Tristeza.
La tristeza, contrariamente a la alegría (gozo) que está ligada a la salvación y a la presencia de Dios, es un fruto amargo del pecado que separa de Dios. Sus causas aparentes son variadas: una prueba que significa que Dios oculta su rostro (Sal 13,2s), una esposa que decepciona por su malicia (Eclo 25,23), un hijo mal educado (30,9s), un amigo traidor (37,2), la propia locura de uno (22,10ss) o su perversidad (36,20), la maledicencia de otros (Prov 25,23). La Biblia no se contenta con referir la continua decepción del hombre, condenado a “alimentarse de un pan de lágrimas” (Sal 80, 6), sin hallar consolador (Ecl 4,1); tras la inmensa pena de los hombres descubre el pecado que es su verdadera causa y muestra su remedio en el Salvador: si la tristeza viene del pecado, la alegría es fruto de la salvación (Sal 51,14).
AT.
1. Sentido común y tristeza.
La revelación no se eleva de golpe a tales alturas; acusa también la reacción vulgar, de tipo estoico, que trata de esquivar la tristeza, aun sabiendo que sólo el temor del Señor asegura la alegría de la vida (Eclo 1, 12s). La tristeza deprime el corazón (Proc 12,25), abate el espíritu (15,13), deseca los huesos (17,22), todavía más que la enfermedad (18,14). Consiguientemente aconsejan los sabios: “No te abandones a tus ideas sombrías” (Eclo 30,21), “expulsa la tristeza que ha perdido a muchos” y los cuidados que hacen envejecer antes de tiempo (30,22). Desde luego, hay que “afligirse con los afligidos” (Eclo 7,34; cf. Prov 25,20): pero ante la pérdida de un ser querido no hay que lamentarse desmesuradamente: “consuélate una vez que ha partido su espíritu” (Eclo 38,16-23); el vino consuela no pocas amarguras (Prov 31,6s; Ecl 9,7; 10, 19); y si bien “toda alegría se cambia pronto en pesar” (Prov 14,13), no olvides “que hay tiempo para llorar y tiempo para reír” (Ecl 3,4). Estos consejos, por muy prosaicos que sean, pueden ayudar a desenmascarar el artificio que se insinúa solapadamente en la tristeza; preparan para una revelación más alta.
2. La tristeza, signo del pecado.
En efecto, la historia de la alianza es en cierto respecto educación de Israel partiendo de la tristeza que causan los castigos merecidos: significa que se ha tomado conciencia de la separación de Dios. La sanción del pecado de idolatría en el Sinaí consiste en que Yahveh “no acompañará en persona” al pueblo; habrá que quitarse los vestidos de fiesta en señal de duelo y de separación (Ex 33,4ss). A la entrada de la tierra prometida (Jos 7,6s.1ls), durante el período de los Jueces (fue 2), se deja sentir el mismo ritmo: pecado, alejamiento de Dios, castigo, que engendra tristeza. Los profetas están encargados de revelar esta tristeza, denunciando la paz ilusoria del pueblo pecador; lo hacen primero dejándose sumergir ellos mismos en un abismo de tristeza. Jeremías es modelo, y sus propios gritos de dolor debieran ser los del pueblo: ante la guerra que se acerca (Jer 4,19), ante el hambre (8,18), la desgracia (9,1), es Jeremías la conciencia contrita del pueblo pecador (9,18; 13,17; 14,17). Vive separado del pueblo, en testimonio contra él (15,17s; 16,8s); Ezequiel también, pero al revés: no debe llorar por “la alegría de sus ojos”, su mujer; hasta tal punto está endurecido el corazón de piedra de Israel (Ez 24,15-24).
3. La tristeza según Dios.
Los profetas tienen también por misión procurar una verdadera compunción. En efecto, la tristeza se expresa con cantidad de gritos y gestos: ayuno (Jue 20,26), vestidos rasgados (Job 2,12), saco y ceniza (2Sa 12,16; 1Re 20,31s; Lam 2,10; J1 1,13s; Neh 9, 1; Dan 9,3), gritos y lamentaciones (Is 22,12; Lam 2,18s; Ez 27,30ss; Est 4,3). Estas liturgias de penitencia merecen a veces ser estigmatizadas por los profetas (Os 6,1-6; Jer 3,21-4,22), porque si hay que llorar, no es tanto por los dones perdidos cuanto por la ausencia del Señor (Os 7,14), a condición de ser fieles a la ley (Mal 2,13), para expresar una auténtica contrición: “Desgarrad vuestros corazones, no vuestros vestidos” (Jl 2,12s). Entonces son valederas estas demostraciones (Neh 9, 6-37; Esd 9,6-15; Dan 9,4-19; Bar 1,15-3,8; Is 63,7-64,11); los llantos atraen la compasión de Dios (Lam 1,2; 2,11.18; Sal 6,7s); la tristeza es una confesión del pecador: “Señor, recoge mis lágrimas en tu odre” (Sal 56,9).
4. Tristeza y esperanza.
El quebrantamiento del corazón no mata la esperanza, sino al contrario: recurre al Salvador que no quiere la muerte, sino la vida dcl pecador (Ez 18,23). A través del exilio, reconocido como el castigo ejemplar de los pecados cometidos, Israel entrevé que un día cesará definitivamente la tristeza. Raquel lloró sus hijos deportados; no quería ser consolada, pero Yahveh interviene: “¡Cesa de lamentarte! ¡Enjúgate los ojos!” (Jer 31,15ss). En efecto, un arma de esperanza es lo que maneja el profeta de las lamentaciones, convertido de repente en mensajero de consolación: “Salieron entre llantos, yo los hago volver consolados... trocaré en júbilo su tristeza, convertiré su pena en alegría, los consolaré, los alegraré después de sus penas” (31,9.13). Entonces en el corazón de Sión, que no quería cantar jubilosamente en el exilio (Sal 137), derramará su bálsamo el libro de la consolación (Is 40-55; 35,10; 57,18; 60.20; 61, 2s; 65,14; 66,10.19). “Los que siembran con lágrimas siegan cantando” (Sal 126,5; cf. Bar 4,23; Tob 13. 14). Cierto que todavía podrán sobrevenir el pecado y la tristeza (Esd 10.1), pero se espera que no sumerjan ya sino a la ciudad del mal (Is 24,7-11), mientras que en la montaña de Dios “enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros” (25, 8). Pero no es ésta la última palabra del AT. Esta perspectiva paradisíaca, que reasumirá el Apocalipsis (Ap 21, 4), no vela todavía la realidad dolorosa del camino de la alegría sin fin: un día habrá que hacer una lamentación sobre el “traspasado” para que se abra en el flanco de la ciudad la fuente inagotable de alegría (Zac 12. 10s).
NT.
1. La tristeza de Jesucristo.
Era preciso que aquel que quitaba el pecado del mundo fuera abrumado de la inmensa tristeza de los hombres. aunque sin quedar aplastado por ella. Como los profetas, se entristeció profundamente por el endurecimiento de los fariseos (Mc 3,5), se lamentó por la inconsistencia de Jerusalén que desconocía la hora de su visita (Le 19,41). Además de esta tristeza por el pueblo elegido, lloró Jesús por la muerte, por Lázaro, su amigo muerto hacía algunos días (Jn 11,35). No se trata sencillamente de la amistad puramente humana que en ello creían ver los judíos (11,36s), pues Jesús se estremece interiormente de nuevo (11,38), sin duda porque amaba a Lázaro con un amor que viene del Padre (15,9). Pero se había estremecido ya una vez y se había turbado (11,33.38) con ocasión de los sollozos que expresaban en todo su horror la realidad de la muerte con que iban a enfrentarse en la tumba de un Lázaro ya en putrefacción.
No sólo frente a la muerte, sino en la muerte misma quiso Jesús sufrir “tristeza y angustia”, “estar triste hasta la muerte” (Mt 26,37s p), con una tristeza que equivalía a la muerte: ¿no iba a hallarse su voluntad en conflicto con la del Padre, cavando un foso que sólo sería capaz de colmar una oración obstinada? Pero habiendo así recogido en su súplica los clamores y las lágrimas de los hombres frente a la muerte, fue escuchado (Heb 5,7); cuando en la cruz exprese el abandono del Padre en que se siente morir, lo hará por medio del salmo del justo perseguido (Mt 27,46 p); como lo interpretó Lucas, será para abandonarse a aquel que parecía abandonarse (Le 23,46). Entonces queda vencida la tristeza por aquel que, sin ser pecador, se entregó a ella.
2. Bienaventurados los que lloran. (Lc 6,21).
El que así debía sumergirse en el abismo de la tristeza podía por adelantado beatificar no al dolor en cuanto tal, sino a la tristeza unida con su gozo de redentor. Conviene distinguir tristeza y tristeza. “La tristeza según Dios produce una penitencia de la que no hay que arrepentirse; la tristeza del mundo lleva a la muerte” (2Cor 7,10). Esta sentencia paulina está ilustrada con ejemplos conocidos. Por una parte vemos al joven que se va triste porque prefiere sus riquezas a Jesús (Mt 19,22), anunciando de lejos a los ricos, que condena Santiago prometiéndoles la muerte eterna (Sant 5,1); ahí están los discípulos de Getsemaní, agobiados de sueño y de pesadumbre, es decir, maduros para abandonar a su maestro (Le 22,45); finalmente, ahí está Judas, desesperado por haberse separado de Jesús por la traición (Mt 27,3ss): tal es la tristeza del mundo. Viceversa, la tristeza según Dios aflige a los discípulos cuando piensan en la traición que amenaza a Jesús (Mt 26,22), a Pedro que solloza por haber renegado a su Señor (26,75), a los discípulos de Emaús que caminan tristes recordando a Jesús que los ha dejado (Le 24, 17). María solloza porque se han llevado a su Señor (Jn 20,11ss). Lo que distingue las dos tristezas es el amor de Jesús; el pecador debe pasar por la tristeza que le separa del mundo para adherirse a Jesús, mientras que el convertido no quiere conocer más tristeza que la de la separación de Jesús.
3. De la tristeza nace la alegría.
La bienaventuranza prometía la consolación a los que lloran; sm embargo, Jesús había anunciado que se lloraría cuando fuera retirado el esposo (Mt 9,15). El sermón después de la cena revela el sentido profundo de la tristeza. Jesús había sido la causa de los llantos renovados de Raquel por los niños inocentes (Mt 2,18); ni siquiera había temido contristar a su madre cuando lo exigían los asuntos de su Padre (Le 2,48s). Ahora no niega que su partida sea causa de tristeza, pues de lo contrario no sería él aquel sin quien la vida no es sino muerte; sabe también que el mundo se regocijará de su desaparición (Jn 16, 20). Volviendo a la comparación utilizada para describir el nacimiento de un mundo nuevo (Is 26,17; 66,7-14; Rom 8,22), evoca el gozo de la mujer que ha atravesado la tristeza de su hora trayendo un hombre al mundo (Jn 16,21). Así “vuestra tristeza se convertirá en alegría” (16,20): ya ha pasado, o más bien ha pasado a la alegría, como las llagas que marcan para siempre al cordero celestial, como degollado (Ap 5,6); ahora ya la tristeza se consuma en una alegría que nadie puede arrebatar (Jn 16,22), pues proviene de aquel que se mantiene en pie más allá de las puertas de la muerte. Brota de la turbación fatal (14,27), de las tribulaciones (16, 33). Los discípulos de Jesús no están ya tristes porque no se hallan nunca en aquella soledad de huérfanos, en que parecían haber quedado (14,18), entregados al mundo perseguidor (16, 2s): el resucitado les da su propio gozo (17,13; 20,20).
En adelante, pruebas (Heb 12,5-11; 1Pe 1,6ss; 2,19), separación de los hermanos difuntos (1Tes 4,13) o aún incrédulos (Rom 9,2), nada puede ya hacer mella al gozo del creyente ni separarle del amor de Dios (Rom 8, 39). El discípulo del Salvador, aparentemente triste, en realidad siempre gozoso (2Cor 6,10), aun pisando los caminos de la tristeza conoce el gozo celestial, el que colmará a los elegidos, con los que Dios permanecerá para siempre, enjugando toda lágrima de sus ojos (Ap 7,17; 21,4).
MAURICE PRAT y XAVIER LÉON-DUFOUR