se abrirá por tanto con una campaña de todos estos reyes contra el cordero: habiendo entregado su poder a la bestia (Ap 17,13), se reunirán con miras al gran día (16,14), pero el cordero los vencerá (cf. 19,18s), “pues es el rey de los reyes y el señor de los señores” (17,14; 19,1ss; cf. 1,5). Su parusía será la espléndida manifestación de su reinado al mismo tiempo que del reinado de Dios (11,15; 2Tim 4,1): según el oráculo de Is 11,4, el rey hijo de David aniquilará entonces al anticristo con la manifestación de su parusía (2Tes 2,9). Luego entregará su reino a su Padre, pues, según el texto del Sal 110,1, es preciso que reine “hasta que Dios haya puesto a todos sus enemigos a sus pies” (iCor 15,24s). Al terminar la guerra escatológica que emprenderá como Verbo de Dios, regirá a sus enemigos, según el Sal 2,9, con un cetro de hierro (Ap 19,15s). Entonces, como participación en su reinado (cf. 1Cor 15,24), todos los mártires, decapitados por haberse negado a adorar a la bestia, resucitarán para reinar con él y con Dios (Ap 20,4ss; cf. 5,10). Participarán también, según la promesa de Dan 7,22.27, en el reinado eterna del Hijo del hombre. ¿No es esto mismo lo que Jesús había prometido a los doce en la última cena?: “Yo dispongo para vosotros del reino y vosotros os sentaréis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Lc 22,29s; cf. Ap 7, 4-8.15).
PIERRE GRELOT