Tormenta.
1. Interpretación pagana.
En el antiguo Oriente se mira a la tormenta como manifestación de un dios (Baal en Canaán). Esta manifestación presenta tres caracteres. La tormenta, despliegue de fuerzas cósmicas, ante las que el hombre no puede nada, revela la majestad terrorífica del dios. Como fenómeno peligroso para el hombre, es un signo de cólera: el dios, oculto en la nube, da una voz contra sus enemigos (= trueno) y lanza contra ellos sus flechas (= relámpagos) (cf. Sal 18,6-16). Finalmente la tormenta, acarreando la lluvia fertilizante, muestra en el dios la fuente de la fecundidad.
2. La tormenta, signo de la majestad divina.
En el lenguaje bíblica queda excluida toda resonancia politeísta, especialmente la que acompañaba a los cultos de fecundidad; pero la tormenta conserva todavía un sentido. Es una de las maravillas que proclaman la grandeza del Creador (Jet 51, 16s: Sal 135,7; Job 38,34-38), una manifestación velada de su tremenda majestad (Job 36,29-37,5); Dios tiene su trono por encima de la tormenta en su trascendencia (Sal 29). De este modo la tormenta sirve para representar al Señor en su gloria (Job 38,1; Ez 1,13s; 10,5; Ap 4,5; 8,5ss; 10,3s). Es el marco de la teofanía clásica, en que se evocan las intervenciones de Dios acá en la tierra: las de la historia sagrada, con ocasión del Éxodo (Sal 77,19ss), en el Sinaí (Éx 19,16-19), en la entrada en Canaán (Jue 5,4s); aquellas por las que libera a su ungido (Sal 18) o a su pueblo (Hab 3,3-16); la que inaugurará su reinado definitivo (Sal 97, 1-6). Sin embargo, Dios no es sólo una presencia majestuosa que inspira terror sagrado. Ya Elías en el Horeb es invitado a rebasar este signo parcial para oír una revelación más alta: Dios es también una presencia íntima, que habla al hombre con la suavidad de una brisa ligera (1Re 19,llss).
3. La tormenta, signo de la ira divina.
La tormenta, en cuanto manifiesta las disposiciones de Dios para con los hombres, es un signo ambiguo: signo benéfico, cuando gracias a ella otorga Dios la fecundidad a una naturaleza desolada (1Re 18); pero también azote temeroso, que reserva Dios a sus enemigos como señal de su ira (Éx 9,13-34). La teofanía de la tormenta conviene, pues, particularmente a Dios cuando juzga y castiga (Is 30,27ss), sobre todo en el juicio final, en que lanzará sus rayos contra Babilonia (Ap 16,18; cf. 11,19). Por eso, a manera de anticipación de este juicio, se deja oír la voz divina como un trueno cuando proclama la glorificación del Hijo en el momento en que el príncipe de este mundo va a ser derrocado (Jn 12, 28-32).
Esta perspectiva del juicio haría temblar de espanto si Dios no asegurara a los suyos que será su abrigo contra la tormenta: sólo el mundo pecador está amenazado por este azote escatológico (Is 4,6). Porque Dios es muy distinto de un Júpiter tonante: Jesús hace comprender a los “hijos del trueno” (Mc 3,17) que no se complace en lanzar rayos contra los que no le reciben (Lc 9,54s). La teofanía de la tormenta queda ya completada por la revelación de la gracia divina, que nos es dada en la persona de Jesús (cf. Tit 2,11). “Trompetas, relámpagos, la tierra tiembla; pero cuando tú desciendes al seno de una Virgen, tu paso no hace el menor ruido” (epigrama cristiano sobre la natividad de Cristo).
PIERRE GRELOT